Sábado en la noche y tengo tiempo para escribir. Septiembre resultó ser un mes muy difícil. Espero que me alcancen las palabras para compartirles mi humilde opinión sobre lo que pasa en Colombia (que no es poco).
Este país nos ha dolido muchas veces y la violencia ha tocado la puerta de tantas casas, que son pocos los que escapan de esta cruda realidad. Entender este conflicto tiene unos costos muy altos y la comprensión de este nació, en principio, de las mismas víctimas, que son las que han sufrido en carne propia el horror de la guerra. Digo en principio porque por mucho tiempo se le dejó ese dolor solo a ellos, como un hecho aislado, como un problema en el que la solución pendía de un horrible silencio e indiferencia de nuestra propia comunidad ante más de seis millones de víctimas.
Este mes, como otros, recordé episodios de mi infancia en los que tuve miedo por lo que le pudiera pasar a mi familia que vive en el Tolima; esa sensación de impotencia ante las llamadas de ellos en las que nos narraban que algún grupo armado se tomaba con armas el pueblo y quitaban la luz para intimidarlos. Desde Bogotá solo nos quedaba esperar y rogar porque nada les pasara, pero la angustia la vivíamos solo nosotros, ni siquiera los medios de comunicación cubrían los hechos porque Icononzo (que está a menos de tres horas de Bogotá), como otros municipios del país, pasaron solos esos tragos tan amargos.
Al contrario de esas épocas, creo firmemente que hoy estamos en un momento histórico social y político, en el que un hecho que ocurre en el norte, sur, oriente, occidente o centro del país reclama la atención de gran parte de los ciudadanos. En ese grupo de personas precisamente está una generación que está dispuesta a enfrentar de pie las injusticias y a difundir un mensaje lleno de empatía a los pocos ciudadanos que aún miran desde lejos el dolor de los demás. Lo malo ha sido la respuesta vacía de un Gobierno Nacional que, al menos con sus mensajes, se muestra indolente e indiferente ante las protestas y, claro que nos siguen matando, (61 masacres en lo que va de este 2020).
Y ese es mi punto central, la protesta. Como la mayoría de los abogados, suelo tener como consentido (sin que los demás no sean igual de importantes) un derecho fundamental, el de la protesta social, por dos cosas: reúne otros derechos fundamentales (libertad de expresión, de locomoción, asociación y participación) y porque su fin último protege los derechos fundamentales de los demás (derechos colectivos), elevando la dignidad humana y los valores constitucionales supremos. Este derecho fundamental está integrado al bloque de constitucionalidad, por lo que su protección es mayor.
A pesar de que la única regulación de este derecho puede hacerse vía Ley Estatutaria y debe propenderse por hacer aportes en cuanto a su carácter estructural y en garantizar mecanismos para su ejercicio por parte de los ciudadanos, hoy en día cursan varios proyectos de Ley que, por lo contrario, pretender limitar este derecho. Estos son algunos ejemplos:
Proyecto de Ley número 313 de 2019 “por medio del cual se establece la responsabilidad de los padres por los daños patrimoniales o extrapatrimoniales cometidos por sus hijos menores de edad en protestas, huelgas y otras manifestaciones públicas, y se dictan otras disposiciones” de Jaime Felipe Lozada (Partido Conservador), proyecto de Ley número 242 de 2019 “por medio del cual se reglamenta el derecho a las manifestaciones públicas”, del senador Jonatán Tamayo (Alianza Social Independiente), proyecto de Ley número 60 de 2020 “por el cual se regula el artículo 37 de la Constitución Política” de Juan Diego Gómez (Partido Conservador), proyecto de Ley número 21 de 2020 “por medio del cual se dictan medidas para garantizar la protesta pacífica y se crean tipos penales” de Víctor Manuel Ortíz (Partido Liberal).
Así entonces, el afán de reformar el artículo 37 de la Constitución Política no va de la mano de un espíritu garantista (lastimosamente), al contrario, busca enmarcar y estigmatizar la libertad de expresión, las manifestaciones y las movilizaciones ciudadanas, que en su mayoría son lideradas por jóvenes a los que muchas veces tildan de vándalos o vagos, sin que por lo menos se haga una lectura de sus reclamos y su revolución en las calles, sin comprender que son ellos los que sí lograron unirnos en una causa, no tener miedo y enfrentar las ausencias del estado para que los que están creciendo vivan en un país diferente al que nos tocó.
Vale la pena seguir defendiendo el derecho a manifestarnos, a poner en la agenda pública los temas sociales que quieren tapar y a imponer la necesidad de no reprimir la protesta que tan solo evidencia aún más el desgobierno de esta época.
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