Tuve un viaje de Oslo a Soacha. Gracias al arte y a la realidad nacional, a la conexión con las emociones, a la desconexión con la rutina, pude irme lejos, volver, estremecerme, llorar e indignarme.
Hoy te invito a no meter el arte en bolsas de basura, sino hacer como Noruega, que lo convirtió en un edificio con 28.000 piezas de un artista, hijo suyo, que como es normal en este mundo, no conoció la gloria, pero siguió el instinto, o el camino dirigido por esas voces que le hablaban con forma de troles o de fantasmas que hoy lo hacen eterno, como debería ser indeleble la memoria en este país Colombia, que ha atravesado el horror y desea sanar, pero no puede, y cuyos fantasmas seguramente guían a sus dolientes al arte.
Este fin de semana, las salas de cine del país proyectan un documental sobre Edvard Munch, el pintor noruego cuya obra “El grito” se convirtió en un emblema universal de la angustia humana. Pero Munch es mucho más que esta obra, diseccionó almas, desnudó emociones y, en sus trazos, capturó la esencia de lo que significa estar vivo, con todas sus contradicciones. Su obra no se queda en la superficie, es un viaje a lo profundo del amor, de la muerte, los celos, la melancolía y a ese grito que todos, en algún momento, hemos contenido.
Munch plasmó colores que desgarran y formas que parecen deshacerse. Es imposible no verse reflejado en ese rostro, en ese grito que no tiene boca pero se escucha tan claro. Gritos que también han sido emitidos por las madres de Soacha y que una vez más han querido silenciar.
Las Madres de Soacha han convertido el dolor más profundo en un acto de resistencia y memoria. Ante el peso de una tragedia que no prescribe, tomaron las botas pantaneras —símbolo de los crímenes cometidos contra sus hijos— y las transformaron en un acto contundente de memoria. Botas que simbolizan el horror de los falsos positivos, ahora eran lienzos de denuncia. Eran también un grito que buscaba atravesar cualquier intento de silencio. Cada bota pintada, es una afirmación de que la verdad no se negocia, de que la memoria no se borra. Estas mujeres muestran al mundo que el arte puede ser un grito poderoso en busca de justicia.
Estas botas son nada más y nada menos que un recordatorio de las 6.402 vidas arrebatadas en un acto irracional de vanidad y falsedades. En ellas se encuentra el eco de un país que necesita sanar y desde donde se podría reconstruir aquello que parece irremediablemente roto.
En este choque entre arte y barbarie, entre memoria y olvido, el grito, como diría Munch, también atraviesa las conciencias. El silencio puede ser más estruendoso que cualquier discurso. O los fantasmas quizá decidan murmurar en esos oídos sordos a verdades ineluctables.
El arte, como Munch lo sabía, no es solo belleza. Es catarsis. Es una manera de enfrentar el dolor, de nombrarlo y, sanarlo. Vamos al cine, para no perder el sentido común, la sensibilidad, y que algún día no se nos ocurra meter el arte en una bolsa de basura.
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