Por: Sergio Alzate.
Sufro de ansiedad. No recuerdo el momento exacto en que empecé a sentir su peso. Pero su presencia es una veta familiar que se desborda de tanto en tanto. Una veta, una herida, un río, una vena abierta, un lago un día de viento desbocado, una cascada de barro que forma y deforma. Es algo vivo que se revuelve: una bestia imantada a la que he tenido que aprender a domesticar.
Sin embargo, la ansiedad es tan común.
Tan humana.
Tan real.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 2015, cerca de 615 millones de personas en el mundo sufren de depresión o ansiedad. Globalmente, estas dos enfermedades de la mente les cuestan a los gobiernos un billón de dólares. La mayoría de quienes las sufren son mujeres. El año pasado, se estima, 800.000 personas se suicidaron a causa de estos dos trastornos.
Pero estas son cifras y las cifras por sí solas no hablan. El silencio de las cifras es cómplice.
Imagine por un instante que un día, soleado o nublado, da igual, usted camina por la calle. Imagine que frente a usted viene una pareja. Imagine que al pasar a su lado ellos se ríen: dos risas discretas y por lo bajo en el preciso instante en que lo dejan atrás. Imagine que en vez de pensar que se rieron por un chiste entre ellos, piensa que se están riendo de usted: de su forma de caminar, de su manera de vestir, de su mirada, de sus gestos, de cómo habla consigo mismo de tanto en tanto para poner en orden sus ideas. Imagine que algo como una inundación de barro se arremolina en su pecho y que de un momento a otro ese barro se hace agua y que ese agua lo inunda y lo estremece y lo vuelve pesado y liviano a la vez.
Después de eso, al día se le muelen los huesos y su rutina, la suya, se le transforma. Cada posible escenario en su cabeza se dibujará como el peor posible. Imagine, siga imaginando. Como una lluvia negra, las dudas dejarán un pegote en cada acción que intente realizar. No deje de imaginar. Su respiración se expande y se contrae sin ningún ritmo, al igual que un acordeón en manos de un borracho. Las manos le tiemblan, el cuerpo le pica, la vista se le nubla y sus ojos son dos nauseas, dos arcadas. Imagine un poco más, solo un poco. La lengua es un animal de hierro y la saliva es de brea. Su voz ya no es su voz: es un lamento ajeno hecho de vidrios astillados. La panza le pesa. Todo le pesa. Hasta imaginar pesa, duele, pero no puede dejar de hacerlo, porque todo es una posibilidad, un escenario, un camino que se bifurca de nuevo. De nuevo. De nuevo.
De nuevo.
Más estudios.
Según una encuesta de salud mental realizada mancomunadamente en el 2015 entre la Universidad Javeriana, Colciencias y el Ministerio de Salud de Colombia, 10 de cada 100 adultos entre 18 y 44 años en el país sufre algún tipo de enfermedad relacionada con la mente. En los adolescentes se agrava este número: 12 de cada centena. Mientras tanto, los menores de 35 años en el mundo son quienes más posibilidades tienen de sufrir alguna forma de ansiedad, de acuerdo a un estudio de la Universidad de Cambridge publicado el año pasado en la revista ‘Brain and Behavior’.
Pero los estudios no sirven para explicar por qué de mi ansiedad, de la de nadie. Podría ser un caso de predisposición genética, de crianza, de alguna experiencia traumática. Podría ser todo eso o nada. Cualquier otra cosa. La que sea.
Los medicamentos, por su parte, no han sido para mí una opción. He rechazado las sugerencias de sicólogos para tomar fluoxetina o alprazolam. Prefiero respirar, leer o escribir. Sufrir de forma discreta el mordisco ansioso en el cuello a entregarme a alguna pastilla mágica con la esperanza de que resuelva mis problemas.
Escribir ha sido para mí una forma de terapia, y escribo esto para entender mejor ese lodo que en el pecho a veces se me vuelve agua. Tal vez para saber que no estoy solo. Que quizá todos estamos hechos de barro.
wow, mi estimado color lenteja, como hizo usted para meterse en el desorden de mi cabeza, revolverlo todo y luego ponerlo en su lugar??, este estado al que le decimos ansiedad se nos esta convirtiendo en una epidemia, el permanecer en alerta maxima siempre y no poder desconectarnos. mi primer incidente fue una tarde en que llegué a mi casa, no habia nadie en el interior, mi mamá habia salido a pasear a mi perro y todas las luces estaban apagadas, yo me quedé ahi parada en la calle con las llaves en la mano incapaz de abrir porque vi en mi cabeza que adentro habian hombres de negro parados en la sala. me obligué a sacudirme la idea de la cabeza y entré con rapidez, no si antes encender todas las luces que encontré. es la calle abarrotada de gente? es la incertidumbre del futuro? las noticias malas que llueven por todas partes? o es una alergia no identificada como dijeron hace poco en un estudio?. mientras las respuestas llegan, nos damos moral entre nosotros para mantener la cabeza fuera del agua.
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