Hoy caminé por las calles de la Macarena y conmigo iba un fantasma. Se asomaba en cada esquina y volvía a esconderse. Estaba en los ojos de la niña monita y su hermano rastafari en el restaurante donde compré las papas fritas, y se aparecía en el silencio cada vez que alguien me saludaba y no la preguntaba.
Siempre pensé que los fantasmas asustaban, pero no es así. Hay fantasmas que duelen y se alimentan de lágrimas que caen sin querer cuando haces la sopa, al ordenar la casa o cuando ponen una canción en la buseta. Pero no debía ser así. Se suponía que los fantasmas no existían, no asustaban y no te acompañaban a todas partes.
Hay gente que pasa por tu vida y se va y no pasa nada, pero hay personas que llenan tu corazón de alegría y amor, que te arreglan la vida, te recuerdan como se sonríe y luego se van y no les puedes decir nada. Esas son las personas que llenan la Macarena de fantasmitas que vuelan a lomo de copetón hasta Marranolandia y que le roban a cada persona que conocen una sonrisa.
Lo triste de conocer a la persona más bella del mundo es cuando se va y te deja su fantasma. Yo viviré con ese fantasma hasta que el tiempo y el frío lo espanten y empiece a desdibujarse en las calles de la Macarena, aunque todos queramos volver a verlo.
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