En el refugio del ermitaño, cinco años sin Frank Ramírez
En febrero de 1964, Nueva York estaba conmocionada por la llegada de The Beatles. El país venía de una Navidad afligida por el asesinato el presidente Kennedy en Dallas y desde el inicio de año las emisoras programaban durante las 24 horas las canciones del grupo de Liverpool. En el aeropuerto J.F. Kennedy una multitud reventaba los sitios de espera y el chillido de montones de jovencitas hacía imposible escuchar cualquier sonido o entablar alguna conversación. A pesar de todo este escenario, el terminal aéreo continuó con sus actividades sin mayor traumatismo. Y uno de los pasajeros que aterrizó aquel día en el aeropuerto neoyorquino era un habitante de la desconocida y parroquial República de Colombia.
Aunque la verdad este hombre no tenía pinta de ser colombiano; llevaba el cabello largo, entonces negro como el carbón, la barba hirsuta, unos lentes de marco grueso, y abrigo de pieles porque el frío de aquel invierno de 1964 se le filtraba hasta los huesos. Además, porque el avión en el que llegó no venía de Bogotá sino de Francia. Aquel hombre se llamaba Frank Augusto Ramírez, había nacido en los Llanos Orientales, tenía 20 años y llegaba a estudiar teatro. Este actor, a quien en adelante llamaré confianzudamente Frank, porque sé que él no se pondría bravo, es un hombre tranquilo, pausado, y, además, soltero. Desde hace un tiempo se dejó crecer el pelo, no para algún papel en televisión ni para cautivar a sus amigas, sino porque pinta todas las noches mujeres desnudas y el frío de la madrugada le incomoda bastante.
En La Gran Manzana estudió en la academia de teatro de Gene Frankel y personificó a Macbeth y a Romeo algunas noches, sin embargo este no fue un triunfo en la carrera de Frank, sino un accidente. “Porque los profesores me decían que a pesar de mi edad, yo tenía las mañas de un actor viejo”, hablaba, gesticulaba y hacía todo el trabajo como si fuese un actor curtido con un detalle significativo: un pésimo inglés. Desde aquella audición con Frankel inició su proceso como observador en el Actors Studio y se puso el reto de aprender inglés hasta comprender lo que decían los disc-jockey de las emisoras juveniles, como Cousin Brucie.
Pero Frank no se desesperó. Y eso lo puede asegurar el Sargento del Ejército estadounidense que lo atendió en su oficina de reclutamiento en un pueblito de pescadores portugueses cerca de la ciudad, pues unas semanas atrás había recibido una carta en que lo felicitaban por hacer parte de un contingente de soldados que pronto embarcarían a Vietnam. “Yo llegué allá y llené la forma. En la pregunta que decía ¿tiene usted alguna objeción? Yo contesté que sí”. Extrañado, el Sargento lo hizo entrar a su oficina para buscar explicaciones a su negativa. Frank, con la claridad justa y el carácter franco y directo, le dijo que él era incapaz de recibir órdenes, “me dicen siéntese y yo me paro”. Es más, en un caso extremo me iría del país y punto. Fue una conversación honesta, tranquila, no hubo gritos ni disputas. Días después, cuando recibió su licenciamiento del ejército estadounidense, el primer sorprendido fue él.
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“Yo siempre tuve conflictos en mi casa”, enfatiza Frank mientras se sirve un trago de Jack Daniel´s, su whisky favorito y de hecho el único trago que toma. Desde un comienzo se decía que “debía haber algo más que esto”. La sensación de encierro le hacía entrever que se estaba perdiendo de algo muy bueno o al menos diferente que la pesada costumbre familiar. Se arrancó de casa a los trece o catorce años. Don Ismael, que por aquellos años había montado una droguería en el barrio Belén de Bogotá, no tuvo más opción de desearle buen viento y buena mar.
Irse tan joven de casa tuvo sus privilegios y sus lecciones: aprendió a ser responsable por sí mismo, (“la plata para las rumbas y para las cuentas”, recuerda sonriendo). Como desde niño se la pasaba dibujando y pintando garabatos en las hojas amarillas de los cuadernos o en las servilletas de la casa se fue a trabajar como diseñador en Publicidad Toro. Su primer pedido fue unos gallardetes para equipos de fútbol, luego trabajó en el taller, hasta que un día, a los 18 años, su jefe, Guillermo Toro lo nombró como director de arte de su agencia sin importar su falta de preparación académica, que compensaba con una curiosidad abarcadora y una inquietud por mantenerse al día en las nuevas tendencias.
