No. No es exagerado. De las palabras de Donald Trump: “les agarro la vagina si quiero. Puedo hacer lo que quiera”, a la historia de Lucía Pérez, abusada sexualmente y empalada en Argentina, hay muy poco.
Sí. En las palabras del candidato a la presidencia de Estados Unidos y en los hechos de los tres hombres que cobardemente abusaron de la joven de 16 años, subyace la misma idea: que nuestros cuerpos les pertenecen, que los pueden tocar, agredir, violar, empalar. Y no es así. Son nuestros. Qué miedo tienen señores a que decidamos sobre ellos.
Ayer, en un Buenos Aires lluvioso, salimos a gritarlo. Paramos nuestras actividades para decir que no va más, que, como leí en un cartel maravilloso: “si tan poco valoran nuestra vida, produzcan sin nosotras”.
Veo su miedo en todos lados. En Francia, donde una mujer le dijo a un tipo que no quería un beso y este, “como el cuerpo de ella le pertenece”, le lanzó uno en sus pechos. Lo veo en Colombia, donde el machismo quedó en evidencia al llamar ideología de género a los derechos que no tendríamos ni siquiera que estar exigiendo en un acuerdo de paz. En Brasil, donde 33 cobardes abusaron de una joven en una favela; en cualquier parte del mundo donde nos pagan menos que a los hombres por hacer la misma labor.
Miedo en las palabras de Trump a que una mujer lo gobierne. Y sí, podrán decir, como ya me alegó alguien, que Hillary solo usa a las mujeres para fines electorales. Pero, ¿acaso no deberían ser temas a discutir hace tiempo a los más altos niveles?
Miedo en Turquía donde- ¿recuerdan? – al primer ministro le dio por prohibir a las mujeres que riéramos en público. Tienen mucho miedo a que nuestros cuerpos rían.
Por eso, como dice este bello cuento de Vera Carvajal, que pongo a continuación, vamos a protestar con nuestros cuerpos vivos que aún ríen, por las mujeres que ya no pueden:
Érase una mujer de sonrisa luminosa
El tirano creyó ver entre las líneas de algún libro sagrado que la risa de las mujeres ofendía a toda la creación. No dudó por lo tanto, ni un momento, en emitir un mandato supremo en el que prohibía reír a todas las mujeres que habitaban su reino.
—Seré benigno —dijo a todos—: podrán reír en privado, donde no puedan alterar la recta moralidad. Pero si son vistas, escuchadas o hay sospechas de que ríen en público, tendrán un castigo ejemplar.
Las mujeres se miraron entre sí y aguantaron la respiración por un segundo. Sonrieron y después, sin que nadie pudiera impedirlo, rieron. No solo rieron, se carcajearon:
—Kahkaha, kehkehe, kihkihi, kohkoho, kuhkuhu.
Fue tanta y tan sonora, que a la risa cantarina de las mujeres se unieron las risas de los girasoles y de las sandías, de las campanas y de las palomas, que se encargaron de transmitir a todos las últimas noticias.
—La risa ha sido prohibida por el tirano: kahkaha, kehkehe, kihkihi, kohkoho, kuhkuhu —era la respuesta en todo el reino.
Como es bien sabido, la risa es altamente contagiosa, así que ya no solo reían mujeres, sandías, pájaros, campanas; los hombres comenzaron a reír. Reían con la boca, reían con los ojos, con la panza y con las manos batidas al aire…
—Kahkaha, kehkehe, kihkihi, kohkoho, kuhkuhu.
Aun las estrellas de cielos milenarios reían con su titilar.
El tirano, que no se daba por vencido, gritaba desde su pedestal:
—¡Las mujeres no pueden reír! ¡Su risa está proscrita!
Pero todos seguían riendo con cada respiración, ya sin poder escuchar tan necia voz. Reían hasta llorar y rieron de todo y, por supuesto, de sí mismos. Reían también por escrito y en todos los idiomas.
—¡Hahahaha, hehehehe, hihihihihi, hohohoho, huhuhuhu!… —¡Jajajajaja, jejejejeje, jijijijiji, jojojojojo, jujujujuju!
Cuando el ataque colectivo de risa fue cesando, el eco de los hechos les siguió haciendo cosquillas por un buen tiempo. Todos terminaron con una felicidad inédita, ingrávida.
La risa es rebelión, descubrieron.
Sobra decir que el tirano fue derrocado. Nadie quería que repitiera, por si acaso, su pésimo mal chiste.
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