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Fue asombroso ver cómo se achicaban las casas durante el despegue. Fue rara la sensación de vacío en el estómago. También fue vergonzosa mi cara de bobo cuando la azafata se estaba acercando con la comida, fila por fila. Yo pensaba que debía estar atento o de lo contrario ella seguiría derecho.

Observaba por la ventana, pero rápidamente buscaba de nuevo a la azafata con la mirada, como diciéndole: «Aquí estoy pendiente, por si cualquier cosa». Luego, ella avanzaba una fila más y yo me ponía ansioso. Hojeaba desinteresadamete la revista del avión, mirando de reojo a la auxiliar de vuelo, estando alerta pero disimulando para no verme muy intenso.

Ya había ensayado mi pronunciación en inglés para pedirle Coca Cola. Mi novia me acompañaba en el puesto de la mitad y me había confirmado que podía pedir toda la lata, porque en los aviones acostumbran a servir sólo la mitad en un vaso plástico con hielo. «Mi amor, ¿cómo es que pregunto si me puede dar toda la lata?… Ah, sí… May I have the can?… No, eso sonó muy forzado… May I have the can?… Aish, no, eso no se entiende bien… May I have the can?…«.

Pero -¡trágame tierra!-, cuando llegó mi turno se me enredaron los cables: «May I can?«, dije con una pronunciación imposible. La azafata se quedó mirándome con cara de «¿que qué?», ladeando la cabeza hacia un lado y frunciendo el ceño. Yo me puse rojo como un pimentón y le pegué un codazo a mi novia para que me rescatara y pidiera la bendita lata en mi nombre.

En ese momento, observé que el tercer pasajero de nuestra fila -en el pasillo, al lado de mi novia- estaba durmiendo. Sentí unas inevitables ganas de hacer una ‘colombianada’. «Mi amor -le hablé en secreto a mi novia-, dile a la azafata que el tipo del lado quiere pollo, como si fuera amigo nuestro, y así nos comemos su plato entre los dos, ¿sí?». Tuve que obligarla, a punta de pellizcos. Al final, me comí todo el botín yo solo (ella no quiso su mitad, entre otras cosas porque temía que el pasajero despertara). La verdad es que me sentí victorioso e inteligente: «Estoy aprovechando al máximo las cosas gratis en este avión», pensaba con satisfacción.

Sé que hice mal y les ruego tengan un poco de consideración. Era mi primer viaje en avión. También se trataba de mi primera visita a Estados Unidos. Admito que mentí cuando publiqué el post «Salí del país, me unté de mundo y ahora soy mejor que ustedes». Esa no era mi historia, sino un cuentazo que escribí tras escuchar a miles de conocidos que hacen alarde de su paso por tierras gringas.

 

«¿Cuánto pesa la puerta de la salida de emergencia?»

Quiero hacerle un público reconocimiento a mi novia, que soportó todas mis impertinencias durante el viaje. Por ejemplo, se contuvo las ganas de regañarme cuando me despedí de mi madre en el aeropuerto y empecé a gritarle desde inmigración: ¡Mamita! ¡Mándeme ‘alchiras’! ¡Mándeme ‘alchiras’!». «¡Que qué, mi rey!». «¡Que me mande ‘alchiras’!». Mi novia me jaló del brazo y me dijo susurrándome, con algo de rabia entre los dientes: «Deje la bobada, que nos vamos de viaje sólo dos semanas… además, ¡se dice achiras!».

También aguantó como un monje el cuestionario que le hice a otra azafata, esta vez en español, antes de que despegara el avión. Teníamos asientos en la salida de emergencia y la auxiliar de vuelo nos preguntó si estábamos dispuestos a colaborar en caso que el avión sufriera algún accidente. Yo me tomé muy en serio la responsabilidad:

– «Exactamente ¿qué tendría que hacer yo?», pregunté con solemnidad.

