El 1o de mayo es el cumpleaños de mi abuelita, nacida por allá en 1913. Hoy habría cumplido 102 años y dejó una familia unida, hermosa y llena de amor. Hoy, como un pequeño homenaje para ella y para mi familia amada, les comparto un poquito de lo que es para mí este combo, tan parecido a muchos otros en Colombia y quizás alrededor del mundo.
Les voy a contar un poquito de mi familia. Pero no es porque mi familia sea diferente a todas sino todo lo contrario; es probable que más de uno diga «mi familia es igual». Ojalá porque si no, qué oso.
En toda familia, sobretodo si los abuelos tuvieron muchos hijos, hay un hijo favorito. Aquel que se lleva las mejores porciones en los almuerzos, ese que aparece media hora después de acabado el asado con un pedazo de carne jugosito y la mazorca más tierna. Obvio, la abuela lo estuvo guardando con mucho amor «por si mijito queda con hambre«.
En toda familia está el tío alegre. No hay fiesta en que no le pidan que cante «esa que me hace llorar» y, aunque no quiera, termina con guitarra en mano dándonos gusto a todos. Es el que canta siempre el «japiberdi» a todo pulmón, y sabe que no se puede negar, tenga gripa, depresión o se haya machucado un dedo, a tocar guitarra se dijo. También está aquel otro que nunca aprendió a tocar guitarra pero es «graciosísimo» y se hace una fonomímica digna de «Yo me llamo» y canta «To be with you» con la lágrima en el ojo. Conmovedor.
Ahora… si no tienen tía loca no están en nada. Claro… uno no le dice a la tía que está loca, a menos que ella misma lo diga. En el caso de mi familia fue gracias a una sobrinita que la presentó así en un almacén: «Ella es mi tía loca» dijo como si nada. Obvio, mi tía tuvo la reacción que se temía: luego de unos segundos de silencio incómodo se atacó de la risa. Aún hoy, después de varios años, nos sigue contando la historia. Para más señas, la tía loca es esa que nos cambia los nombres a todos. «Oiga Fab… Miguelit… Dan….» y ahí sigue patinando hasta que le digo «Omar Darío, tía. Omar Darío«. Un día me dijo «Catalina». Quiero creer que fue porque extrañaba a mi prima que vivía en París.
Pero donde uno se da cuenta, de verdad de verdad, de la familia que tiene… es en los velorios. En los velorios es cuando uno se encuentra a a esos primos lejaaaaanos lejanos, de saludar cada 5 años. Los recuerda uno gateando en pañales, hasta que aparecen encorbatados, con barba y diciendo «primo, le presento a mi esposa y a mi hija». ¡Carajo, cómo les rinde!
O está uno tranquilo conversando cuando escucha «¡¡Omar Darío!! ¡Venga! Le presento a la señora Zoraida… Mire doña Zoraida, él es Omar Darío, sí, el menor de Berta.» Y ella responde «Aaaay sí, igualitico al papá, véalo, tan buen mozo que está» (sí, me dicen eso, aunque no lo crean. Debe ser cortesía de señora-amiga-de-mi-mamá), «yo a usté lo alzaba cuando era bebé, yo lo vi empeloto«, como si fuera la gran anécdota para incluir en la biografía. ¿Y ahí uno que dice? Esa todavía no la he superado. He optado por reírme mientras saco el celular y contesto una llamada falsa.
La última vez me dijeron «¡Quiubo Ivancito! ¿Cómo va todo?». Sólo se me ocurrió responder como lo haría Iván, mi primo: «Bieeeen Marthica, muchas gracias. Ahí los niños creciendo, mi mujer de viaje, sí señora. Qué manera de trabajar, ¿no?«. Esta es la hora en que no sé si Marthica se comió el cuento o pensó que le estaba mamando gallo, pero todavía no me dirige la palabra. Eso sí, Iván puede estar tranquilo porque dije que nuestros hijos son una pilera en el colegio. Sobretodo Juli, la mayorcita. Hijos míos tenían que ser.
