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Son varias sus cualidades de mujer biónica: un oído agudo para enterarse de todos los chismes de la familia y la velocidad del rayo para distribuir en tiempo récord la información. Le llamamos «la tía Wikileaks», porque todo se filtra a través de ella.

No tiene hijos ni marido. Está disponible las 24 horas del día, siete días a la semana, para luchar contra el chisme organizado. No hay verdad oculta para ella ni rumor sin confirmar. Sus hermanos y sobrinos no escapan a las interminables conversaciones telefónicas.

«Hola mi amor. ¿Qué me cuentas?». Yo intento ser cortante: «Justo en este momento estoy ocupado tía». Ante mi desinterés, ella despliega su arsenal de asuntos sin importancia: «Ay hijo, bendito Dios que tienes trabajo. Yo también he estado bla, bla… Pero con la ayuda de Dios voy a bla, bla… Ando medio enferma bla, bla… tenía cistitis y ahora parece que tengo miomas bla, bla…».

Intento seguir en mis tareas sin prestarle demasiada atención, pero es imposible pasar por alto las deficiencias de sus aparatos reproductor y urinario. Siento ganas de colgar, pero sucumbo a otro de sus superpoderes: la manipulación. «No sea ‘rabón’ Andrés -me digo-. Ella quiere ser amable y además está enfermita». Intento retomar el hilo de la conversación y ahí sigue ella, saltando de un tema a otro: «Mañana voy al salón de belleza, aunque primero tengo que pasar al banco porque bla, bla…».

Como un buen supervillano, quise enfrentarla haciendo uso de la inteligencia. «No puede hablar por siempre», pensé. La visité temprano en su casa y me propuse escucharla sin límite de tiempo. Supuse que en algún momento se rendiría ante la fatiga. Casi 12 horas después se calló. Creí haberla vencido: «Bueno tía, creo que hemos hablado de todo, sin excepción. Increíble, pero se nos acabó el tema». Ella, pensativa, dijo: «Sí, nos quedamos sin tema… no tengo nada más de qué hablar». Pero justo antes de levantarme para despedirme, ella hizo una jugada magistral: «Mira que una vez me había quedado sin tema y empecé a hablar de… bla, bla, bla».

 

«¿Y esto por qué tan caro? ¿Está bañado en oro o qué?»

Sólo tiene dos verdaderos archienemigos: Murphy, armado de su poderosa ley, y el maligno ‘Alquenoquierecaldo Seledandostazas’. Mi tía, que se queja de todo y es asquienta por vocación, es susceptible de que estos villanos hagan de las suyas; con frecuencia le salen pelos en sus platos de comida, le aparecen bichos raros en la ropa o compra artículos con desperfectos.

Lo bueno es que ella sabe aplicar el concepto de «el cliente SIEMPRE tiene la razón». No hay pelea que haya perdido ni letra menuda que supere su astucia. Sus frases de batalla son: «¡Es que mi plata no vale!»; «¿Será que aquí hay alguien que atienda o es autoservicio?»; «A mí no me han regalado nada en la vida ni cago plata para que me vengan a entregar esto tan mal hecho»; «¡Ve! (en acento paisa, no valluno) ¿Y esto por qué tan caro? ¿Está bañado en oro o qué?».

Su más reciente combate por los derechos de los consumidores fue contra un concesionario de autos. Había cerrado un negocio para cambiar de carro y estaba a punto de recibir uno nuevo. Todo se convirtió en una cadena de eventos inevitables, orientados por la ley de Murphy y ejecutados por el señor ‘Seledandostazas’.

Cuando llegó a recoger el vehículo, éste seguía en exposición, de manera que vio a algunos clientes subirse a SU carro para sentir el confort interior. Con su supervista, detectó una pequeñísima mancha de mugre de 0,9 milímetros cuadrados en el techo interior. Se indispuso y reclamó. Un empleado se acercó con un trapo para limpiar el punto de suciedad. Mi tía le advirtió escandalizada que ese pedazo de tela se veía negro y cochino. El hombre le aseguró que no -sin saber que estaba a punto de cometer el peor error de su vida- y lo usó.

En efecto, la mancha del techo aumentó a 1,4 centímetros cuadrados. Mi tía empezó a torcer los ojos, le dio taquicardia y se hinchó la vena de su frente. «¡Mire ese pegote! ¡Se lo dije!». El tipo -pobre de él- quiso decir una mentira piadosa (buscando piedad para él mismo): «Mi señora, eso casi ni se nota». Ella se puso verde: «¿Qué no? ¡A mí no me han regalado nada en la vida ni cago plata para que me vengan a entregar esto tan mal hecho!».

 

«Me tratan como el trapito de bajar la olla… ¡BUAAA!»

Mi tía quería -¡exigía!- el techo como nuevo. Llamaron al vendedor que había negociado con ella, al subgerente del concesionario y luego al gerente. Ninguno se atrevía a prometer que desaparecerían la mancha. Tampoco se animaban a ofrecer una solución. En ese punto, la situación había captado la atención de los demás clientes del concesionario y todos esperaban ver el desenlace del incómodo percance. Fue entonces cuando mi tía hizo un movimiento de jaque mate: empezó a llorar.

Era una imagen demoledora: en el centro, mi tía -indefensa- limpiándose los mocos de su rojísima nariz, usando los pañuelitos desechables que siempre carga; alrededor, los empleados del concesionario se veían como unos abusivos sin corazón; el resto de los clientes observaban indignados la negligencia de la empresa. «Snif… ¡Es que no es justo! -decía ella con la voz entrecortada-. Uno espera recibir un producto de calidad y buena atención, pero lo que han hecho es tratarme como el trapito de bajar la olla… ¡BUAAA!» (la figura del «trapito» la usaba Fernanda del Carpio, la mujer de Aureliano Segundo).

No sólo le cambiaron todo el techo del carro; a manera de desagravio, le regalaron un par de accesorios y un bono para futuros mantenimientos. El mundo necesita más heroínas como mi tía, la invencible, que triunfen sobre la injusticia. Nadie como ella para poner en su lugar a quienes dan un mal servicio.

Me he preguntado de dónde proviene su fuente de intensidad, esa energía inagotable para llamarnos a todos los sobrinos o salirse con la suya en un concesionario. Creo que se debe a la soledad. A falta de marido e hijos, no tiene dolientes ni quien la defienda, salvo ella misma. Sus peleas debe librarlas sola. En cambio, sí es doliente de nosotros en la familia. Organiza y promueve las grandes reuniones que nos mantienen unidos. Además, nos permite estar enterados de las desgracias de la abuela, de los demás tíos y de mis primos. A ella acudimos todos cuando tenemos algún problema.

Pocos la llamamos para preguntarle cómo está y tal vez por eso siente la enorme necesidad de contarnos todos sus problemas, a ver si alguien se interesa por ella. Es posible que nosotros mismos la hayamos convertido en el trapito de bajar la olla. La próxima vez voy a preguntarle, al menos, qué ha pasado con sus miomas.

 

*Próximo miércoles, desde las 8 a.m.:
‘Manejo como una dulce anciana’

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*Si se lo perdió…

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