Amaneció, lo sé, pues aunque mi departamento tiene la misma luz que una cueva, la señora de al lado despertaba a sus hijos para el desayuno. Me alisto en el baño y tomo un trago de vino para empezar; mi reloj está sin batería, pero llega a mis oídos el noticiero matutino y el locutor anuncia las seis de la mañana, busco mis llaves y mi billetera; reviso que esté mi licencia y salgo; recuerdo que necesito aprender el número de mi piso, ya que llevo dos noches interrumpiendo más de una cena, esta fue mi tercera mudanza en dos meses y es difícil memorizar algo nuevo; mi mente está repartida en eventos pasados y en estupideces futuras.
Logro en ocasiones ignorar el lugar en que vivía y la persona que era, y trato de no culparme por salir con cierta expectativa, y con un espíritu emprendedor, para ser un renegado con destino; de hecho, algo en mí trata de convencerse, pero no estoy tan loco para creérmelo, veo mi taxi en el parqueadero de al lado y los músculos de mi cara se fruncen junto con mis manos; al apretar las llaves sé que necesito una actitud nueva ya que en días pasados algunos pasajeros apenas y me miraban, así que puse música alegre, pero, inconscientemente, mi entusiasmo se convierte en Love song, de The Cure, y pienso que es estúpido hacer carnavales en mi servicio.
Me llamo Creto Ribero, soy taxista desde hace seis meses.
– ¿Quién era antes?
– ¿Qué hacía?
Antes, antes era otra cosa, era piloto de avión, me encargaba de vuelos locales en una reconocida aerolínea, en un reconocido lugar; sin duda era una vida distinta a la que tengo ahora, tenía una esposa, dinero y mucha más dignidad; trato de no pensar en el pasado, pero es difícil caminar sin mirar atrás de vez en cuando.
Al cruzar la avenida veo a un artista callejero, un pintor que alista su trípode y unos cuantos cortes de pergamino; entonces…
Recuerdo a mi madre y el olor a óleo de sus manos, y que mi nombre se lo debía a su fascinación por el arte, y su capricho de pintar un atardecer en una isla griega.
Avanzo unas calles más e inicia mi día laboral, con el típico tráfico y una que otra ida en contravía; veo en una esquina a un joven no muy alto, vestido todo de azul, estira su brazo y me detengo, me dice que se dirige al microcentro, cerca del viejo Teatro Bohemio, y le digo que entre; suelo estudiar a mis pasajeros, en especial cuando son mujeres hermosas, pero en este caso lo observo porque su imagen es mustia; él lleva azucenas entre el saco, entonces recuerdo cuando murió mi madre y que en su funeral estaba tan aturdido que le compré cinco ramos de azucenas y no le entregué ninguno; siempre los perdía.
El trayecto no fue largo, pero estábamos a una calle y me pide que me detenga, me paga los cinco centavos que le pedí y se sale; entonces veo su ramo de azucenas en el asiento y por la ventana le grito para que se devuelva, cuando le entrego el ramo, me dice:
– “Gracias, señor, es que mi padre murió hace dos días y hoy es el funeral; si no me hubiera gritado sería el cuarto ramo de azucenas que le compro y no le entrego”.
Se despide y no le digo nada.
Ya son las seis de la tarde, el día es tranquilo y cuando el semáforo me permite observo el cielo, donde antes me paseaba con emoción, pero del que hice mi rutina y mi condena; cruzo algunos vecindarios, los más lujosos de la ciudad, y veo a hombres llegando a sus casas, siendo recibidos por sus hijos y una hermosa esposa que siempre los espera. Me pregunto:
– ¿Por qué fui incapaz de formar algo así?
Luego de un rato, ya saliendo del sector, puedo ver a un hombre en su auto, pero no era un tipo cualquiera: su Mercedes modelo de este año dejaba ver entre su espejo un grueso ceño que yo distinguía; él era el culpable de lo que perdí, de mi actual y miserable vida, es Eduardo Lucio, mi ex copiloto y ex amigo, quien me quitó el puesto y mi mujer; freno el taxi en seco y casi un motociclista pasa por encima mío; ni siquiera me alarmo, estoy anonadado, espero el momento adecuado y lo sigo, a pesar de los pitos e insultos de dos o tres autos y el motociclista gritándome que me detenga.
