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No es la primera vez que surge la idea de crear una moneda regional en América Latina, aún así, no deja de causar sorpresa el anuncio. Tanto Luis Inacio da Silva como Alberto Fernández estarían de acuerdo en que ambos países (primera y tercera economía de la zona detrás de México, en tamaño) avancen hacia una unión monetaria que traería como ventaja reducir la independencia frente al dólar, ahorrar costos en transacciones financieras y comerciales, robustecer el intercambio y alcanzar las cuatro libertades que ambicionan los procesos de integración: capitales, bienes, servicios y personas. En Mercosur y aunque sea sorpresivo, Jair Bolsonaro lo había propuesto cuando transcurría el primer año de su gobierno. En visita a territorio argentino le había propuesto a su homólogo avanzar en una moneda común, en primera instancia binacionalmente para luego extenderlo al resto de países que conforman el Mercado Común del Sur (Mercosur), Paraguay y Uruguay. Aunque Bolivia y Venezuela hagan parte, no se mencionaron, el primero por la diferencia abismal de la economía y porque aún no ha encajado del todo en la adhesión y la segunda aún se encuentra suspendida del bloque desde que, en 2016, se le sancionara por la interrupción en el orden democrático (Protocolo de Ushuaia).

En 1991, en el seno de la hoy Comunidad Andina, los cinco miembros de ese momento, acordaron llegar a una unión monetaria y crear el peso andino, un viejo anhelo de la zona que desde los 90 ha tratado de calcar el proceso de integración europea. Sin embargo, la iniciativa jamás se concretó en un espacio en el que se avanzó en la libre circulación de personas, pero la integración económica se fue desacelerando a medidas que los desacuerdos políticos se agudizaron. En abril de 2006, Venezuela se retiró y posteriormente los cuatro andinos no pudieron ponerse de acuerdo para avanzar en un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Colombia y Perú entusiastas de abrir su economías al comercio con Europa; y Bolivia y Ecuador más reacios por considerarse vulnerables generaron un bloqueo que afectó seriamente al grupo.

La propuesta argentina-brasileña llega en un momento que dista de ser ideal, pero que es, de todos modos, pertinente. La integración ha sido puesta en remojo por buena parte de los gobiernos en una primera instancia por la llegada de conservadores desde 2015 y más recientemente por los problemas internos que han acaparado su atención. La llegada de administraciones progresistas ha favorecido el rescate del diálogo político multilateral. Para la muestra, el relanzamiento de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC, heredera del Grupo de Río) cuya cumbre en Argentina marca el retorno brasileño, luego del retiro ordenado por Bolsonaro. ¿Es viable la unión monetaria entre Argentina y Brasil y luego al resto de Mercosur o incluso al conjunto de naciones de la zona? Si bien es viable en el papel, depende en buena medida de la voluntad política para encarar el proceso que solo se puede concretar en el mediano y largo plazo, tal como sucedió en Europa que discutió ampliamente desde los 70 la unión monetaria y la puso en marcha desde 2002.

Primero, se debe contar con el apoyo de las autoridades monetarias, y en ambos países existe independencia de los bancos centrales. No será fácil contar con ese respaldo sobre todo en Argentina cuya economía se encuentra debilitada por el fenómeno inflacionario. A esto se suma la enorme dificultad para generar consensos dentro de ambos países en uno de los momentos de mayor polarización de su historia reciente. Lula acaba de enfrentar un intento de golpe y no tiene mayoría en el Congreso y en Argentina, Fernández va de salida y el respaldo a su gestión es magro. Segundo, y en caso de que construyan esos consensos mínimos, los Estados deberán ajustar unos niveles inflacionarios (un reto mayor para el Estado argentino), de déficit fiscal (un tema muy complejo en Europa tanto de los que hacen parte de la unión monetaria, Eurogrupo, como de aquellos que están en la UE pero no tienen el euro) y de devaluación. Ese ajuste previo a la circulación de una moneda regional no parece fácil de llevar a la práctica, lo que no quiere decir que sea imposible. Europa ha concretado lo que hace 50 años era concebido como imposible.  Y, en tercer lugar, se debe entender que la apuesta es de Estados más no de gobiernos. Tal como ocurrió en Europa debe existir un consenso para que el proceso se mantenga al margen de los cambios de ciclos ideológicos.

América Latina fue una zona rica en experiencias integradoras que se fueron anquilosando. Tal vez la urgencia por reactivar las economías tras dos años de pandemia, superar la polarización y revivir la integración complementen el panorama ideal para abordar este tipo de iniciativas que no se deben descartar de tajo. El precio que ha pagado la zona por renunciar al dialogo multilateral es muy alto, por eso llegó la hora de repensar la integración.

twitter: @mauricio181212

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