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Desde hace cuatro años Jin Weiquang trae toneladas de chucherías Made in China. Es el empresario más duro de San Victorino.

La tarde del 10 de octubre de 2013, Jin Weiquang se preparaba para develar el resumen financiero anual de LumiStar, la empresa que fundó hace cuatro años y a la que ha convertido en la mayor importadora de juguetes, artículos de Navidad y cacharrerías del sector de San Victorino, el corazón del comercio bogotano.

Cuarenta y ocho años, alto y delgado, rostro rubicundo, boca pequeña que gesticula e hilvana palabras y frases entrecortadas con una vocecita diminuta pero autoritaria. Dentro de su empresa le llaman “el Presidente”. Por todo el sector de San Victorino se le conoce como el “chino-duro” de las cacharrerías de Navidad, y sus 55 paisanos que trabajan en el centro de Bogotá y fundaron la Asociación de Comerciantes chinos para el Bienestar de Colombia, le llaman lĭngdăo, que en chino mandarín significa líder.

Se ganó este apelativo tras conquistar un nicho que ajusta el comercio global para alcanzar el precio más bajo: Jin Weiquang compra diez toneladas de cacharrerías cada mes en China, las traslada hasta Hong Kong y luego a Buenaventura a un bajo costo: algo más de diez mil millones de pesos. Cada uno de los diez contenedores de 40 pies —que ocupan un espacio de 1.500 metros cúbicos—, transporta miles de bienes (luces de colores, árboles de Navidad, cintas y globos navideños, bolas de cristal, decoración en general) en los que se lee “Made in China”. Weiquang trae la mercancía de Navidad y la vende al por mayor –y al detal– sin intermediario: tiene los mejores precios de las cacharrerías de Navidad.

Luego de que en 2011 su empresa comenzara a operar en Colombia, Jin Weiquang alcanzó el puesto número uno en la lista de los comerciantes chinos más importantes de la Gran Manzana de San Victorino. El diario económico Portafolio señala que los comerciantes chinos multiplican la prima de cada local y pagan hasta dos años de arriendo por adelantado. La prima es lo que en mercadeo se conoce como Goodwill, que no es otra cosa que el valor de reputación de un negocio, que puede ser establecido como la diferencia entre el valor neto de los activos y el valor total del negocio. En 2015, algunos comerciantes chinos pagaron hasta mil millones de pesos por una prima y arriendo de un local. Portafolio agrega que el metro cuadrado en la zona cuesta treinta millones de pesos. En el barrio Rosales, el más caro de Bogotá, la misma área es apenas de seis millones.

Las cifras lo dicen todo. Revista Semana señala que en el eje del comercio capitalino se alcanzan a mover doce mil millones de pesos diarios. Allí se transa mayormente en efectivo (en los locales chinos no se reciben ningún tipo de tarjeta) y los ingresos pueden duplicar los miércoles y los viernes con los populares «madrugones», exitoso formato que han terminado por replicar los grandes almacenes, excepto los chinos. Jin Weiquang se jacta de tener precios de oferta todos los días del año, en un español mal acentuado —en el chino mandarín no hay tiempos verbales, por eso les cuesta tanto el español— reduce el problema a un axioma económico.

—Sin competencia no hay negocio.

 

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De acuerdo con el libro China su larga marcha hasta la globalización, de Carlos García Tobón, en el siglo XX se presentaron dos olas migratorias de chinos hacia Colombia. La primera en los años 50 y 60 conformada por chinos cantoneses que se establecieron en Colombia y desarrollaron un proyecto de vida acá.

Los chinos de esta primera ola fueron propietarios de la mayoría de “restaurantes chinos” de Bogotá y de locales comerciales, dice. Desde inicio de milenio, se ha presentado una segunda ola de migrantes chinos con perfil distinto. Son ejecutivos de multinacionales (Huawei, por ejemplo). Vienen al país por un tiempo específico (tres años), sin plan de establecerse. “Sus dinámicas sociales y la manera en la que desarrollan sus rutinas son diferentes a la de los migrantes de la primera ola”, explica Tobón. No se interesan en integrarse con colombianos, menos aún adoptar sus costumbres. Viven en una burbuja que los aísla de la ciudad. “La civilización China —escribió Kapuscinski—: pura y simplemente se separó del mundo con una gran muralla”.

