Una silla vacía en la cumbre del poder mundial y un estrado rebosante de ego en el otro extremo. La política contemporánea parece una parodia grotesca de sí misma, y no porque se trate de ideologías en pugna, sino porque lo que vemos son caricaturas de liderazgos descompuestos. Trump y sus herederos, por un lado, con la arrogancia del que cree gobernar desde un destino manifiesto; por otro, las versiones de libertadores impostores que no esconden el hedor de sus ambiciones personales. Dos extremos que, lejos de ser antagónicos, se sostienen mutuamente en un ciclo tóxico de odio y polarización.
Este desdén por lo colectivo y lo humano encuentra eco en nuestra obsesión contemporánea con el crecimiento personal. Este culto ha reducido el sentido de la vida al éxito individual, desconectándonos de los otros. La vida no se debería contemplar desde los intereses personales, pues se vuelve vacía Aprendemos y crecemos en la relación con los demás, en la construcción de un tejido social que hoy parece roto.
Se aplaude el discurso del odio porque nos ofrece un enemigo claro, un culpable externo que explica nuestras frustraciones. Se celebra la división porque nos libera de la complejidad de comprender al otro. Nos olvidamos de la compasión y de la ternura como fuerzas subversivas que, como recordaba Galeano, construyen.
Entonces, ¿qué nos queda? Resistirnos a elegir bandos. Negarnos a ser cómplices de las luchas de poder disfrazadas de causas nobles. Rechazar la lógica de los déspotas trasnochados, sean de corbata o de boina. Aprender a desconfiar de las certezas absolutas y a habitar los grises. Porque en este mundo de extremos, la verdadera subversión está en defender lo humano, lo imperfecto, lo plural. Y por supuesto, en no ser indiferentes.
Comentarios