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Por Sindy Castro*

Para hacer las arepas que regalaba, mi abuela duraba aproximadamente una semana, entre coger y desgranar la mazorca, molerla, ordeñar la leche, hacer la cuajada, asarla y rasparla. | Foto tomada de Flickr**

Si alguna vez usted va a Guayatá y desea comer las arepas típicas boyacenses que allí se preparan, de seguro le ofrecerán las arepas evangélicasLas mismas que podrá ver asándose en un monumento al patrimonio gastronómico del municipio en la esquina del parque. Pero… ¿por qué llamar evangélicas unas arepas? Las llamaron así para señalar a mi abuela y a las personas que la siguieron. Aunque para muchos la libertad religiosa es un derecho que dan por sentado, en Colombia esto no siempre fue así. La lucha “por estudiar la biblia” de mi abuela Marielina, una lideresa social de Boyacá, bien lo ilustra. Un liderazgo que además muestra las tantas luchas invisibles de mujeres grandiosas que hacen más de lo que uno imagina.

Las arepas de una delgada masa de maíz y un gran centro de cuajada —que su madre le había enseñado a amasar con dos grandes piedras y a “asar a la laja”—, eran parte del sustento de mi abuela. Eran tan apetecidas que más tiempo le tomaba dirigirse al pueblo desde su casa en el campo que tenerlas sin vender en su canasto. Un sábado de la década del 60, mientras las vendía en el pueblo vecino, vio a un grupo de personas reunidas en un pequeño garaje. Al notar su interés , la invitaron a pasar y le dijeron que no se preocupara por la venta. “Eso se puede arreglar, entre y participe si le interesa”. El interés no fue poco, pues aunque para ese entonces mi abuela y su familia eran católicos confesos, el siguiente sábado ella se encontraría de nuevo en el garaje, no solo para vender arepas sino para participar del culto religioso que allí se llevaba a cabo. No estoy segura de qué le llamó la atención, pero ese fue el inicio de su lucha.

Sin dejar pasar la oportunidad y viendo que mi abuela continuaba asistiendo, los adventistas del séptimo día, la iglesia que mi abuela descubrió aquel día, le dijeron que irían a Guayatá. Este es el pueblo de mi abuela, históricamente del partido Conservador y sumamente católico. Al no ver ningún problema, ella los invitó para que se reunieran en su casa. Ni corta ni perezosa, porque mi abuela es puro garbo y soltura, invitó a vecinos y familiares para que conocieran lo que para ella había sido un muy bello acontecimiento. El problema vino después de varios encuentros, cuando el párroco y  la alcaldía del pueblo se percataron de lo que ella estaba haciendo: introducir un nuevo culto religioso en un pueblo en donde solo existía uno, el católico. Ahí comenzó lo que para mí, como abogada, fue la reivindicación de mi abuela por sus derechos y lo que para ella fue su lucha, su justicia y su huella.

Lo primero que hicieron, con el apoyo de la policía del pueblo, fue prohibir la entrada de la pareja que llegaba cada ocho días a Guayatá realizando una de las misiones más importantes en el credo adventista: “llevar el evangelio”. Hacer reuniones para estudiar la biblia, orar y cantar. Las amenazas eran de tal envergadura que llegaron al punto de llevar a estas personas a la cárcel. Pero como “la semilla sembrada en buena tierra tiene fruto”, mi abuela siguió su trabajo y los otros su lamentable oposición. Cuenta Marielina que entre todas las acciones de persecución, dos fueron las más aterradoras.

Como si fuera la edad media, una noche un grupo de personas fueron donde dormía Oliva, la hermana de Marielina, para lanzar un artefacto y quemar la casa. Entorpecidos por el trago, fallaron en su intento y quemaron un árbol. Sin embargo, esto fue suficiente para que la familia afectada decidiera dejar el pueblo e irse a vivir a Bogotá. El otro hecho fue similar: un grupo de personas llegó a la casa de mi abuela a revisar sus pertenencias, en especial buscaban la biblia que estudiaba como si fuera un libro cargado de algún poder maléfico. Mientras esto sucedía, mi abuela escondía su biblia en la ceniza para protegerla, pues sabía que si la encontraban terminaría destruida como había sucedido una vez anterior.