Jin Weiquang no comparte la teoría de Kapuscinski. Cuando le pregunto si se ha sentido rechazado, apoya sus manos en la silla y mueve su cabeza de izquierda a derecha con insistencia. «No, la gente es muy buena y me considero parte de Colombia. Un chino, donde vaya, está feliz». Para reforzar su afirmación solicita a uno de sus ayudantes llamar a su asistente de gerencia, Kelly Rodríguez, una diminuta y obediente chica con un particular sentido de la moda. En un lado del escritorio de Jin, sentada en medio de nosotros y su jefe, Kelly muerde cada una de sus palabras antes de que salgan de su boca. Es como si de tanto en tanto necesitara confirmar que la hemos entendido, como si pidiera permiso para hablar. “Yo hago la caja y los balances de venta semanales y mensuales —dice Kelly—. Sé que como un honor porque los señores chinos muy celosos con el dinero, además no hablo chino ni nada”, y ríe, un chiste que se filtra por entre las rendijas de la disciplina laboral. Ella es técnica profesional en contabilidad, le llevaba las cuentas a uno de los primeros chinos que llegaron al centro de Bogotá, quien a su vez, la recomendó a Jin para que fuera su asistente contable y cumpliera otras tareas. “Chica muy inteligente”, dice Jin y repite unas tres veces, para reforzar su mensaje. Él, como buen chino, es adulador pero no necesariamente sincero en sus afirmaciones.

Durante un tiempo, los comerciantes colombianos y chinos vivieron en armonía, hasta cuando los chinos decidieron comprar cuarenta locales comerciales en el centro comercial Monterrey, un lugar estratégicamente ubicado en la carrera Décima con calle once, Portafolio señala que los grandes importadores chinos podrían haber pagado hasta tres o cuatro mil millones de pesos por los locales. Kenny Tsui, presidente de la comunidad china de Colombia y gerente de Kenny International Ltda., una empresa de comercio internacional que cubre la logística de exportaciones e importaciones desde su sede en Hong Kong hacia América Latina, lo convenció para que invirtiera su capital en Bogotá.

 

Weiquang no lo pensó mucho: encargó a su hijo mayor Jian, el futuro de Gran Cranero, su almacén de cuatro plantas repletas de ropa, artículos para el hogar y oficina, y cientos de bienes almacenados en su bodega de cinco mil metros cuadrados, en Tarragona, provincia española, donde llegó en 1991 para buscarse un futuro mejor que el que le esperaba en China. Su primer trabajo fue ser asistente de cocina en un restaurante oriental, donde trabajó cuatro años. Con el dinero ahorrado y el préstamo de la colonia china en Cataluña, abrió una tienda de ropa, calzado, artículos escolares. Lo llamó Taijí, que traduce metal precioso en español. Taijí (la razón social de su empresa) importa anualmente a Barcelona 50 contenedores de mercancía desde China.

—¿Qué opinión tiene usted de los empresarios colombianos? –le pregunto.

—Son muy poco arriesgados. Les da miedo perder, lo importante para hacer negocios en mi país es la confianza entre comerciantes. Para crear esa confianza hay que hablar mandarín, eso es lo primero, y conocer muy bien el mercado.

Pablo Echavarría Toro, exembajador de Colombia en China, cuenta en su libro Aproximación a China  que para una negociación exitosa, el extraño o extranjero debe familiarizarse con ocho aspectos claves de la cultura: las conexiones personales o la red social (guānxi 关系), el prestigio o el capital social (miànzi 面子), el estatus (shèhuì dĕngjí 社会等级), el intermediario (zhōngjiān rén 中间人), la armonía interpersonal (rénjī héxié 人际和谐), el pensamiento integral (zhĕngtĭ guāniàn 整体观念), la mesura (wĕnjiàn 稳建) y la resistencia o el trabajo arduo (chīkŭ nàiláo 吃苦耐劳), escribe Echavarría.

