Por: Jorge Iván Cárdenas

Luego de la pandemia generada por el Coronavirus, mucho se ha hablado en materia ambiental y desarrollo sostenible. Por ejemplo, el tema fue prioritario en el Foro Económico Mundial realizado a comienzo de año. También, el Fondo Monetario Internacional ya identifica que las alteraciones a las finanzas públicas podrán venir de riesgos asociados a los desastres climáticos. Sin duda alguna, es un tema tremendamente taquillero, pero que va tomando un interés real en los gobiernos. 

Desde la perspectiva del libro de Harari: De animales a dioses’, se plantea que estos eventos y fenómenos están fuertemente ligados a la evolución natural y, en efecto, se ven exponencialmente multiplicados por la acción humana.

No obstante, detenernos en avanzar no es la solución. Paradójicamente, nuestro actuar produce innovación, ciencia, y desarrollo para fortalecer las condiciones de vida. Empero, la asimetría de conocimiento, capacidades y herramientas entre los países avanzados y los subdesarrollados, generan distorsiones en el crecimiento y desarrollo igualitario. 

Una solución factible y efectiva sería la cooperación constante y persistente, pues reconocer el problema y no atreverse a tomar decisiones no es una salida confiable. Seguro habrá diferencias que deberán solucionarse a través de la deliberación y articulación de políticas que preserven la riqueza natural, pero habrá que hacerlo.

Según estudios del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, Colombia es el segundo país más biodiverso en el mundo con 54.871 especies registradas, de las cuales 3.625 son especies exclusivas; mientras el Ministerio de Ambiente enuncia que existen 1.116 áreas protegidas que cubren 31.174.899 hectáreas, equivalentes al 15% del territorio nacional, delimitadas en función del Convenio de Diversidad Biológica. 

Irónicamente, estos puntos de biodiversidad y protección no son valorados por el total de comunidades que habitan en los territorios, ya que han acogido actividades de aprovechamiento de los recursos naturales de manera poco responsable, con el objetivo de solventar su supervivencia. Lo anterior en vista de que los recursos y oportunidades que evocan del Estado y los mercados privados siguen siendo insuficientes para satisfacer actividades de uso sostenible del suelo, aprovechamiento de la diversidad y convergencia institucional; y los recursos que se invierten no tiene criterios de eficiencia y eficacia, sobre todo en los niveles más bajos de gobernabilidad del sector público.

La percepción inicial es que las inversiones en ambiente y desarrollo sostenible no tienen un impacto real sobre la transformación de la sociedad y los territorios, además de ser vistas como ‘un derroche de dinero’, pero es adecuado continuar investigando e invirtiendo en el tema. Por otro lado, otra propuesta es que estas comunidades migren a centros urbanos. El BID, en el libro ‘Políticas climáticas en América Latina y el Caribe: casos exitosos y desafíos en la lucha contra el cambio climático’, destaca el desarrollo de los mercados financieros verdes, dando luces para que se invierta al respecto. 

La llaga de los recursos: quienes hoy se meten la mano al bolsillo son los más criticados de las afectaciones al ambiente. En detalle, quienes están llevando a cabo la transición energética son los principales impulsores de reducir la contaminación causada. Es fácil que las empresas dedicadas a la producción, el transporte y la distribución de recursos naturales no renovables inviertan en reducir los efectos del cambio climático, sobre todo porque deberán prevalecer la continuidad del negocio. 

Existe también la llaga diplomática y gubernamental, pues es claro que deberá existir un marco regulatorio que permita honrar los compromisos adquiridos en instrumentos diplomáticos a nivel mundial, como los realizados en París.

Además, se requiere acciones coordinadas de voluntad, tanto política como económica, para persistir en mejorar las regulaciones y focalizar mejor aún los recursos. Un ejemplo que deberán seguir los países de la región es el de Colombia, que a través de los marcos regulatorios del Sistema General de Regalías, logró tener recursos para ambiente y desarrollo sostenible por valor de $771.377 millones, según se enuncia en: ‘2021, esperanza para el ambiente y desarrollo sostenible.

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