Él se detuvo a calle y media, y estacionó su auto frente a una hermosa casa, subió las escaleras para llegar a su puerta y sin necesidad de tocarla abrió una hermosa mujer de cabello rubio, ojos pequeños medio rasgados y una delicada boca, con la que sería muy fácil diseñarse un ‘te amo’ de la nada, y en cualquier hora del día. Ella es… Frances, mi ex esposa.
Tardo varios momentos en retener toda la información, estoy excitado pero tengo rabia y desconcierto, me cuestiono acerca de si aún la amo y de repente me da la loca idea de buscarla, pero observo su imagen en la ventana, mientras busca algo en el sillón; me acuerdo del divorcio y todo lo que nos dijimos; me acuerdo de sus infidelidades y de las mías. La veo abrazando a quien es su nuevo esposo, Eduardo, bailando una canción que tal vez yo también bailé con ella; lo veo a él tocándole el trasero, el mismo que yo manoseaba a medias, ya que en un día normal las auxiliares de vuelo me hacían excelentes felaciones en la recámara de enfermería…
En aquel momento se llenó mi mente de todas esas cosas que ellos disfrutaban y que yo perdí por su culpa, por la culpa de los dos, él estaba viviendo mi vida y lo odiaba y tal vez recordaba cómo odiarla a ella.
Es de madrugada y no puedo dormir, vaya noticia, pero ya no estoy tan ebrio y la prostituta que recogí en la calle apenas logra bajarme la sangre de la cabeza; no sé qué hacer, ella me habla pero su acento es extranjero y no le entiendo, me exigió que terminara, que su tiempo valía y que quería el dinero de inmediato, así que decidí dárselo y se largó, ahora me hizo caer en cuenta de que mi tiempo también vale y que he perdido mucho más gracias a ellos dos.
Perdí mi vida y necesito que me la devuelvan.
Me concentro en Eduardo, pues al final fue mi traidor, sedujo a mi esposa y en el trabajo habló de mis aventuras con algunas mujeres para que me despidieran; él tendrá que responderme, él será el maldito depósito de mi odio.
Planeo su muerte, pues tengo todo a favor, tengo el tiempo, sé dónde vive y, lo más importante, lo conozco; asesinarlo es lo que quiero; de repente una daga heredada por mi abuelo, un exmilitar del holocausto, brilla como luciérnaga en santuario, y esbozo una sonrisa que da luz a mis descuidados dientes; en un instante está decidido, y lo haré en la mañana.
Ya salí de mi departamento y ya llevo dos horas en la avenida, cerca de su casa; hasta el momento no han pasado más que 23 autos y un mensajero en bicicleta, recuerdo que llevo un día sin comer, pero mi verdadera prioridad es matar a Eduardo Lucio; debo tener cuidado, pues no debe saber quién soy, así que me he traído ropa oscura y una máscara.
La coartada es perfecta, pues sé que cada mañana sale con su perro a correr, y estoy seguro de que este sector –lleno de vegetación, solitario y tranquilo– es el lugar de ejercicios del que él no hará excepciones; me avergüenzo al darme cuenta de que estoy nervioso… y al encender la radio Love song sonaba de nuevo y justo cuando el guitarrista eleva su melancólico solo, aparece él, con su labrador de un metro; dan la vuelta en un pequeño parque, y entonces salgo con la daga afianzada a mi pecho, dejando mi máscara, porque en un segundo decidí que quería me viera a los ojos mientras se ahoga en su sangre; no corre muy rápido y sus audífonos me hacen casi invisible; estoy a diez metros, avanzo y estoy solo a uno, pero justo cuando abalanzo mi daga a su espalda, me doy cuenta de que susurro la canción de la radio y
Se presenta en mi mente el muchacho de traje azul y sus azucenas, y en un segundo me vi en él, en su dolor,
Y en su despiste pensé que Frances no merecía esto. No quería que ella sufriera y comprara más de un ramos de azucenas, pues al final ella los perdió conmigo.
J. Alexander Torres
**Gracias a un lector.
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