Pertenezco a un club de gordos deportistas. Es dirigido por mi primo, a quien le pagamos por ser nuestro entrenador físico. Estoy obligado a usar lycra, y algunos amigos se burlan de mi atuendo: «Uy, Andrés, yo no sabía que a usted le gustaba andar en chicles».
Varios miembros de la familia hacen parte del grupo: mi mamá, mi papá y dos tías. Nos encontramos todos los fines de semana en el Parque Simón Bolívar. Allá veo al equipo de gordos tirados en el piso, esforzándose como recién nacidos para levantar la espalda del suelo, intentando hacer al menos una abdominal; me río de sus mejillas rojas, del sudor en los párpados, de la visera de mi mamá que le tapa la mitad de la cara y la obliga a inclinar su cabeza hacia atrás para ver bien; también me burlo de mi papá, quien nunca se quita sus lentes bifocales, sin importar que se empañen o se llenen de sudor.
Esta historia tiene una primera parte: cuando empecé a ejercitarme en el parque de mi barrio, siguiendo las indicaciones de mi primo (como lo conté en el ‘post’: «Me salió barriga; ahora sí salgo a trotar»). Al principio recuperé algo de forma, pero al final me indiscipliné con la rutina y el ‘banano-flotador’ comenzó a aparecer de nuevo por encima de los jeans, como saliéndose escurrido del empaque.
Fue meses después cuando retomé el ejercicio, esta vez con el grupo de gordos. Sin embargo, la ‘llanta’ en mi cintura no fue la principal motivación para volver a hacer deporte. La verdadera razón fueron mis padres: los vi tan obesos, tan fatigados de estar dedicados al trabajo y al oficio de la casa (y a mi servicio, por supuesto), que quise darles un regalo que nunca olvidarían: así como ellos me dejaron «la educación» como máxima herencia, me propuse dejarles un legado de «vida sana» (pa’ que vean lo rico que es recibir regalos intangibles).
Al principio, cuando empecé a preocuparme por su salud, me comportaba como un papá. Los regañaba porque comían en exceso, porque desayunaban ‘calentao’, lechona, tamal o pan con chocolate (en vez de cereal, avena, pan integral o fruta); también les llamaba la atención porque tomaban Coca Cola (en vez de jugo), porque al mediodía tragaban paquetes de TodoRico (en vez de acudir a las sanas y completas ofertas ejecutivas que incluyen crema de apio, fricasé de pollo y jugo de arazá o limonada).
«¡Liberen a Willy!»
Son muchas las historias que uno escucha de infartos fulminantes y de enfermedades asociadas a la obesidad. Pensé en cómo sería el futuro sin mis padres y descubrí algo aterrador: en ese escenario, yo quedaría como responsable de unas culebras que no me corresponden. Me refiero a las culebras de mis hermanos. Ellos -entre otras cosas- no han terminado la universidad. «¡La chimba! -pensé-, yo no puedo permitir que mis papás me encarten con semejante chicharrón. Además, ni que me fueran a heredar una fortuna; al contrario, sólo me dejarían más deudas… mejor les salvo la vida».
Fue con ese pensamiento -desinteresado y lleno de bondad- que busqué a mi primo, queriendo volver al rebaño de deportistas junto a dos ovejitas más. Me perdonó por haberme descarriado y prometió hacerme un descuento por llevar a mis padres: que tranquilo, que no me preocupara por plata, que todo bien, que después cuadrábamos (¡pfff!, sí, claro… con los años he aprendido que la familia le cobra más duro a uno que a los demás).
Finalmente llevé al par de gordos al Simón Bolívar. Allá conocieron a otros amiguitos de su misma edad, obesos también. Mi mamá juega ahora con sus hermanitas, que también son entrenadas por mi primo. Mi papá es más tímido, sólo se ríe, pero también juega con sus compañeritos de clase. Cuando los llevo de regreso a casa, duermen como unos niños chiquitos después de ir a piscina: con la boca abierta y la cabeza colgando hacia un lado, un poco babeando la cojinería del carro.
Lo que más me ha sorprendido es su capacidad para hacer ejercicio sin quejarse. Mi mamá, por ejemplo, es la más obesa del grupo: alguna vez estaba haciendo dorsales y alguien empezó a gritar: «¡Liberen a Willy! ¡Liberen a Willy!», pensando que una ballena orca se había encallado en el parque. Sin embargo, ya camina (casi trota) durante 1 hora y 45 minutos. Ha pasado de 99 a 89 kilos. Ahora se siente sexy.
Mi padre nunca gime, nunca dice que ‘no’, nunca se niega a ningún ejercicio que le imponga mi primo. Ya está trotando a buen ritmo y sube los 7 kilómetros que se necesitan para llegar a La Calera. Se siente atlético y se le han ido quitando los dolores de cabeza que solía padecer.
