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En mi infancia, siempre imaginaba a Dios como un doble de Platón, con pelo y barba cenizos y un dedo con el que señala la tierra. También a Jesús, a quien comparaba con el Marco Antonio Solís de las películas de Semana Santa hasta que apareció el Cristo de South Park y me quedé con él. Igual me pasaba con el Espíritu Santo, a quien veía como una paloma color Naranja Postobón. Pero jamás de los jamases se me hubiera ocurrido pensar en un Dios con el fenotipo de Octavia Spencer, o un Espíritu Divino a la que le dicen Sarayu y tiene rasgos orientales, o un Jesús que bien podría ser modelo de Benetton. Pero como todo en la vida, siempre está bien cambiar.

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Pues ya ustedes mismos lo ven. El tipo de Avatar ahora anda con Dios, Jesús y el Espíritu Santo, que son uno solo pero tres a la vez, en una especie de química corporal equiparable al agua: hielo, agua y vapor que son una misma sustancia, pero se pueden presentar distinto. Creo que cada uno es libre de reconstruir a Dios como quiera, aunque él mismo supera nuestras estructuras mentales presentándose como lo necesitamos, no como lo esperamos. Me gusta pensar en un Dios tan creativo que tiene emociones, que nos hace barra cuando estamos en competencia pero nos frena cuando estamos a punto de estrellarnos, que se ríe de nuestras caídas pero llora cuando la vida nos raspa.

Esto porque por fin vi una de las películas que más he esperado en toda mi vida, La cabaña. Leí el libro en 2008, año en el que hasta ahora estaba descubriéndome como escritor audiovisual, pero eso sí valorando la oportunidad de confirmar que no estaba loco, pues siempre he creído en un Dios totalmente distinto al que los entes religiosos nos han intentado presentar a la fuerza.

Nunca he podido imaginar a un Dios tirano que creó robots perfectos, programados a vivir en un mundo feliz y con la cara de Ned Flanders. Eso me llevó a dudar del esquema doctrinal que muchos intentaron inyectarme a contrapelo. Así le sucede a Mackenzie Phillips, padre de familia como cualquiera, y con esto me refiero a traumatizado, lleno de taras y problemas que por más que intenta no heredarle a sus hijos, su misma condición no se lo permite.

La historia va avanzando hasta lo importante, momento en el que Mack debe enfrentarse a su peor temor, la desaparición de su hija Missy, desbaratando su acomodada teoría de vida familiar para quedarse en ese oscuro rincón que todos tenemos. En un país como este en el que vivo, plagado de violencia y corrupción, nadie está exento de tener una oportunidad única de redención, donde el peso de nuestros actos puede descargarse, liberando los brazos para recibir el perdón que tanto necesitamos.

Alguna vez alguien me preguntó: ¿Cómo es tu Dios? Esto, para mí, que he querido dedicar mi vida a redimir esa falsa imagen del Señor de los cielos -no el narco, sino el Demiurgo del universo- es la perfecta oportunidad para hablar de la eternidad, porque soy de esos cristianos que todavía creen en el amor y en el respeto como el camino genuino de evangelización. Películas como esta me hinchan el pecho de orgullo porque por fin parece que el cine y los contenidos espirituales superan el clásico planteamiento apocalíptico, para adentrarse en la médula de la vida cotidiana y real, que siempre será más feroz que la ficción.

La cabaña es un llamado a la reconciliación y al perdón, pero sobre todo, a reconocernos desde nuestras debilidades y anomalías, lugar en el cual todos somos igualmente humanos, tal como Dios nos quiso crear y ver. Me parece curioso que la historia deja establecido que Dios se interesa por mí, o por usted, o por todos los protagonistas de los millones de vidas que hay en el planeta, quienes podemos conversar con él, tomando té y hasta tocando bajo en un concierto. Todo esto me inspiró a plasmar en palabras cómo es ese Dios al que llamo amigo.

La gente erróneamente cree que para agradarle a Dios hay que hacerle caso sin cuestionar, y es por ese frenesí que muchos andan como zombis. Pero no, esto se resume en equilibrio, en aprender a obedecer y a poner a las personas por encima de las normas. Uno decide creer, no es que se sienta obligado o que si no cree se vaya a arder en la caldera de Satán.

Dios nos permite escoger, y cuando lo elegimos a él, es como si descubriéramos un nuevo mundo en Super Mario World; pero también hay cosas que no se piensan para creer, solo se experimentan. Me acuerdo de Indiana Jones, cuando Henry Walton debía cruzar un abismo, no se detuvo a meterle cabeza al asunto, solo dio el paso. Y cuando caminó, salió la baldosa que lo sustuvo. Así es Dios: no lo veremos hasta que no demos el paso de fe.

No vengo a hacer publirreportajes de la película, primero porque no me han pagado por eso -ay, cuánto quisiera vivir así-, pero también porque considero que las películas le pueden hablar diferente a la gente. A mí, que Star Wars me evangelizó más que La Pasión de Cristo, o que La Naranja Mecánica me habló de propósito más que la misma Hasta el último hombre, me es difícil recomendar «buen cine», primero porque para gustos los colores y sabores.

Lo cierto es que creo que la fe, así como es personal, es eterna. Y lo único que cambia y debe adaptarse a la época son los mecanismos secundarios, la forma de contarse y expresarse. Si Jesús viniera ahorita, no predicaría en sandalias ni daría sermones desde montañas: más bien alquilaría teatros y andaría en Converse, porque el mensaje viene a ser el mismo: ama a los demás así como te amas a ti mismo, ni más ni menos. Y de eso sí que nos falta.

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Luis Carlos Ávila R

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