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Por: Juan David Cabrera Arocha*

Tal vez haya formas de democracia radical donde la corrupción sea casi imposible, donde la paz sea casi constante. | Foto: Stephanie Lecocq, EFE

Para esbozar una reflexión  sobre corrupción y paz, creo que las ideas del legendario filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel pueden ser de utilidad. Mi punto, siguiendo a Dussel, es que la corrupción debe analizarse más allá de su sentido restringido (el robo o desviación de recursos públicos), sino que se debe considerar la dimensión ética en la elección de una determinada política pública. Esto es, si la política pública beneficia a la ciudadanía, es decir si es ética y no corrupta, entonces contribuye a la construcción de la paz.

Tal vez la corrupción y la paz no parecen relacionadas, pero se ha descrito en la literatura que: 1. La corrupción genera desconfianza en las instituciones, en contextos de construcción de paz (como el colombiano), 2. Altos niveles de corrupción se asocian con mayor violencia, 3. Cuando le corrupción aumenta, ello puede ser un predictor de que la paz se deteriorará.

La corrupción es, entonces, un problema fundamental que se debe abordar para construir una paz estable y duradera. Sin embargo, no quiero hacer aquí una crítica a la concepción tradicional de corrupción (como ya lo dije), sino que propongo una crítica más ética sobre la corrupción originaria en la política. Y es aquí donde el profesor Dussel resulta útil.

Para Dussel, la corrupción originaria se da cuando el político (presidente, congresista, alcalde), se asume como la fuente del poder político, olvidando que la sede del poder es la comunidad política. El político corrompido olvida que su ejercicio del poder es delegado, y que dicho poder es para sostener y mejorar la vida; esta es la dimensión ética de la política. Olvida que es un simple mandatario, y se convierte en un mandante, en alguien que va a velar por sus propios intereses y no por los de la comunidad política, como si no tuviera que rendirle cuentas al pueblo. Dussel pone el ejemplo del político que se ha corrompido, no por robar, sino por gobernar para su grupo: para su clase, para su etnia, para su tribu (sus aliados políticos).

Y así, por ejemplo, los políticos que instituyen políticas que aumentan la pobreza, la desigualdad y el desempleo, con modelos tributarios que benefician a los más ricos (como lo ha demostrado Uprimny y el Washington Post), ya de por si estarían corrompidos. Lo mismo los que promueven políticas extractivistas y desarrollistas, a costa de los costos ambientales y sociales que acarrean (contaminación, emisión de CO2, pérdida de biodiversidad, aumento de criminalidad, ruptura de lazos comunitarios). También aquellos políticos que reproducen roles estereotípicos para la mujer, olvidando que la mujer, como parte de la comunidad política, es su mandante, es quien le delegó el poder. Son conclusiones polémicas, pero se desprenden de la no ética de dichas políticas. Son políticas que no sostienen ni mejoran la vida, siguiendo a Dussel.

Implementar políticas corruptas, en el sentido en que Dussel le da al término, no resulta compatible con la construcción de paz. Candidatos con discursos vacíos sobre corrupción, sin políticas que sostengan y mejoren la vida, no contribuyen a la construcción de paz.

Tal vez debamos replantearnos un poco la forma de hacer política. Cómo lo dicen los zapatistas, el político debe mandar obedeciendo: “Fue nuestro camino siempre que la voluntad de los más se hiciera común en el corazón de hombres y mujeres de mando. Era esa voluntad mayoritaria el camino en el que debía andar el paso del que mandaba.” Tal vez haya formas de democracia radical donde la corrupción sea casi imposible, donde la paz sea casi constante.

 

* Dejusticia

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Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad / Center for the Study of Law, Justice and Society. We work to promote human rights in the Global South.

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