Jin Weiquang estima por encima de cualquier virtud el trabajo duro. Cuenta que hace un par de semanas, un domingo, fue a visitar a un amigo suyo. Eran las seis de la tarde y él estaba trabajando. “Mi amigo me decía que los compradores que vienen fuera de Bogotá, como de Facatativá, Fusa, Soacha, no pueden venir entre semana, y por eso abren los domingos. Se trabaja los 365 días del año. Son muy buenos trabajadores”. Los chinos basan la mayoría de sus actividades en el chiku nailao: la dedicación y el esmero pagan. Por ello, los niños estudian más horas que en Occidente, y sus padres los obligan a participar en muchas más actividades extracurriculares.

—Un trabajador chino produce lo mismo que producen dos o tres colombianos —asegura Jin—. Acá el ritmo es suave, en mi país se trabaja sin descanso.

—Jin, ¿cada cuánto viaja a China?

—Voy una vez al mes. Visito a mis padres (que viven en la ciudad de Suzhou, provincia de Jiangsu), a mis hijos, si están juiciosos con sus deberes. Reviso cómo van los negocios, qué mercancía está lista para enviar a Colombia, cómo van las fábricas y los trabajadores.

Una vez, cuenta Jin, un trabajador de estas fábricas se fue a descansar a casa de sus padres después de un mes de trabajar sin respiro, y no regresó. Dice que su jefe todavía lo está esperando, aunque todos sepamos que al cabo de 15 minutos lo olvidó y contrató a otro, como mandan las reglas chinas: el material humano es lo que abunda.

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La balanza comercial de Colombia con China alcanzó en 2015 dieciocho mil millones de dólares, con una inclinación a favor de los asiáticos: Colombia exportó a China productos (alimentos con valor agregado, aceites crudos de petróleo o de mineral bituminoso, ferroníquel. Una opción es la carne porcina, pues el consumo es de 38 kilogramos anuales per cápita en China, mientras que en Colombia es de 8), exportó productos, digo, por ocho mil millones e importó doce mil millones de dólares, principalmente entre material eléctrico y manufacturas de todo tipo, entre estas, las cacharrerías de LumiStar, el centro de operaciones de Weiquang. Por el momento, señala La República, China es el segundo socio comercial de Colombia con una participación de diez por ciento en exportaciones, después de Estados Unidos, con un veinticinco por ciento. En cuanto a productos, el combustible sigue siendo el más vendido entre ambos países.

Dulcería, cuchillas de afeitar y piedras preciosas fueron los primeros productos que el país exportó a China desde que se restablecieron las relaciones diplomáticas y comerciales en 1981. Kenny Tsui fue el empresario que llevó los productos de Noel (uno de sus primeros proveedores en el país) a los supermercados en Pekín, a quince mil kilómetros de distancia, después de haber organizado la invitación a Colombia en la Feria Internacional de Beijing, en 1995. El primer embajador de Colombia en el país asiático fue Julio Mario Santo Domingo, quien gestionó la primera visita de un presidente chino a nuestro país en 1985, invitación personal de Belisario Betancur a su homólogo Zhao Ziyang, secretario general del partido Comunista Chino entre 1985 – 1990, cuando fue expulsado del partido por su apoyo a las manifestaciones estudiantiles de Tiananmén.

Los primeros que se refugiaron después del triunfo comunista de Mao Zedong en 1948 fueron los ricos de Shanghái (que migraron hacia Hong Kong, en esos años, parte del Imperio Británico), después los campesinos hambrientos del salto hacia adelante (cuyo objetivo fue transformar la economía agraria china en una sociedad comunistas a través de la rápida industrialización y colectivización. Esta campaña produjo la gran hambruna china que, según estimaciones, provocó la muerte de entre veinte a treinta millones de personas). Después los perseguidos por la Revolución Cultural y luego los perseguidos por haber hecho la Revolución Cultural.

Fue un poco después, hacia los años setenta, cuando empezó la industrialización salvaje, la fiebre por la producción en cada rincón de China. Luego, bajo el mandato de Deng Xiaoping (1976-1996), se emprendieron las reformas económicas de liberalización de la economía socialista que permitieron a este país alcanzar unas impresionantes cuotas de crecimiento económico. “En una ocasión, Deng Xiaoping ordenó que se otorgara un papel protagónico a los plutócratas—cuenta Evan Osnos en artículo en Etiqueta Negra—. ‘Hagamos que unos pocos se enriquezcan’ dijo. En los treinta años posteriores a la liberalización económica realizada por Deng, los emprendedores que abrazaron el mercado global habían hecho a China muchísimo más prospera, pero también vulnerable”.

