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Una silla vacía en la cumbre del poder mundial y un estrado rebosante de ego en el otro extremo. La política contemporánea parece una parodia grotesca de sí misma, y no porque se trate de ideologías en pugna, sino porque lo que vemos son caricaturas de liderazgos descompuestos. Trump y sus herederos, por un lado, con la arrogancia del que cree gobernar desde un destino manifiesto; por otro, las versiones de libertadores impostores que no esconden el hedor de sus ambiciones personales. Dos extremos que, lejos de ser antagónicos, se sostienen mutuamente en un ciclo tóxico de odio y polarización.

La pregunta no es solo a dónde vamos como sociedad, sino qué estamos dejando atrás. ¿Qué ocurrió con las voces sensatas que solían encontrar matices? ¿Cómo llegamos a celebrar discursos que desprecian al otro y glorifican el conflicto? El mundo parece atrapado en una dinámica en la que el odio es rentable, en la que los extremos aseguran lealtades fanáticas mientras desangran el diálogo y la empatía.
Me he olvidado de la ideología. No porque carezca de valor, sino porque es una cortina de humo romántica, utilitarista. Detrás de sus banderas, el motor es siempre el mismo: dinero y poder. Lo vemos en cada rincón de las luchas globales, desde las trincheras revolucionarias hasta las oficinas de los grandes magnates.
En Jamás el fuego nunca, Diamela Eltit desmonta con crudeza este espejismo. Dentro de una célula revolucionaria, sus personajes descubren que la lucha, en apariencia idealista, no es más que un juego de poder en el que la vida humana se convierte en una moneda de cambio. Es una metáfora brutal de nuestra realidad: no importa si es en nombre del colectivismo o del individualismo, ambos extremos terminan sacrificando la vida común en el altar de sus ambiciones.

Este desdén por lo colectivo y lo humano encuentra eco en nuestra obsesión contemporánea con el crecimiento personal. Este culto ha reducido el sentido de la vida al éxito individual, desconectándonos de los otros. La vida no se debería contemplar desde los intereses personales, pues se vuelve vacía Aprendemos y crecemos en la relación con los demás, en la construcción de un tejido social que hoy parece roto.

Se aplaude el discurso del odio porque nos ofrece un enemigo claro, un culpable externo que explica nuestras frustraciones. Se celebra la división porque nos libera de la complejidad de comprender al otro. Nos olvidamos de la compasión y de la ternura como fuerzas subversivas que, como recordaba Galeano, construyen.

Entonces, ¿qué nos queda? Resistirnos a elegir bandos. Negarnos a ser cómplices de las luchas de poder disfrazadas de causas nobles. Rechazar la lógica de los déspotas trasnochados, sean de corbata o de boina. Aprender a desconfiar de las certezas absolutas y a habitar los grises. Porque en este mundo de extremos, la verdadera subversión está en defender lo humano, lo imperfecto, lo plural. Y por supuesto, en no ser indiferentes.

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