La experiencia ganada en publicidad le permitió ser una especie de “representante artístico” y así poder viajar a Europa y los Estados Unidos con la tranquilidad de no tener que lavar baños o limpiar cocinas para sobrevivir y darse algunos lujos, como comer langostas que los barcos pesqueros desechaban a precios módicos o viajar a Arizona y Los Ángeles en busca de la onda hippie del “verano del amor”. “Vivía de lo que pintaba”, lo dice mientras me muestra unos cuadros en los que está trabajando, bocetos de lápiz y tinta que se asemejan a los carteles de cabarets de Toulouse-Lautrec, mujeres desnudas.
—Se gana menos que en la televisión —dijo—, pero es mucho más divertido.
Nunca planea algo que vaya más allá de unas horas. “Mi vida es así: al garete, sin rumbo definido, sólo ahora que eché raíces y me quedé aquí”. Su anhelo siempre fue hacer una movie Vaugrant (un actor de películas en varios idiomas y diferentes lugares simultáneamente) como su admirado Klaus Kinski, quien actuó en los cinco continentes y mantuvo una relación extraña y explosiva con Werner Herzog. Frank podría durar horas hablando de ellos dos, o sobre Akira Kurosawa. De hecho sabe tantas anécdotas sobre Fitzcarraldo o Rashomon que podría confundirse con un cinéfilo desocupado sin más afanes que el saber un detalle más, como que el célebre director japonés tiñó el agua con tinta negra para lograr el efecto de la lluvia intensa o su perfeccionismo que rayaba en lo maníaco. “Kurosawa y Picasso son los últimos dioses en los que he creído”. De ellos resalta tres aspectos comunes: su ambición, rigurosidad y disciplina.
Y en parte también esta adoración y su vida al garete se explica por el reflejo de su contraparte. “La televisión en Colombia era asquerosa, incipiente… era radio con caras”, dijo. Los primeros actores de la televisión nacional habían salido de la Radio Nacional, se limitaban a ponerle cara de circunstancia a los diálogos, es decir, una radionovela vista y escuchada, cuya narración desdibujaba la magia de cada una y empobrecía el resultado final. “Yo me fui por eso, por una cosa personal, porque necesitaba compararme con actores de otra parte”, asegura mientras prolonga la espera por un trago de whisky.
En ese ir y volver a Colombia, de la actuación y de la vida pública, ha transcurrido su vida. En episodios que dejan la sensación de que la historia todavía tiene un capítulo más. Su decisión de no volver a participar en ninguna telenovela o producción nacional es fruto del cansancio, de la tremenda abulia que sintió cuando grababa ‘Los tacones de Eva’, hace algo más de cinco años, junto a su gran amigo Jorge Enrique Abello.
—Terminé esa telenovela apunta de disciplina, de profesionalismo —dijo—. Después dije nunca más…
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Quienes conocen a Frank, quienes han seguido de cerca su vida y sus estudios entienden su retiro voluntario como un merecido descanso, “para eso trabajó arduamente durante años… para que haga lo que le dé la gana”, señala su amigo Víctor Gaviria; por su parte Rosalba, la mujer que le organiza su vida, una especie de “embajadora de la realidad”, se limita a decir “don Frank sabe cómo hace sus cosas”. No se extrañan cuando se percatan que ha pasado más un mes sin que él salga de su casa, o cuando siente ansiedad y casi terror de salir a la calle por tropezarse con los universitarios que caminan por la “Calle de la Agonía”, donde queda su apartamento en La Candelaria.
Frank sin miramientos me aclara: “yo me crié solo, yo me hice solo y me gusta estar solo”. La soledad no lo asusta ni lo intimida, es más, la busca y la necesita. “Estoy absolutamente cómodo conmigo mismo”. Disfruta no tener que madrugar a las cinco de la mañana a grabar o presentarse a una audición, como lo hizo juiciosamente desde ese viaje a Nueva York. “Por mí culpa nunca se retrasó una escena o se dejó de grabar una hora”, tal era su puntualidad que llegaba media hora antes a las grabaciones para que nadie lo afanara. Pero hoy sucede lo contrario: se acuesta a las cinco de la mañana: “me encanta la noche… tengo la sensación de que si me acuesto temprano me estoy perdiendo de algo”.
