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Las elecciones generales llevadas a cabo el 20 octubre de 2019 fueron un punto de inflexión en la historia reciente de la democracia boliviana. El país llegaba a las urnas en medio de una marcada polarización, pues tres años antes, en febrero de 2016, Evo Morales había sido derrotado en una consulta popular para reformar la constitución y permitirle una segunda reelección o tercer mandato. A pesar del triunfo del «no», con lo cual quedaba clausurada la posibilidad de que se presentase, el exmandatario recurrió al máximo tribunal constitucional reivindicando el derecho a la participación política que le fue reconocido con lo cual pudo llegar a los comicios. En medio de acusaciones de fraude, Morales se declaró ganador, pero los militares procedieron a un golpe militar como en las épocas más aciagas de la Guerra Fría, en las que las administraciones militares fueron común denominador en coyunturas críticas.

La misión de observación electoral de la Organización de Estado Americanos (OEA) que se encontraba en el terreno publicó un controvertido informe en el que dejaba entrever que se había cometido un fraude, denunciando inconsistencias en las actas con las que fuera elegido Morales en la primera vuelta por encima de Carlos Mesa. No es preciso recordar que varios centros de pensamiento independiente como el Laboratorio de Ciencias y Datos Electorales del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) y el Centro para la Investigación Económica y Política (CEPR) hallaron serias deficiencias en el estudio final de la OEA, pues han sido varios los reportes de prensa que los han reseñado. En medio de semejante retroceso, se acomodó el gobierno interino de Jeanine Áñez, cuyo mandato consistía en la convocatoria de nuevas elecciones, inicialmente pensadas antes de terminar ese 2019, pero que se aplazaron hasta el 18 de octubre de 2020, un año después de los caóticos comicios.

En su controvertido interinato, Áñez no solo contradijo su idea inicial de no ser candidata, pues terminó usando todo el establecimiento para debilitar la candidatura del Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales, sino que de forma directa se dedicó a intimidar y perseguir a seguidores de ese movimiento y disidentes. Su ministro de gobierno, Arturo Murillo, aplaudió las decisiones de la justicia que condenaban a Morales y no encontró reparos en afirmar que «irían por su cacería». Todo mientras este se encontraba exiliado en Argentina acusado de terrorismo con registros de audio desestimados por peritos que comprobaron que las principales pruebas contra el exmandatario eran inconsistentes.

Human Rights Watch encontró al menos 150 investigaciones penales contra miembros del MAS con cargos infundados, violaciones el debido proceso, a la libertad de expresión y un abuso de las detenciones preventivas. Aquello incluyó una campaña de intimidación contra jueces que reconocieron derechos procesales de detenidos como fue el caso conocido de Edith Chávez, empleada de Morales, acusada de encubrimiento y despojada de garantías mínimas. Algunos líderes con apoyo de organizaciones sociales presentaron ante la Corte Penal Internacional una denuncia contra la exmandataria por crímenes de lesa humanidad, pues a su juicio se habrían cometido masacres y la gobernante interina, junto a tres ministros, serían directos responsables por la muerte de al menos 34 personas. Mientras todo esto ocurría, la Secretaría General de la OEA fue incapaz de denunciar la situación y su apoyo a Áñez fue determinante para que gozara de espacios regionales sin asomo de condena. Áñez, quien acaba de ser detenida, enfrenta un proceso judicial por estos excesos y varios líderes conservadores de la zona han salido en su defensa. 

Luis Almagro, hace poco reelegido secretario general de la OEA en medio de una honda polémica, ha hecho público un comunicado sobre Bolivia en el que expresa su preocupación por los «abusos de los mecanismos judiciales» a los que califica como «instrumentos represivos del partido de gobierno», evidenciando, una vez más, la politización nociva del organismo a la hora de defender y promover la democracia. Al desnudo queda el doble rasero del organismo hemisférico dotado de mecanismos para condenar las alteraciones al orden constitucional y las violaciones graves al Estado de derecho (Resolución 1080, Protocolo de Washington y Carta Democrática Interamericana), pero cuyo margen parece secuestrado por la agenda política de Almagro y su legitimidad cada vez más debilitada al igual que los chances de que regionalmente se defienda la democracia al unísono y sin titubeos.

@mauricio181212

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