Colombia, igual que muchos otros países latinos, tiene importantes influencias judeocristianas que han moldeado la forma cómo sus ciudadanos asumen su existencia y su relacionamiento con los demás. A quienes hemos sido educados en colegios religiosos o familias conservadoras, nos hablaron del mal desde el pecado y el castigo divino, y más bien poco del impacto de nuestras acciones en la vida de los demás o en nosotros mismos. En la otra orilla se nos habló del bien y el sacrificio como el camino a la redención.
Si bien los límites, las rutinas y hablar sobre las consecuencias de nuestros actos es importante en la formación de las personas, es problemático hacerlo desde el premio y el castigo de quienes deben cuidarnos.
El sábado pasado, en un espacio de creación, la psicóloga Diana Britto habló sobre justicia transicional y se apoyó en un recurso que todos conocemos: el manual de convivencia de los colegios. Estos textos que buscan explicarnos cómo debemos actuar en la escuela, más allá de enseñarnos a convivir, nos dieron los lineamientos de lo que teníamos que hacer -o no- para evitar una sanción.
Bajo esta lógica, si un infante es castigado (en cualquiera de sus formas) es porque se equivocó y está encontrando las consecuencias lógicas de sus actos. Crecimos creyendo que si un compañero se tuvo que pasar el día entero en biblioteca o, en un caso más infame, recibió golpes en su casa “fue porque algo hizo”.
La semana pasada asesinaron a cinco niños en Cali, los videos de su sepelio fueron difundidos en distintas redes sociales y algunos comentarios causaron revuelo por su crudeza y falta de empatía: “verdaderamente esa gente merece su suerte y la vida que llevan”, leí en un comentario de Facebook. Por otro lado, uno de los panelistas de los programas radiales de la mañana se preguntó por qué los niños estaban solos en la calle.
Como este, hay muchos ejemplos de las veces en que se ha culpado a las víctimas por las cosas malas que les pasaron: culparon a los 9 jóvenes masacrados en Nariño por estar en la calle durante la cuarentena. A la familia de Dilan Cruz, cuando fue asesinado a manos de un agente del Esmad, le dijeron que un muchacho de bien no tendría por qué estar protestando. Un presidente dijo de los falsos positivos que “no estarían recogiendo café”. Y, aunque la antropología ha logrado aproximaciones muy importantes para entender la lógica detrás de esto, creo que deberíamos hilar más delgado y hacer un análisis más detallado sobre la forma como estamos educando a los y las niñas.
Con frecuencia, después de un hecho violento, aparece un actor desatinado que incurre en la re-victimización. Además de la merecida crítica, muy poca ha sido la reflexión sobre lo que puede llevar a alguien a tal carencia de empatía. Debemos empezar a revisar el rol de las escuelas y los modelos tradicionales de crianza, porque no le podemos pedir un alto grado de abstracción a una sociedad que habita alrededor del premio y el castigo.
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