Por Mariana Camacho Muñoz*
Cuando las mujeres y las disidencias se juntan pasan cosas interesantes en la disputa política por construir nuevos sentidos de lo justo. Estas han puesto en nuestras vidas discusiones sobre los abusos y las violencias que de otra forma no estarían sobre la mesa. Con esto han buscado transformar espacios en los que se ha dado por sentado que los poderosos no tienen límites ni responsabilidad, incluso cuando son académicos muy reconocidos en los círculos de la academia crítica, como Boaventura, que ha sido denunciado en varias ocasiones por abusos sexuales.
Tres de las denunciantes escribieron un capítulo de un libro en el que muestran, sin nombrarlo, cómo sus acciones abusivas eran respaldadas y protegidas por sus colegas y subalternos más cercanos cuando era director del CES en la Universidad de Coimbra. Otra mujer mapuche llamó la atención sobre un intento de violación y otra más denunció abusos sexuales mientras estudiaba su doctorado. Además, otras mujeres de un colectivo de investigadoras y ex-investigadoras del CES se sumaron recientemente a las denuncias. El común denominador de todas las denunciantes es que estos abusos sexuales se presentaron en un espacio académico y fueron cometidos por la misma persona.
A mi parecer, las denunciantes también están planteando un asunto de suma importancia para construir espacios en la academia que sean críticos y realmente transformadores: hay que poner en el centro la responsabilidad que deberían tener los académicos poderosos. Esto significa que deben pensar concretamente en interacciones cuidadosas y límites consentidos. También en que lo que hacen y dicen tiene consecuencias a las que deben hacer frente, lo que implica asumir la discusión que nos convoca: los abusos sexuales. Por eso ha sido molesto leer particularmente la primera respuesta de Boaventura a las denuncias que se le hacen, pues esquiva esta conversación.
La víctima perfecta, inocente e impoluta
Una parte de la primera respuesta de Boaventura se centra en cuestionar a una de las autoras del capítulo, pues se ha dicho que ella ejerce violencias en entornos laborales. Con esto, deja de lado la experiencia de las otras dos autoras que lo denuncian. Pero también lleva a la pregunta de si las denuncias de abuso sexual son ilegítimas o menos creíbles cuando son hechas por alguien que también ha sido denunciada por ser poco ética.
A esto podemos responder que no y que este argumento es de plano insuficiente para defenderse de una denuncia por abuso sexual. Incluso en instancias judiciales se ha desvirtuado argumentar sobre los comportamientos de las sobrevivientes para disminuir la responsabilidad de los abusadores, pues las sobrevivientes suelen enfrentarse a un sinnúmero de barreras para ser legitimadas como tales en los aparatos de justicia. Recordemos el rechazo de una denuncia por violación porque la víctima usaba ropa interior roja o los cuestionamientos que suelen hacerles: es que salía mucho de fiesta, es que estaba borracha. A las víctimas de abusos sexuales se les exige no presentar ni una sola “mancha” en su historial, ni un solo comportamiento considerado “desviado” o “inmoral” para ser creídas, y se les somete al escrutinio público. Esto explica, en parte, el escaso acceso a la justicia en estos delitos.
Por esta razón, las sobrevivientes se enfrentan constantemente al miedo de no ser creídas, pero también al miedo de tener un revés en su carrera académica, donde deben estar compitiendo permanentemente por reconocimiento, que puede ser opacado por una denuncia. La cosa se empeora cuando los denunciados son cercanos, como colegas o jefes, y denunciar puede “dañar” proyectos académicos y políticos, lo que las ubica en una situación abrumadora. Aunque puede ser un alivio que cada vez más voces digan “yo te creo”, de todas maneras desafían un sistema desigual que no deja de premiar (y escuchar) a quienes tienen más poder.