Una de mis tías también ha hecho grandes progresos. Antes estaba tan obesa que parecía tener una cola adelante. Hoy ha rebajado bastante grasa y ahora sólo tiene la cola de atrás; lo malo es que mis primos dicen que la cola de adelante era la más bonita, porque se veía más torneada y levantada.
«Mis palabras más usadas: «¡Ufff!… ¡Humph!… ¡Ayayayayay!»
La otra de mis tías (la mamá de mi primo-entrenador) es un animal; tiene como 45 años y corre más rápido que todos. Parece un soldado sometido a entrenamiento extremo: «¡Sí, entrenador! ¡Como ordene, entrenador! ¡Ya terminé, entrenador!», grita como si estuviera en un curso de comandos. A la muy insensible se le han ido cayendo las uñas de los pies de tanto trotar (y no le importa).
No son los únicos. Hay otros dos miembros del club de gordos, que no son gordos y bordean los 50 años. Han hecho ejercicio durante la última década y nos dan sopa y seco a todos.
El entrenamiento, debo dejarlo muy claro, no es nada fácil. Mi primo nos ha puesto a trotar hasta por dos horas, a subir y a bajar escaleras, a correr en pique para luego hacer ejercicios de salto… y después sentadillas… y luego flexiones de brazos… y después abdominales… y luego dorsales («¡liberen a Willy!»)… y después repita el ciclo.
Mientras este grupo de gordos hace deporte con altura y valentía, yo me quejo con cada ejercicio, gimo con cada esfuerzo de mis músculos, muero con los últimos 10 minutos de trote: «¡Ufff!… ¡Humph!… ¡Yijjjj!…. ¡Ayayayayay!», son mis palabras más usadas durante cada entrenamiento. Mi novia hace lo propio. Ella, quien es de las más nuevas en el grupo, siempre tiene alguna lesión en la pierna o en la espalda: «Linda… no te quejes que mi tía trota sin las uñas de los pies», le digo yo un poco apenado.
Mi primo -mi entrenador- me explicó alguna vez que el deporte suele ser un buen indicador de la capacidad mental de las personas, de su tenacidad para seguir adelante a pesar del dolor y la fatiga. Puede servir también para demostrar el coraje y emprendimiento que hay en alma de algunas personas.
Antes yo sólo veía a un grupo de gordos que me daban risa cuando intentaban estirar, sentados en el piso, con las piernas abiertas y esas barrigas al frente impidiéndoles inclinarse hacia adelante. Pero hoy veo a personas decididas que han dedicado sus vidas a criar hijos con esa misma fuerza en el corazón, que han sacado proyectos empresariales adelante sin fatigarse, que han quebrado y han empezado de nuevo sin rendirse ni quejarse.
Veo a mi mamá, con 10 kilos menos, trabajando igual, haciendo oficio igual, sirviéndome igual, pero esta vez -además- haciendo ejercicio todos los sábados y domingos de su vida. Veo a mi papá con sus lentes bifocales sudados, sonriendo, sin hacer un solo gemido… Y me veo a mí, que no trabajo tanto, ni tengo hijos, ni hago oficio: «¡Ufff!… ¡Humph!… ¡Yijjjj!…. ¡Ayayayayayay!».
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Andres me gusto mucho tu articulo, me recuerda cuando mi mami comenzó haciendo ejercicios, ahora es mucho más saludable y tiene todo un grupo de amigas, un saludito para tus papás.
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Eh, no jodan tanto.Está bonito el mensaje. ¿No ven que se levantó trascendental?
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aburrido
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Me alegro Andrés de que sus papas lleven una vida más saludable, la obesidad conlleva a muchas enfermedades cardiovasculares. Sigan así.
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Muy bueno su blog Andres!!! Nos hace considerar no solo hasta donde puede llegar uno si se descuida pero tambien a medirse y a medir a los demas en torno a situaciones tan elementales como el ejercicio. Muy bueno!!!!
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Me gustó…
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Que aburrido … hace varios post que paso de ser divertido burlarse de si mismo y describir situaciones en las que uno se identifica a ser una parodia delo que les pasa alos demas… baj.
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Oí decir alguna vez, que nosotros mismos somos los que nos ponemos obstaculos. Esta probado y comprobado que querer es poder!! Buen mensaje Andres.
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Andres eres igualito a mi que se queja mas que la pobreza jajajaja 🙂
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muy bueno el mensaje final andres!
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aburrido…
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jejejeje…por que todos alguna vez hemos decidido hacer ejercicio….un tiempo antes de abandonar la causa :p
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