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Esta semana, la segunda de noviembre, comienza la temporada de fin de año. Una época en la que muchos hacen su agosto con la época navideña. Diciembre es un mes de complacencia y descanso: la vuelta al colegio o la universidad están en un enero o febrero lejanos, mientras que el trabajo sufre una metamorfosis cotidiana que hace que los días vayan despacio y las semanas sean rápidas. Diciembre se pasa volando, en un dos por tres. Como los carnavales de Barranquilla o Río de Janeiro, la fiesta no es para siempre.

Sin embargo, en nuestro país la época navideña arranca desde mucho antes. Septiembre es el preámbulo con su Amor y amistad -en el que hicieron caber a empujones el día de los “Amigos con derechos”-, octubre es un puente hasta la fiesta de Halloween que trae consigo conmemoraciones para todos los gustos: el descubrimiento de América, los cumpleaños de Pelé y Maradona, o el natalicio de John Lennon. Octubre es como un conocido que nos encontramos en las rumbas o los buenos restaurantes, pero que a la hora de las vacas flacas nos deja tirado.

Noviembre es diferente. Eduardo Arias lo recordaba como “un mes de aguaceros interminables, de semanas enteras sin sol (en Bogotá)”. Es la época menos navideña del año junto con Semana Santa. Sin embargo, el afán comercial, el arribismo, sin olvidar nuestro espíritu fiestero y servicial, y una buena dosis de conveniencia política se ha transformado en el hermano menor y feo de Diciembre. No dura siquiera lo que debe durar: cuatro semanas mal contadas. De noviembre sobreviven la fiesta de Todos los Santos y la Independencia de Cartagena, pero también están la Toma del Palacio de Justicia o la tragedia de Armero que cerró el peor undécimo mes del siglo pasado en nuestro país. Después de la mitad del mes no hay cómo detener la avalancha decembrina y noviembre cede sus días finales a la necesidad imperativa de adelantar la espera de Niño Dios y Santa Claus.

En las calles y en las emisoras (“¡Desde noviembre se siente que llega diciembre!”, grita un eslogan de Candela Estéreo) el espíritu navideño toma su puesto en Colombia. Basta con salir a la calle: los centros comerciales de Bogotá tienen listos sus instalaciones y decorados de luces, los comerciantes chinos de San Victorino, el corazón comercial de Bogotá, están listos con toneladas de chucherías importadas desde el gigante asiático que se diseminaran por las calles de la ciudad. Un viejo adagio de los comerciantes dice que lo que no se vende en diciembre no se vende nunca.

Pesebre Recreo de los Frailes. Fotógrafo: Rafael Jaller Santamaría. Crédito: CEET

Pesebre Recreo de los Frailes. Fotógrafo: Rafael Jaller Santamaría. Crédito: CEET

Noviembre es diciembre, es una espera y una aproximación que nos saca de la realidad del país, es una fiesta que nos hace olvidar del letargo del desastre del gobierno de Iván Duque que deberá enfrentar el paro cívico en una semana después de que su Ministro de Defensa renunciará y fuese despedido con tremenda fiesta en Catón Norte; la pelea habitual de Donald Trump o su imitación más tosca y más bruta que es Bolsonaro con la prensa o sus advertencias a la oposición y ONG que le reclaman por su política devoradora delos recursos naturales de la Amazonía; las débiles cifras de la economía colombiana durante este año que han disparado las alarmas de estar a las puertas de una recesión o de un reajuste en las finanzas del Estado. Pero no importa, estos problemas se desvanecen con el aliciente del fútbol: el año entrante seremos la sede de la Copa América junto con la Argentina, y la mayor preocupación (y los debates cotidianos en redes) de muchos será si James y Falcao continuarán lesionándose cada víspera o si Queiroz armará un equipo tacaño con el juego de ataque y el gol. Ese es el deporte nacional por excelencia: despotricar de los demás en pijama y chancletas, sin permitir cuestionamientos lógicos o de sentido común en las redes sociales.

Omar Rincón comentaba en un ensayo para la revista 070 (Universidad de los Andes), que las marcas de la ‘colombianidad’ son una identidad débil, una baja autoestima, un orgullo vacío y una dignidad vacua. Enarbolamos como orgullo a una selección de fútbol, a una reina de belleza, a un cantante. Y como son orgullos débiles, nos desbordamos en una euforia de lo efímero. La tacañería mental la compensamos gastando a manos llenas.

Ya mataron noviembre. ¿Para qué? Para lo mismo de siempre: para hacer bulla y festejar, expresar que a pesar de tanta tragedia somos el país más feliz del mundo. Se pierde pero se goza. En esa gozadera a noviembre hay que hacerle el cajón para sentir más cerca la alegría decembrina.

En Twitter @Sal_Fercho

 

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