Por eso, la respuesta de Boaventura es insuficiente e irresponsable: nos lleva a discutir si la víctima es legítima o no, en lugar de reflexionar sobre sí mismo, independiente del comportamiento de la denunciante. Su actitud es la de evitar la conversación sobre los abusos sexuales y las violencias que pueden provocar los vínculos íntimos entre profesores y estudiantes.
El juego del prestigio
Boaventura ha acumulado gran prestigio en la academia crítica global por décadas de investigaciones con movimientos sociales, particularmente en América Latina. Sin embargo, tampoco se puede obviar que el sistema académico favorece a sujetos como él y les facilita el acceso al reconocimiento mediante el acceso a una «mejor» educación en Europa, mejores salarios y mayor número de herramientas materiales e intelectuales para conducir investigaciones desarrolladas en el Sur. También, por ser un hombre blanco, es menor el temor a ser agredido sexualmente en el trabajo o a ser insultado o subestimado por razones étnicas o raciales. Estudiar esta desigualdad ha sido una apuesta del pensamiento crítico en el mundo.
Por ende, es casi indudable la consciencia de Boaventura sobre este sistema: muchas de sus investigaciones apuntan a comprenderlo junto con personas que no encarnan sus mismos privilegios. Sin embargo, por las denuncias, no es tan obvio que se haya cuestionado su posición de poder en las relaciones con subalternas (o la de sus colegas cercanos) y los efectos perversos de su prestigio, que lo harían casi intocable o, como decimos popularmente, una “vaca sagrada”. En su respuesta, paradójicamente, dedicará una parte a defender su prestigio y el del CES, y a cuestionar la pertinencia académica del capítulo que publicaron las subalternas que lo denuncian.
Si bien no estoy afirmando que las posiciones de poder o de vulnerabilidad son estáticas o definitivas, tanto como no lo son las identidades, sí que el uso irresponsable del prestigio en una academia que vive de las jerarquías; es el caldo de cultivo perfecto para la emergencia de violencias e impunidad. Más aún cuando se denuncian silencios institucionales. Además, es necesario que la academia se ocupe de comprender cómo surge, opera y se mantiene este sistema. El encuentro de los relatos de las denunciantes son insumos claves para pensar la maraña de violencias, en tanto nos permiten conocer y actuar desde lo íntimo contra los efectos del abuso de poder. El silencio ha dejado de ser una opción, aunque hablarlo incomode y atemorice.
La otra cara del euro
Conversé con una investigadora indígena que presentó, junto con otras colegas, una denuncia colectiva ante el comité de ética del proyecto que lidera la autora principal del capítulo mencionado. Ellas denuncian haber sido violentadas psicológica y laboralmente por ella, y también haber sufrido racismo. Esta denuncia pone de presente un asunto explorado particularmente por mujeres y disidencias indígenas y negras: existen abusos más allá de los abusos sexuales que son igualmente graves y que debemos eliminar de nuestras sociedades.
Esto no hace menos grave las denuncias por abuso sexual contra Boaventura, más bien ayuda a ver que el problema de fondo es una academia desigual, patriarcal y colonial que se aprovecha de cualquier tipo de vulnerabilidad. Y que sigue reproduciendo violencias perpetradas por académicos y académicas abusivas que ejercen más poder y lo hacen de forma irresponsable: con evasiones, poco cuidado y sin límites consentidos claros, independientemente de que pertenezcan a un proyecto académico de izquierdas o crítico. Por esto, la academia crítica debe pensarse cómo llegar a ser antipatriarcal, antirracista y libre de abusos con prácticas concretas si quiere continuar llamándose crítica. Y esa no es solo una responsabilidad de las mujeres y disidencias en su diversidad, que ya vienen haciendo mucho por el pensamiento, la justicia y la política realmente transformadoras.
Nota: ya hay una segunda respuesta de Boaventura donde aporta pruebas contra otro testimonio. Sin embargo, ¿el camino es responder una a una las denuncias cuando son diversas y cada vez más numerosas?
* Investigadora de Dejusticia
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