Casi obligada a renunciar a sus creencias, pasaron unos años de silencio y quietud frente al culto religioso que mi abuela quería profesar. Sin embargo, el llamado permanecía. “¿Yo qué estoy haciendo?” pensaba ella. Así, decidió llamar a algunos vecinos que la habían acompañado antes. Sin que desapareciera el temor que sentían, comenzaron a reunirse en una habitación de la casa de mi abuela para que, cuando oraran o cantaran, nadie los escuchara. Poco a poco el miedo se fue desvaneciendo y la gente se fue enterando. ¿Qué quedó en esa época? Las burlas, los comentarios y los señalamientos, los llamaban “la plaga mala” cuenta ella. En su casa organizó el culto por más de 10 años, ponía tareas, hacia sermones y estudiaban la biblia. Allí se llegaron a reunir más de 100 personas a lavarse los pies las unas a las otras, como lo suelen hacer los adventistas siguiendo el rito de la última cena de Jesús. Luego de un tiempo, y con un gran esfuerzo de recolección de fondos y trabajo conjunto, construyeron una iglesia en el pueblo.

Pero si de hablar de la grandeza de Marielina se trata, injusto sería reducir su papel como lideresa a la creación de la iglesia. Su liderazgo sin lugar a duda también se vio reflejado en su absoluta dadivosidad y acciones de cuidado. Aunque nunca tuvo de sobra, ella dedicó buena parte de su vida a conseguir y distribuir recursos como ropa, comida y techo a quienes por diferentes situaciones lo necesitaron.  Así, fue usual encontrarse en la casa con personas agradeciendo, visitando, o haciendo convite para sacar algo de ropa, comida o “una maleta para que pueda caminar mejor con las muletas”, o tiempo “para ir a visitar a fulanito que está enfermo y no tiene a nadie”.  Eso sí, lo que nunca faltó fue la tan anhelada arepa hecha por ella, que con su generosidad daba alegría al paladar y al corazón.

Para Marielina, la fe no solo se refleja en el culto que lleva a cabo los sábados fielmente, sino en la empatía y el servicio hacia otros. Muchas veces este tipo de acciones no son vistas como parte del liderazgo social. Su invisibilización responde a la falta de reconocimiento del tan necesario trabajo de cuidado de mujeres como Marielena hacia su comunidad. Acciones que pasan por la dadivosidad sin reserva al ver el sufrimiento y la necesidad del vecino o de quien llegue a tocar puertas al ser nuevos en un lugar sin ningún soporte, ni siquiera el del Estado.

Hay cosas que pasan en Colombia que son difíciles de creer, esta historia es una de ellas. Otra, pensar que por dedicarse a las tan necesarias acciones de cuidado en la comunidad, no sean reconocidas como lideresas sociales mujeres que como Marielina han dedicado su vida a servir al otro. Para hacer las arepas que regalaba, mi abuela duraba aproximadamente una semana, entre coger y desgranar la mazorca, molerla, ordeñar la leche, hacer la cuajada, asarla y rasparla. Con esta entrada no solo quiero hacer un pequeño homenaje a la gran mujer que ha sido Marielina sino a las muchas mujeres en Colombia que no son vistas como lideresas sociales al no ser reconocida su labor de cuidado.

Ante las preguntas de muchas personas por el secreto de las arepas evangélicas hechas por la abuela, ella responde que su hacer es muy delicado, tan delicado como las labores que se hacen a mano. Si usted llega a pasar algún día por Guayatá y pregunta por la arepa evangélica, se dará cuenta que la misma hace parte fundamental de la cultura de este lugar y recordará que detrás hay una historia que abrió las puertas a nuevos credos y al trabajo mancomunado para el cuidado en Guayatá.

Investigadora de Dejusticia.

**Foto: Stuart. Arepas Boyacenses. En Flickr (CC BY-NC-ND 2.0).

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Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad / Center for the Study of Law, Justice and Society. We work to promote human rights in the Global South.

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