Aquí entre nos, mi familia era la dueña del pueblo (todos venimos de una familia que fue dueña de algún pueblo). Uno va de visita a la tierrita de los ancestros y empiezan las historias: «Venga, ¿si ve esa montaña? Hasta allá era la finca de su tía Elbita. Y mire hacia el norte… alláaaaa donde ve esa casa al fonnnnndo, todo eso era de su mamá. Aquí en la plaza central, frente a la alcaldía, esa casa era de su abuelita, y la de al lado era de la tía Berenice. ¿Ese conjunto residencial? Todo eso era de su tía Lucy».
Queda uno sano pensando qué pasó con toda esa plata, propiedades, terreno y demás. Y no me pregunten porque me les deprimo y qué jartera un marmotazo con lágrima. En algún lugar intergeneracional todo eso desaparecíó. Igual, cuando pienso en eso me digo «pues al cabo que ni quería, ¡y qué!».
Yo amo mi familia. Creo que es la bendición más grande que tengo en la vida. Amo los chocolates calientes cada sábado en la casa de mi abuelita, alma bendita. Amo los chistes pendejos de mi tío, (son peores que los míos). Amo las tertulias, historias, risas, compradas comunitarias del baloto, cumpleaños cantados por mi tío, bailadas de mi sobrinita horrorosa. Amo a mis primos exportados y reimportados, amo a los que siguen aquí. Gracias a (o por culpa de) mi familia soy lo que soy, y no salí tan mal.
Y lo mejor de todo esto es que la que se enamore de mí, no lo hará por mis millones. Ja.
Mi abuelita era el centro de mi familia, era la excusa que teníamos para vernos cada sábado en su casa a tomar chocolatico, y de paso vernos y reírnos todos un rato. De esas reuniones vienen muchos de mis temas para blog, gracias a Fabri, Luisi, Adriana… todos. Lo bonito de todo es que hoy, aunque mi abue ya no esté con nosotros, mi familia se sigue reuniendo cada ocho días en esa casa que nos vio crecer, en donde pasé mi infancia y jugué con carritos por toda la sala, junto al parque donde hice mis primeros goles de barrio, donde aprendí a jugar escondidas, donde tuve que aprender a jugar «al papá y a la mamá» con mis primas, donde me organizaba para hacer tareas luego de llegar al colegio con Dianita. Allá siguen la tienda de la esquina, sigue el chocolate de cada sábado, sigue el queso que trae mi tío Julito, siguen los chistes pendejos de Miguel, las carcajadas de Cata, donde ahora corren los hijos de Patty, Iván, Diana… donde Ana María ya es toda una señorita, pila y hermosa… donde mis padrinos siguen recibiéndonos… en fin. No se alcanzan a imaginar el amor que siento por mi familia, sobretodo en estos momentos que ando al otro lado del mundo y donde se puede extrañar y ver todo eso a la distancia. Solo nos faltan mis primos «gringos»: mis compadres y mi ahijado, mi primo Daniel que está abriéndose camino por allá solo. Y obvio, mi abue y mi hermanito. Este carretazo final es solo para expresarles a todos ellos mi amor, admiración y sobretodo agradecimiento. Si los nombro a todos no acabo, pero ellos saben quiénes son y espero que estén sonriendo un poquito cuando lean esto. Los amo, los amo con todo el corazón.
Varios me han pedido una tercera parte de La Tenista. Prometo escribirla. Gracias a todos por sus comentarios, por leer, por estar acá cada semana. Mientras tanto, ahora que ando de viaje, publico otras cositas. Abrazo para todos y cada uno.
Entradas anteriores: «Sal con alguien valiente«, «Le pasó a un amigo: La tenista«, «Si a Bogotá no hubiera llegado Petro«.
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