La vida está llena de últimos momentos. Apenas segundos en los que ocurre algo que no volverá a pasar jamás. Un beso, una mirada, una caricia, una conversación, una palabra, un café… Si supiéramos que son los últimos tal vez serían diferentes. O por lo menos terminarían de otra forma.
Historias que merecen mejores finales: el portazo de quien se va, el silencio de una amistad perdida, la soberbia que no permite una disculpa, el orgullo que lleva hacia el olvido, la rabia que silencia la razón, y un etcétera de momentos definitivos que pasan sin que sepamos que lo son.
Si aquél genio de los cuentos me concediera tres deseos, renunciaría a los dos últimos con tal de usar el primero para cambiar los finales de mis errores. Me volvería a equivocar –pues decidir y fallar también es vivir-, pero sin el portazo ni el silencio ni la soberbia ni el orgullo ni la rabia. Porque son finales con malos recuerdos; momentos que al ser los últimos se guardan como si fueran los únicos, y borran todos los demás.
Todo sería diferente si aprendiera a reconocer el final. Saber cuándo irse es tan importante como irse bien: sin rencores, sin nada por decir –o sabiendo qué callar-, sin reproches. En fin, sin un mal último recuerdo. Ahora que lo pienso mejor, con mi único deseo le pediría al genio que me enseñara a decir adiós porque nada más cierto como eso de que una retirada a tiempo es una victoria.
PD: Gracias a quienes me acompañaron en este blog. Fueron varios años en los que escribí con el mejor propósito que tengo para hacerlo: escribir por escribir, escribir para vivir, escribir para no olvidar, para desahogarme. Estaré en otras páginas, con otros temas.
Hoy les digo adiós: después de todo parece que el genio algo me enseñó.
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