No es gratuito que Juan Manuel Santos hiciera una visita oficial a China en mayo de 2012 y buscara su inversión para fomentar el desarrollo nacional. Además, Colombia quiso estrechar esas relaciones y generar acuerdos bilaterales en ámbitos como el cultural, el educativo y, especialmente, el comercial después de su participación en la Feria Mundial de Expo Shanghái 2010.

 

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Jin Weiquang asegura que su familia nunca ha venido a Colombia. Tiene tres hijos: Jian—quien está al frente de Taijí, en España—, Hao, quien estudia en la universidad de Pekín, y Xiayan, quien cursa lo que en Colombia denominamos bachillerato. La excepción de la regla ocurrió hace unas semanas, cuando su esposa lo visitó durante un mes en Bogotá, en su apartamento en el Centro Internacional.

Cuando dice esposa, a Jin se le borra la sonrisa de la cara y se pone tan serio como si fuera a negociar un contrato. “Cuando viene no hace nada, por eso prefiero vivir solo”. En pocos días se encontrará de nuevo con ella en España para celebrar juntos Navidad, Reyes y Año Nuevo Chino, una muestra más del sincretismo cultural de los emigrantes chinos.

—¿Qué harán de Navidad? —le pregunto a Jin— ¿rezan Novenas, esperan al Día de Reyes?

—Yo sí quiero celebrar con mucha comida, con amigos, socios —dice, y de inmediato agrega— quiero que mis invitados estén muy satisfechos porque el 2017 vamos a trabajar duro.

Por primera vez Jin habla en voz alta del futuro. Sus palabras son más fluidas, como si resbalaran por un tobogán. Es el tono firme y prudente que usa cuando negocia con sus proveedores de China, propietarios de fábricas en las que todo se produce. Ahora, en vez de contenedores o de primas de reconocimiento comercial, Jin administra el tema de su familia y su futuro en el país. Él viene de una sociedad en la que conservar el honor (desde las reuniones sociales hasta los proyectos financieros) lo es todo: se trata del mianzi, la cara social de cada hombre, mujer, joven chino.  Por ejemplo, es muy común entre los jóvenes chinos de las grandes ciudades tener amigos extranjeros y ser vistos con ellos, pues esto les da prestigio, les da cara.

“¿Qué opinaría mi familia, y mis amigos si me voy de este país como quieren los comerciantes colombianos de acá?” repite con insistencia. Pero la realidad interrumpe sus disertaciones del sentido de la vida cuando en la puerta de la oficina de Jin se asoma de repente una mano con los cinco dedos extendidos. Es la mano de su socio Lin Ho acompañado de un técnico en electricidad que vino a reparar varias bombillas del edificio. En 30 minutos Jin volverá a supervisar cada uno de los espacios de su centro de operaciones, a la espera que sus empleados le confirmen que han cumplido con sus órdenes.

Ahora, mientras esperaba para enfrentarse a la cámara de nuestro fotógrafo, Jin dejó escapar una risa corta e incómoda, y dijo: “Me encuentro de buen humor”. Escudriñó las caras que tenía alrededor, entre las que se encontraba las de su socio Lin Ho, su asistente de gerencia, y el técnico eléctrico que llegó de improviso. “Uno debe tener seguridad para poder transmitirla al resto”, dijo, y atravesó imponente el pasadizo hasta llegar al salón de eventos, donde el fotógrafo le hizo varios retratos, el mismo lugar donde hace tres años aseguró que el precio por cada artículo que traía desde las fábricas chinas era el mejor del mercado colombiano en temporada navideña.

 

@Sal_Fercho

Este perfil hace parte de un grupo de historias sobre extranjeros en Colombia que se publicará próximamente. Las fotografías son de Santiago Mesa, fotógrafo documental, en Instagram smesari. 

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