Los roles tradicionales de género suelen materializarse en deberes impuestos a las mujeres que se traducen en sentimientos de culpa, porque dichas tareas no pueden cumplirse o, simplemente, no se disfrutan. El ser mujeres no nos hace mágicamente buenas esposas, hijas ni vecinas; fallar en alguna de estas responsabilidades heredadas por la tradición judeocristiana es señalado por los entornos cercanos y por la sociedad en general.
Más allá de las reflexiones y de la subjetividad del sentimiento de culpa, esta palabra conoce la literalidad cuando de criminalidad se trata y es allí donde la influencia directa de los roles tradicionales de género se hace más evidente.
Un compilado de escritos sobre mujeres privadas de la libertad en Uruguay indaga sobre distintos fenómenos carcelarios y tipos de reclusas. El libro empieza describiendo las condiciones de las presas políticas durante la dictadura y termina analizando la situación de vida de mujeres presas por microtráfico.
Las mujeres condenadas por microtráfico son mayoría en las prisiones femeninas y mixtas en Uruguay. Serrana Mesa, analizó las causas por las que las mujeres buscan en el expendio de droga una salida a los problemas económicos encontrando que la mayoría de estas venían de lugares violentos en los que la distribución de los trabajos basados en los roles tradicionales de género era muy marcada. Adicional a esto, habla de los “círculos particulares de vida” haciendo alusión a los espacios de la vida social que pueden cooptar las personas siendo estos muy limitados en situaciones donde alguien depende económicamente de su maltratador.
Sin tener a donde ir, sin educación o algún tipo de independencia económica, las mujeres buscan ayuda en el Estado encontrando programas sociales que, reportan ellas, se convierten en trampas administrativas en donde se culpabiliza su situación, bien sea de madre trabajadora que busca un jardín público o de mujer “vaga” que pide bonos de canasta para alimentar a su familia.
Es así como entre el mito de la mala madre y la intención de romper el ciclo de la violencia, las mujeres se sumergen en un delito que termina siendo una muestra más de la violencia, ahora simbólica, a la que se encuentran sometidas. Vale la pena mencionar que en el microtráfico las mujeres suelen estar expuestas a violencia sexual y psicológica, y cuando son privadas de la libertad sufren violencia moral y física por parte de los agentes del Estado.
Una investigación de DeJusticia (2016) muestra que la realidad en Colombia es muy similar a la uruguaya, pues el 84% de las mujeres privadas de la libertad en nuestro país están condenadas por delitos de drogas.
El modelo punitivo de lucha contra las drogas condena a las mujeres como pieza minoritaria del eslabón, mientras los grandes capos —generalmente hombres— siguen visitando los barrios más vulnerables en busca de mujeres que son fácilmente reemplazables en la calle, pero que en la cárcel cumplen condenas que no dimensionan el contexto o motivación para el delito, impactando la posibilidad de generación de ingresos en sus familias: el 92% de reclusas por delitos de drogas son madres cabeza de familia.
La culpa de las mujeres que viene casi impuesta con los roles de género se torna medible cuando se habla de lucha contra las drogas y derechos humanos en la cárcel. Una deuda de los estudios de género es abrir este debate y empezar a generar mesas de concertación de penas y tratamiento de las mujeres privadas de la libertad, que no sean necesarias las vías de hecho como cuando esta discusión se dio por primera vez, que las presas eran militantes de los Tupamaros.
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