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Por: Juan Sebastián Ruiz García 

¿Qué tienen en común un pastor evangélico gringo del siglo XX y un aristócrata liberal francés del siglo XIX? En ambos, aunque muy distintos, noto cierta hermandad.

Francis August Schaeffer nació y creció en los Estados Unidos, pero vivió gran parte de su vida en Huémoz, un pueblito suizo tranquilo y silencioso cerca de los Alpes, desde donde enseñaba. Fue predicador y escritor evangélico del siglo pasado. Con su estilo particular, un poco excéntrico para algunos, argumentaba que el conocimiento y el poder de Dios no estaban limitados tan solo a la esfera eclesiástica o religiosa, sino que abarcaban todo lo que existía: la historia, el arte, la política, la filosofía, la música, las ciencias, etc. En Francis Schaeffer siento la melancolía y la fuerza de un pastor y misionero que denuncia sin pretensiones a los grandes ídolos de nuestro tiempo. En uno de sus libros llamado ¿Cómo debemos vivir entonces?, explica cómo dos valores se han vuelto el fundamento, la piedra angular de nuestra sociedad, de nuestras ideas, nuestros anhelos y sentimientos: La paz personal y la afluencia. La paz personal como un compromiso irrestricto con nuestros intereses, como una coraza que nos mantiene imperturbables y alejados de los problemas ajenos, como ese deseo de ser dejado tranquilo. La afluencia como el ardiente deseo por la prosperidad material sin importar nada más. Ninguno de estos valores es malo en sí mismo, es mala su idolatría, y esto era a lo que él se oponía.

Pero esta oposición también está presente en los escritos de otro pensador y escritor europeo. Viajemos cien años antes y de Huémoz, Suiza, a París, Francia, donde encontraremos a un joven diputado llamado Alexis De Tocqueville, quien nació y creció en una familia aristocrática a principios del siglo XIX en una Francia caótica e inestable políticamente, recién salida de la Revolución Francesa. Tocqueville nació en una época de transición entre una sociedad aristocrática y jerarquizada a una democrática y burguesa. Esta transición no sólo fue política, fue también una transformación en las costumbres, las ideas, los sentimientos y los anhelos de toda una sociedad. Tocqueville presenció y retrató de manera admirable esta transformación en sus libros y sus cartas. Aunque reconocía que el estado de la sociedad estaba cambiando, que no tenía mucho sentido oponerse al establecimiento de la democracia y atrincherarse tercamente a un estado social aristocrático -al fin y al cabo, era un aristócrata liberal- sus críticas a esta nueva sociedad democrática y moderna no fueron pocas. Decepcionado con su sociedad, analizaba y criticaba, desde sus ideales aristocráticos, la “pequeñez” del nuevo hombre democrático, ensimismado religiosamente en sus empresas y sus ganancias, concentrado en una infinidad de pequeños asuntos personales y comprometido con mantener una inquebrantable paz en su círculo privado. Escribía sobre cómo todo este nuevo estilo de sociedad producía un gradual ablandamiento de las costumbres, una degradación de la mente y una mediocridad de los gustos, una ausencia de grandes pasiones que dirigieran la vida.

¿Qué tienen en común, entonces, un pastor evangélico gringo del siglo XX y un aristócrata liberal francés del siglo XIX? Desde tiempos y contextos diferentes manifestaban su oposición a estos dos ídolos arraigados en los corazones de la gente, sabían que la paz personal y la afluencia eran necesarias, pero no suficientes; buenas herramientas para la vida, pero no fines en sí mismos. ambos sabían que había algo más, algo mucho más importante que trascendía estos dos valores, que la vida del hombre no se limitaba solo a ellos.

Francis Schaeffer lo hacía desde una cosmovisión cristiana; enseñaba que la sociedad occidental había renunciado a las ideas y presuposiciones bíblicas y las había reemplazado por ideas y presuposiciones que daban por hecho que Dios no existía. Cómo consecuencia de esta renuncia a creer en Dios, las personas buscaban reemplazos insuficientes, como la paz personal y la afluencia. Tocqueville, en cambio, manifestaba su oposición desde una visión aristocrática del mundo que veía con sospecha toda actividad puramente mercantil. Su cosmovisión aristocrática le daba una gran importancia a las grandes hazañas y a los sentimientos épicos como el valor y el coraje y a una vida de acción; todos estos valores perdieron cierta intensidad durante la transición de una sociedad aristocrática a una sociedad industrializada y democrática. Ambos, Schaeffer y Tocqueville, aunque tan distintos, se sentían ajenos, extraños y peregrinos en la sociedad en la que les había tocado vivir, pero ambos compartían también ese deseo por algo más grande y noble, algo mayor: Tocqueville Anhelaba grandes acontecimientos, grandes hechos que cambiaran todo, grandes sacrificios y emociones, que impulsaran al hombre y lo convirtieran en un héroe. Francis Schaeffer, en cambio, anhelaba grandes cosas para Dios, grandes emociones para Dios, grandes hazañas para Dios, grandes sueños para Él. Confiaba en que un Dios grande podía hacer cosas grandes y que podía usar a sus hijos para lograrlo. 

Estas críticas siguen vigentes hoy. Estos ídolos siguen presentes en los altares cotidianos de cada uno de nosotros. Nuestra infinidad de ocupaciones y grises responsabilidades puede nublarnos la vista y hacer que nos olvidemos de esta realidad; si Francis Schaeffer y Alexis Tocqueville aparecieran de nuevo hoy, se darían cuenta que poco ha cambiado. Miro con algo de miedo la facilidad y el placer con que mi alma abraza estos dos valores, como si fuera lo único que esperara o deseara, como si no importara nada más aparte de ellos. En mí no está rechazarlos o despreciarlos sino adoptarlos. Pero, al mismo tiempo, de manera contradictoria, aparece también en mí la convicción de su oscuridad, su rechazo, el deseo de desear más. El deseo de algo más grande, de algo más noble, testifica sobre la pequeñez, la frialdad, la oscuridad de estos dos valores. Reconocer el peligro de idolatrarlos, buscar un buen equilibrio que nos permita disfrutarlos sin poner en ellos todo nuestro corazón y nuestros anhelos se vuelve algo fundamental para llevar una vida que glorifique a Dios, que sea digna de ser vivida. Un misionero inglés llamado William Carey decía algo que resuena mucho con todo esto: “Espera grandes cosas de Dios; intenta grandes cosas para Dios”. Que Dios nos ayude, y que ese sea el principal deseo de nuestro corazón.

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