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Era un domingo de esos en los que no hay que llamar a la nostalgia, está ahí desde temprano y te persigue perturbablemente silenciosa.

En el frenético mundo digital, a la gente la matan por adelantado y los sentimientos entonces son una veleta desorientadora de la vida.

Los rumores han existido desde siempre, solo que ahora se difuminan eficazmente, la vida también es frenética, entonces llorar y reír pueden suceder a la misma hora.

Oscar nos inspiró y también nos defraudó en algunas ocasiones, porque lo humano es irremediablemente defectuoso, opinar necesariamente  polémico y los mortales sufrimos  indefectiblemente de envidia, entonces no soportamos a un pobre acomodado o a que haya a quienes llamen intelectuales, porque excluye al resto que quiere serlo.

La obra más valiente de Oscar fue hacer del mundo su padecimiento, desde entonces mi admiración por él, impregnada de un pesar inevitable, se tornó trascendental y aunque su obra sea inmortal como catalogan al «legado» de los creativos fallecidos, ser trascendental es lo único por lo que debemos venir al mundo.

Completa su obra, había que irse al misterioso fin de la vida, al después de la muerte, a los afanes por eternizar la existencia extinguida.

Lo bueno de matar a alguien antes de que se muera es que se expresan esas cosas muy probablemente destinadas al vacío de un cuerpo despojado de alma en un féretro también inerte. Y que el presunto muerto se entera, saciando ese deseo bizarro de saber qué dirá o sentirá la gente el día que uno se va para siempre.

Yo no le pude sostener la promesa de escribir solo de Cartagena.  Quizá por eso dejé de escribir.  El ego es naturalmente traicionero de la conciencia, e imagino que por momentos, para las mentes estrechas, Cartagena se vuelve muy pequeña e insuficiente al horizonte intelectual.

Collazos, Hernández Ayazo, Orlando Oliveros y Villalba Bustillo, han sido el plato fuerte de la opinión sobre Cartagena, sin la sal,  sin picante y sin la liga, este plato queda desabrido y fallo, pero también abre la opción de descubrir otras sazones que esperamos sean tan sensatas como las acostumbradas.

Una leve brisa, se lleva las nubes grises y obliga a arropar la nostalgia. Seremos olvido, sentenció Abad y partiremos sin Rencor un día de estos.

A los idos, les agradezco la inyección de fe.  Paz en sus mentes y en sus corazones. Acá quedamos con el deber de continuar la sazón y esa extraña sensación de no estar preparados nunca para lo inevitable, aunque se trine antes de tiempo y se puedan escuchar o leer los desahogos, es ese misterio inexplicable, ese destino inexorable, ese rasguño en el alma.

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