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Con la publicación de este texto no me llevaré la animadversión de los lectores, pero sí la de algunos de mis colegas, la necesidad de escribir se da porque veo con lástima la forma en la que la pedagogía y el ejercicio docente se deshumaniza.

La escuela significa para muchos estudiantes el espacio de mayor seguridad, tranquilidad y sociabilidad, pero la realidad no es color de rosa. El reto más complejo en la enseñanza de estos días es la de convencer a los jóvenes sobre la importancia de la educación y más cuando el mundo en el que estamos viviendo tiene tanto ruido informático que puede desencadenar en algunas ocasiones en la creencia de que lo superfluo es lo importante, pues hay una gran mayoría de jóvenes que lo que menos les interesa es el aprendizaje. A estos jóvenes que creen tener la realidad en el computador y las redes sociales les urge humanizarse y relacionarse mejor. Durante la educación primaria y secundaria cada nivel tiene sus características: la edad, el entorno sociocultural, el acompañamiento en casa, entre otras particularidades. En consecuencia, exigirle respeto y valores a los estudiantes no se logra a partir de la fuerza o la imposición y si bien hay situaciones en los que la disposición, la disciplina, la exigencia y el seguimiento de instrucciones debe ser de una manera más férrea que en otras, la “formalidad perpetua” puede crear una artificialidad monstruosa en la relación pedagógica.

Hace varios años trabajo como profesor y dentro de lo que he aprendido –porque los docentes también aprendemos durante nuestro ejercicio, y mucho– es que el respeto que se les exige a los estudiantes se gana, no se impone. Poco sirven las medidas coercitivas y punitivas. No juzgo con moralina porque sé que también he sido un artífice y un manipulador del poder catedrático, sobre todo en mis primeros años de docencia; sirva la ocasión para ofrecerle disculpas a los educandos que tuvieron la mala suerte de aguantarme. ¿Para qué sirve imponer el respeto? Sirve para distanciar. Para aislar y aislarlos. Para mantener un aura de falsa camaradería, para emular la hipocresía del ambiente laboral y eso es funesto para un estudiante que tiene la obligación de aprender y añora estar en un escenario amigable y fraterno.

Exigirle a los estudiantes que propendan por el respeto, las normas y apliquen los valores desde un escritorio o sencillamente se haga el seguimiento de la acumulación de los errores que cometan hace que el distanciamiento se aumente. Cuánta libertad se cercena cuando se trata a los estudiantes como subalternos que se deben levantar del puesto cada vez que ven a un docente para luego responder al unísono; que deben siempre dirigirse con rótulos como: maestro, licenciado, profesor y hasta doctor; obligados a hacer silencio al paso del profesor, o peor aún cuando se les recrimina por una razón específica y esto se hace sin un tratamiento directo porque se desconoce el nombre del educando. No con eso estoy generalizando, también he visto coordinadores, rectores y vicerrectores que jamás han abandonado la cátedra y logran tal empatía con sus estudiantes que enseñan más que lo que una ciencia, disciplina o arte exige. Para ellos mi admiración.

El respeto no es solamente una configuración de comportamientos en ciertas situaciones sociales, tiene que ser una vivencia bipartita y no solo el uso de un lenguaje “culto y refinado”. Soñar con que los colegios funcionen como guarniciones militares es un error, para el caso recomiendo que se vea el famoso video de la canción Another brick on the wall de Pink Floyd. Sin embargo, hago un paso obligado, toda crisis enseña y toda situación deja una reflexión, también habría que agradecerles a esos maestros porque enseñan lo que uno jamás debería ser.

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