Los conocidos con quienes se encuentra le preguntan si no se aburre al encerrado en su casa. Pero no sucede eso, “viajo”, dice Frank, “cojo un libro y me pierdo”. Cuenta esto cuando suena el celular y conversa animado, termina la llamada y sin desdibujarse me dice que lo acaba de llamar “un amor en espera que llegó de Nueva Zelanda”, abre los ojos y explota en carcajadas: “!Y yo que tan solo la quería invitar a Chía!”.
En la actualidad Frank se dedica a revisar los guiones y pulir las ideas de posibles largometrajes. Cuando lo visité por primera vez estaba leyendo ‘Crónicas de vidas indebidas’ de su amigo Fernando Laverde, al que le dio su visto bueno y consejos para su filmación. “Es que lo que no está en el papel no aparecerá en la pantalla, así de sencillo”. Recuerda la experiencia fallida cuando trabajo en la película ‘María Cano’ en 1987, que protagonizó María Eugenia Dávila y que por exceso de expectativas, cálculos mal hechos y un guión hecho a ‘trompicones’ se dio al traste con la historia de la líder laboral antioqueña.
Víctor Gaviria dice que a Frank se le puede conocer más por las películas que no hizo que por las que hizo. Una de estas fue ‘La ira de Dios’, filmada en Guanajuato, que tenía como estrellas a Rita Hayworth y a su director Ralph Nelson. “Ese fue una rumba patrocinada por la Metro Goldwyn Mayer”, cuenta que su director estuvo muy enfermo y casi no podía gritar ¡Acción!, a tal punto que el director de fotografía, Alex Philips Jr., lo despertaba cuando debía hacerlo y luego lo volvía a tapar con una funda para que pudiera descansar sin ser perturbado. En tanto, la diva de cabellos rojos, presentaba los primeros síntomas de alzhéimer.
—Era una mujer pequeñita, bajita, muy diferente a esa diosa llamada Gilda —dijo—. Aunque yo la veía de lejos y todavía mantenía esa cabellera roja espectacular.
La encontraba por ahí desprogramada en el hotel y la invitaba a comer helados, a mostrarle el pueblo, a que comiera comida mexicana, pues ella había vivido allí en su niñez. “Pero era una persona que únicamente hablaba de ella misma”. Al final la película fue un ladrillo y el único buen recuerdo fue la placa que aun hoy está inscrita en el hotel donde estuvo hospedado todo el equipo de grabación.
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Dos años después de semejante despelote, Frank regresó a Colombia invitado por su amigo Lisandro Duque a grabar ‘Milagro en Roma’, la adaptación de uno de los cuentos de García Márquez en su libro ‘Doce cuentos peregrinos’. Aunque estaba dudando sobre continuar con el proyecto un afortunado encuentro terminó con sus titubeos.
—Yo vi a esa chinita tan absolutamente hermosa y le dije a Lisandro que si quería que yo estuviera en la película debía grabar una escena con ella.
Treinta años antes, un amigo de Actors Studio lo invitó a conocer a un maestro espadachín. “Allí me enamoré del aura magnífica de este anciano”, se adentró tanto en la cultura japonesa que terminó por vivir en un barrio de japoneses y andar de arriba para abajo con amigos nipones, “yo era el único extraño entre una multitud de chinitos…”. Del maestro espadachín no supo mayor cosa, pero su enseñanza me la contó con una especie de guía: “un japonés nunca te regalaría un ramo de rosas, sino una rosa”.
Ese precepto lo siguió a lo largo de su carrera como actor y guionista: actuar (o jugar, como él prefiere decirle) para esa persona que esta al otro lado de la pantalla. No el gran público sino el espectador común y corriente que va a las funciones con sus amigos o acompañado de su familia. Yo trabajaba para él o ella, ya después el tiempo y la vida eran completamente míos. Se levanta de su asiento y me invita a conocer su taller de pintura, me muestra toda una serie de desnudos femeninos que son una obsesión que cada noche va sacándose. “Mire este, los colores me los traen directamente de un almacén de Nueva York, y allá regresan con mi galerista”.
Son bellezas, el arte tiene su propia realidad. En parte eso es la televisión para Frank. “Sueños, y los sueños están hechos con gente bonita”, yo simplemente serví de contraste durante algunos años.
En Twitter @Sal_Fercho
Hace un poco más de siete años conocí a Frank Ramírez en su casa, en el centro de Bogotá, este es el resultado de semanas de conversaciones y días de acompañarlo, de observarlo y compartir su vida. Las fotografías de son Lina Rozo, su Instagram es linarozo
Excelente actor, excelente escrito.
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