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El entusiasmo con el que miles de personas vienen utilizando la bicicleta para solventar su movilidad en Bogotá nos ha puesto a chupar la rueda de la felicidad. Personas del estrato 2 hacen la mayor parte de los 600.000 viajes diarios en bicicleta, muchos de ellos por las ciclovías cuyo número de kilómetros es el mayor en América Latina.

Para llegar a la meta enunciada por el Alcalde Enrique Peñalosa (ciclista contumaz) que el 10% de la movilidad de Bogotá se lleve a cabo montando la cicla, los proyectos estratégicos del presentado Plan de Desarrollo 2016 – 2020 la llevan en la parrilla. En cuatro años se espera tener 200 nuevos kilómetros de ciclorutas. Y de los 90 billones que costará ese salto, el 48,6% será para movilidad.

Hasta ahí el cuento de hadas.

La verdad es que la bicicleta hace parte del vergonzoso colapso de la movilidad en Bogotá, pero sobre todo, de la inexistencia de un proyecto de convivencia cívica y ciudadana que no hemos podido implementar en esta babélica metrópoli. Hay algunos disciplinados y espartanos ciclistas, y contados clubes que albergan a un grupo de ellos, que respetan las normas y se mueven por la ciudad como heraldos de un mejor vivir. Pero la mayoría de los corredores y corredoras hacen parte hoy de esa jauría que no tiene ni Dios ni Ley, y en la que pelechan peatones, bicitaxis, monopatines, motos (¡motos!), motos asimiladas a bicicletas, automóviles, camionetas, camiones, buses escolares y esas joyas del transporte público que son los SITP, en muchos de los cuales parece que la única diferencia con la antigua “guerra del centavo” fuera el color azul.

Lo describe con acierto el tango “Cambalache”: vivimos revolcados en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados. En horas pico o valle, en cualquier momento y lugar, estamos presenciando y protagonizando unas peligrosas escenas circenses del “sálvese quien pueda”, en donde todo el mundo hace lo que se le da la gana, que ha devenido en nuestra única y practicada norma. Los ciclistas de las cifras fantásticas del principio se meten por donde les provoca, a velocidades de desmadre, sin respetar señales ni obligaciones ni andenes, y francamente, hay que verlos para entender que hacen parte del mismo despiporre de las motos letales. Mejor dicho, de la anarquía soberana de todos los medios de transporte.

¿Qué nos pasa? ¿Por qué estamos perdiendo productividad, tiempo y vida, tranquilidad, bienestar y alegría en nuestro desplazamiento por Bogotá? ¿Por qué cada día nos volvemos más agresivos, descarados, ofensivos, groseros, altaneros y definitivamente peligrosos, asesinos en potencia, en nuestros vehículos? ¿Hasta cuándo vamos a entender que la movilidad o la inmovilidad nos están robando a dentelladas nuestra calidad de vida? ¿Por qué una ciudad con tantas cualidades se está perdiendo en el hueco negro de su mal transporte?

Mi explicación es esta. Miro las fotos del libro “La Bogotá del Tercer Milenio: historia de una revolución urbana”, que me correspondió editar como informe de gestión de la primera administración de Enrique Peñalosa. Y no puedo creer lo que ahí veo. Es como si una ciudad fantástica se hubiera implantado, sojuzgando a la despelotada Bogotá de finales del siglo XX. Hay parques, colegios, alamedas, avenidas, andenes, barrios desmarginalizados y ciclovías. ¡Ciclovías!

Esa ciudad era un juguete nuevo. Que no sabíamos exactamente cómo manejar. Del que era preciso apropiarse con un manual de funcionamiento, siguiendo reglas precisas, si no se quería malgastarlo como ha pasado. Y es que después de la segunda administración de Antanas Mockus, que siguió a la de Peñalosa, y en la que se hizo énfasis por última vez en la cultura ciudadana, vinieron las alcaldías de los tres alegres muchachos –Garzón, Moreno y Petro— y acabaron con la ciudad bonita. Porque aquí pasa lo contrario de lo que ocurre en Medellín: la ciudad no está por encima de los caprichos de sus mandatarios.

Para sostener esa ciudad, esa novedosa propuesta mundial que hizo Peñalosa, y que sirvió de ejemplo para todas las ciudades del país –y para muchas del mundo— era necesario un capital para mantener la infraestructura y la aplicación del garrote y la zanahoria para establecer el cómo comportarse, el cómo convivir. Cultura ciudadana y pedagogía paciente con un límite: el ejercicio de la autoridad. Enseñar, enseñar y enseñar, y después, al que no cumpla, sancionar. Muy duro sancionar…

Pero eso no se practicó. Se abandonó. No hubo plata para el mantenimiento, y por eso, hoy los andenes están como están (hay que ver los de la Carrera 15, el primer hito de la transformación). Y hoy no tenemos ni cultura ciudadana ni autoridad. La cultura ha tomado un cariz de “anti”, de desafío, de reto destructor, porque no hay propuesta pedagógica y porque no hay ni quien cumpla las normas ni quien las haga cumplir.

Hay quienes consideran que ya va siendo como hora de que el Alcalde Enrique Peñalosa le aplique a la movilidad un plan de choque. Radical, rotundo, sin temores. Con ejercicio de la autoridad ausente en nuestro país. Ganando la simpatía de unos y la antipatía de otros, como les corresponde a los gobernantes cuando persiguen el bien colectivo. Cuando no viven maniatados a las sonrisitas y a las encuestas de opinión, cuando no quieren quedar bien con todo el mundo, cuando el valor del servicio público se sobrepone al espíritu de la farándula.

No se vio en el informe de los cien días. Y no aparece, por lo menos en lo que se informa públicamente del Plan de Desarrollo, ningún rubro importante destinado a la cultura ciudadana. A menos que sean los 2,1 billones destinados a “Construcción de Comunidad”, un poco más del 2% del presupuesto. Pero no aparece la cultura ciudadana. No, como debería ser: una gerencia poderosa y fundamentada, con un presupuesto hercúleo, tareas específicas y continuas, y no simplemente un despacho de pacotilla con tareas marginales y grupos de comparsas soplando matasuegras y saltando en los semáforos.

A este país lo va a coger el denominado «posconflicto»2016-MAYO1-BICICLETA-MONTAJE sin cultura ciudadana ni valores cívicos. Sin reglas de convivencia, con nociones de colectividad y vida en común que no sobrepasan los rudimentos de los primeros años del siglo pasado. Y la más grande representante de esa carencia –por su tamaño, su número de habitantes y su papel productivo— es Bogotá. Y así, Alcalde, podremos tener mucho asfalto pero poca más bien poca felicidad.

Y colorín colorado, este cuento no se ha acabado.

 

(Montaje sobre foto de El Espectador).

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