Por Verónica Arias Garzón* y Daniel Ospina Celis**
Las interacciones entre las grandes empresas y los Estados determinan nuestro día a día. Ninguno de los dos es neutral, ambos buscan incidir en las decisiones del otro. Dado que los objetivos económicos de las empresas y los objetivos políticos de los Estados divergen, las empresas buscan imponerse para obtener provecho. Ejemplo de ello es que en la pandemia las farmacéuticas han impuesto la moda de la opacidad.
Esta simbiótica relación no quita que algunas empresas tengan mayor poder económico que los Estados. En la industria farmacéutica este desbalance es notorio. El dinero, el régimen de patentes y la posibilidad de generar innovación y empleo les da una gran capacidad de negociación. El valor de mercado en 2020 de Johnson & Johnson fue de 345.000 millones de dólares. Mientras tanto, el PIB de Colombia en 2019 —antes de una caída de casi 9 % en 2020— fue de aproximadamente 323.000 millones de dólares. En contraste con la caída del PIB nacional, las ganancias de Pfizer aumentaron en un 41 % el año pasado.
En la pandemia, las farmacéuticas han sido protagonistas: son las únicas con la capacidad económica y la capacidad técnica para desarrollar y producir vacunas, lo que les ha permitido desplegar todo su poder para poner a su favor normas locales e internacionales. Frente a este poder, amasado e incrementado en las últimas décadas, los compradores de vacunas (los Estados) no parecen tener muchas opciones si actúan separadamente. Para conseguir vacunas deben someterse a la voluntad de las farmacéuticas transnacionales. Los jefes de gobierno se han enfrentado a un difícil dilema: ¿ceder a las condiciones de negociación de las farmacéuticas con tal de obtener vacunas y proteger a su población? O ¿no ceder y afirmar algunos valores que, en un Estado de Derecho, son innegociables, pero no obtener vacunas?
Argentina, por ejemplo, consideró que las condiciones impuestas por Pfizer eran inaceptables. La farmacéutica exigió inmunidad total y el Gobierno argentino no accedió. Esta situación se replicó en Brasil, pues Pfizer pidió, además de la inmunidad, garantías sobre activos del Estado, por lo que el Gobierno brasilero se retiró de las negociaciones. Sin embargo, los gobiernos no han sido del todo contestatarios, pues han accedido a la incorporación de cláusulas de confidencialidad en los contratos de suministro de vacunas.
El gobierno colombiano no ha sido tan estricto. En diciembre de 2020, el Congreso de la República aprobó una ley que limita la responsabilidad de las farmacéuticas a acciones u omisiones negligentes o que tengan la intención de causar daño. El fin de obtener las vacunas, aunque pocas y tarde, justificaba los medios. Otra concesión fue aceptar, sin mucho poder de negociación, la imposición de cláusulas de confidencialidad sobre el proceso de negociación de los acuerdos para la compra y entrega de vacunas, así como de los contratos finales. La primera cesión de Colombia ante las farmacéuticas fue el secretismo total.
Por esto, ante las solicitudes de información relacionadas con estos contratos, el Gobierno ha protegido la confidencialidad. El argumento para hacerlo es simple: revelar esta información equivale a romper el contrato, lo que podría dejar al país sin vacunas. A pesar de que existe una Ley de Transparencia clara que exige, por regla general, que toda la información en poder del Estado sea pública, la información contenida en los contratos sigue siendo reservada. El Gobierno se niega, incluso, a hacer públicas las cláusulas de confidencialidad que sustentan el secretismo. Se obligó en contra de su propia ley, a sabiendas.
El secretismo total solo beneficia a las farmacéuticas. La falta de información garantiza que nadie se meta en asuntos “privados” como el valor que estamos pagando por cada dosis, el número de dosis que hemos adquirido y las entidades y personas involucradas en la adquisición. Sobre todo, la opacidad relega al olvido cualquier otra condición impuesta por las farmacéuticas. Lastimosamente, también pone en riesgo la participación y el control ciudadano, el funcionamiento transparente de las entidades públicas y la vigilancia de la función estatal.
La confidencialidad es, en últimas, el triunfo por nocaut de las farmacéuticas sobre los gobiernos. O negociamos a puerta cerrada y lo que acordemos es secreto, o no negociamos y no enviamos vacunas. Colombia renunció a los valores de publicidad y transparencia, y aceptó la confidencialidad total de las negociaciones y de los contratos. No sabemos cómo se negociaron, cuánto nos van a costar las vacunas, ni por qué nos van a costar eso que no sabemos cuánto es. El secretismo hace imposible saber en qué más cedió el país. Ojalá no nos hayamos arrodillado por completo.
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* Pasante de la línea de Tecnología, Transparencia y Derechos Humanos de Dejusticia
** Investigador de la línea de Tecnología, Transparencia y Derechos Humanos de Dejusticia
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