Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Han pasado 20 años de una invasión que alteró el mapa geopolítico del Oriente Medio y causó la muerte a unas 900 mil personas, saldo catastrófico que puso como pocas coyunturas, en tela de juicio la legitimidad de Estados Unidos en el mundo. La conmemoración de estas dos décadas recuerda cuán inútiles y contraproducentes son las invasiones y hasta qué punto el mundo necesita de poderes que contrarresten un sistema internacional que en la década de los noventa, parecía irremediablemente unipolar (el orden internacional depende de un solo Estado, en este caso de los Estados Unidos). ¿Qué lecciones dejó la guerra con la que el mundo inauguró el siglo XXI?

A lo largo de las década de los 90, Washington había promovido un orden internacional a su medida, producto de la caída estrepitosa de la Unión Soviética. Con efímero e ilusorio éxito, medió en la desintegración de Yugoslavia sometiendo a Belgrado a los intereses de Europa.  Una paz de fachada quedó saldada con los Acuerdos de Dayton, Ohio en 1995 que institucionalizaron la inminente desaparición de la entonces federación. En 1999, bajo el liderazgo estadounidense, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) rompió sus compromisos frente a Moscú en los albores de la Posguerra Fría y fue empujando su frontera para incluir a naciones que habían sido aliadas soviéticas: Hungría, República Checa y Polonia. Como si aquella demostración de poder no fuera suficiente, en la primavera de ese año, Bill Clinton impulsó los bombardeos contra Yugoslavia para detener la limpieza étnica en la entones provincia de Kosovo, que más tarde buscaría su independencia. Por más prepotente que fuese EE. UU., la intervención militar fallida en Somalia en 1993 para detener la guerra civil, fue un campanazo no advertido sobre los riesgos de un ejercicio de poder desmedido y sin contrapesos en el escenario internacional.

Tras una década de actuaciones en el globo sin rivales, a comienzos de 2003 el gobierno de George W. Bush creía tener certeza sobre la viabilidad de intervenir militarmente en Irak con tres objetivos: disuadir a Saddam Hussein sobre la posesión de armas de destrucción masiva (químicas y biológicas habían sido utilizadas contra la población kurda, chií e iraní); impulsar un cambio de régimen para instalar un gobierno pro occidental; y controlar las ingentes reservas de petróleo (sexto productor a nivel mundial) en una coyuntura en la que preocupaba el incremento de precios en detrimento de las economías industrializadas.

El 20 de marzo de 2003, pasando por encima del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -que se negó a dar el aval por la fata de pruebas sobre la existencia de misiles balísticos (China, Francia, Rusia)- Washington lanzó la invasión que produjo rápidamente la caída de Hussein. No obstante, dejó un vacío de poder en el que Irak se sumergió en una guerra civil entre sunitas (aliados y beneficiados del antiguo régimen y quienes representan un 30 % de la población), chiitas (60 %) y kurdos (10 %). Arabia Saudí como líder del mundo sunnita empezó a estimular a las mílicias de esa confesión para detener la posible emergencia de un poder chíi en Irak, lo que derivó en el surgimiento de los grupos terroristas más temidos del últimos tiempo, Al Qaeda, en Mesopotamia (responsable de los ataques contra el semanario Charlie Hebdó) y el Estado Islámico o Daesch. En el marco de la Primavera Árabe, con la guerra civil siria, el ascenso del terrorismo sunnita fue temible en toda la zona, en especial en Irak , Líbano y Siria y con episodios dramáticos en Europa (Barcelona, Bruselas, Colonia, Estambul, Niza y Paris, entre otros).

Tras una cruenta batalla de años y con el auspicio de Rusia, finalmente se pudo contener al Estado Islámico y sus principales referentes fueron abatidos (Abu Mousab al Zarqaui, Abu Bkar al Bagdadi, Abu Musab al Qurashi y Ayman az Zawahirí, este último número dos de Al Qaeda). La muerte de Osaba Ben Laden en Pakistán es una anécdota que en nada significa justicia frente a las miles de víctimas inocentes del 11 de septiembre y otros atentados.

El Irak actual es un proyecto que emula el modelo libanés de democracia consociativa en el que autoridades representan a cada una de las comunidades, presidente a kurdos, cabeza del legislativo a sunitas y primer ministro a chiitas. Tras dos décadas de guerra fratricida y la búsqueda de influencia de vecinos como Arabia Saudí e Irán, en el corto plazo no es probable que se encuentren niveles mínimos de estabilidad. Mohammed Shia al Sudani ha sido designado como primer ministro desde comienzos de año, tras un largo vacío de poder en el que la comunidad chiita no se ponía de acuerdo para elegir un representante. Su periodo que comienza está lleno de expectativas, pero la escasez de recursos lo hacen poco prometedor.

En este Irak en plan reconstrucción no será fácil superar las huellas de la guerra. En diciembre de 2021, EE. UU. formalizó su retiro dejando un grupo pequeño de militares para asesorar en temas de defensa y evitar el retorno del temido Estado Islámico. La tragedia que parece irse superando en Irak se traslada al Sahel, África Subsahariana, donde Estados débiles como Burkina Faso, Níger, Nigeria, Mali y Tchad, entre otros, enfrentan a movimientos como Boko Haram, el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes o al Qaeda en el Magreb Islámico, conectados o inspirados en el terrorismo surgido en Medio Oriente y alentado por las guerras en Irak, Siria y el desmonte del Estado libio tras la invasión de la OTAN. La catástrofe que dejó EE. UU. no se limita a Irak, ni a Medio Oriente, su onda expansiva seguirá golpeando al Sahel,  zona de la que rara vez se habla, se escribe o se analiza, ignorando con ello las lecciones de una historia reciente y viva. 

@mauricio181212

Compartir post