La azafata me miró con extrañeza, pero respondió:

– «Pues, básicamente, tendría que romper el sello de seguridad que está allí señalado con rojo y luego extraer la puerta para evacuar a los pasajeros. Ahí en el folleto se puede ver con más detalle».

Miré con desconfianza la salida de emergencia y pregunté:

– «¿Cuánto pesa?».

– «¿Cuánto pesa qué?», replicó la azafata confundida.

– «Me refiero a cuánto pesa la puerta, porque no me puedo comprometer a levantarla si es muy pesada», dije encogiendo los hombros, como señalando que mi pregunta tenía toda la lógica del mundo.

– «Eh…, emmm… No se preocupe por eso. Estoy segura de que usted podría levantarla fácilmente», respondió la azafata moviendo la cabeza ligeramente de un lado para otro, como señalando que esa era una conversación sin sentido.

– «¿Y usted qué va a saber cuánta es mi fuerza?», le contrapregunté como en señal de «¡la corché!, a ver, a ver, responda pues».

En este punto, los demás pasajeros empezaron a dirigir su atención hacia mí, con cara de incomodidad. En las expresiones faciales de algunos viajeros se podía leer claramente la frase: «Qué man tan petardo». La verdad es que me comporté como un padre de familia que avergüenza a sus hijos, defendiendo hasta el cansancio mi terca posición sobre la importancia de preguntar.

 

«No le dé pena. No sea boba»

– «Ustedes podrán mirarme mal y todo lo que quieran, pero si este avión se llega a caer van a agradecerme por haber resuelto estas dudas que son apenas básicas», dije alzando la voz, para que todos los pasajeros estuvieran enterados de la situación.

– «Señor, en caso de que suceda una emergencia, ¡cualquier miembro de la tripulación le indicaría qué pasos seguir!», gritó un poco la azafata.

Me quedé pensando e hice un razonamiento lógico que me sentí obligado a compartir:

– «Y qué tal que… pues Dios no lo quiera, ni más faltaba…, ¿pero qué tal que no sobrevivan ni los pilotos ni ustedes, las azafatas?».

Decidieron cambiarme de asiento y me pareció buena idea. Yo no iba a cargar con esa responsabilidad si ni siquiera hacían el deber de explicarme bien. También movieron a mi novia, quien no hallaba en dónde esconderse de la vergüenza tan grande que sentía. «No le dé pena, no sea boba. Al fin y al cabo hacer preguntas no es pecado», le decía yo, a regañadientes y en voz alta, como un típico padre con exceso de personalidad.

El resto del viaje lo pasé en silencio, concentrado en la pantalla que tenía al frente, probando todos y cada uno de los videojuegos a mi alcance y viendo dos de las películas que ofrecían durante el vuelo.

Nunca dormí, a diferencia de mi novia. Para ella se trataba de un viaje más. Para mí, en cambio, era toda una nueva experiencia y disfrutaba cada detalle: la forma de las nubes, las luces en la tierra, las formas de los cultivos y de las playas; también la cobija, la almohada, los audífonos gratis y las emisoras de radio internacionales a más de 10.000 pies de altura…

Por supuesto, conocí el baño. Moría de la curiosidad por saber cómo desocupaban los inodoros en los aviones. Me senté en uno de ellos, con la satisfacción de saber que estaba haciendo mis necesidades en el aire: «Esto sí es cagar con estilo», me dije orgulloso. Al final, el aterrizaje fue un poco más miedoso que el despegue. Estoy convencido de que la fuerza de mis esfínteres ayudaron a que tocáramos tierra sanos y salvos.

Luego vendrían más cosas: nada más ni nada menos que conocer Estados Unidos, el país de verdad-verdad, el que sólo había visto en películas, del que todos hablan con tanta naturalidad, el que muchos visitaron antes que yo… De eso les hablaré en el post de la otra semana.

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*Próximo miércoles, desde las 8 a.m.:
‘La primera vez de un turista colombiano en Estados Unidos’


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