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Hace unos meses The New York Times Magazinne publicó un especial titulado «Portraits of the Reconciliation». Se trata de un foto reportaje a propósito de los 20 años del genocidio en Rwanda. En los «retratos de la reconciliación» aparecían dos personas, el perpetrador y la víctima superviviente. Por ejemplo, Jean Pierre Karenzi y Viviane Nyaramana. Hace 20 años, en medio de un trance de odio étnico que envolvió al país centro africano, Jean Pierre se dirigió a la casa de la familia Nyaramana, vecina suya, y mató a machetazos al padre y tres hermanos de Viviane. En tres meses fueron aniquilados dos millones de Tutsis a manos de la etnia Hutu.

Son fotos melancólicas y vacías de cualquier atisbo de euforia, miradas apagadas que envuelven el retrato de una atmósfera particularmente sosegada, entristecida y resuelta. Justamente esa fue nuestra impresión cuando hace siete meses recorrimos Rwanda, nos quedó la sensación de que era un pueblo triste, que detrás de sus sonrisas amables existía la huella de un pasado que les había matado la alegría natural de la raíz africana. Pese a ello, Rwanda es un país reconciliado consigo mismo, donde la gente tuvo la capacidad de sobrellevar el dolor, superar el odio y afrontar unidos el futuro. Esos retratos, su actitud y sobre todo sus miradas son el testimonio de una tristeza colectiva igual de grande a la tragedia vivida. Al tiempo son el reflejo de una  reconciliación resuelta desde el momento en el que unos decidieron pedir perdón y otros decidieron aceptarlo.

Si en Rwanda la gente que mató o vio morir a un familiar a manos de su vecino, del profesor de la escuela o del chico que vendía las verduras y aun así tuvo la capacidad de reconciliarse ¿Por qué en Colombia no podríamos hacer lo propio cuando nuestro conflicto no es étnico ni religioso sino económico, social y político?

La mirada del pueblo colombiano por el contrario es vivaz, es una sociedad con una actitud eléctrica y dicharachera, con una predisposición congénita al festejo y, a diferencia de muchos pueblos, sin fisuras en relación a las identidades nacionales. A pesar de ello y de que hace poco toda Colombia era «la Selección» tenemos unos odios viscerales, el dolor de un conflicto de 50 años que nos ha pasado una factura muy alta y desconfianzas que nos alejan dos pasos cuando apenas queremos dar uno.

Fue una sensación compartida entre la gente que estuvo o siguió el Foro Nacional de Víctimas. Que muchas veces habló la rabia, que en muchos momentos la palabra estaba armada y con ella se disparó sin tregua, que el conflicto realmente no sólo es armado, que trascendió los frentes y batallones para incrustarse en la vida cotidiana de la gente, para dividir familias y promover reyertas. Es cierto que aún las causas del conflicto no están resueltas y que aún no se ha dicho la verdad de los hacedores de nuestra prolongada guerra, pero nada de ello confiere a nadie el derecho al matoneo.

Y en este punto me pregunto, ¿cuál es la responsabilidad de los instigadores de ese odio, de quienes promueven a través de la palabra que el traqueteo del fusil siga siendo vigente?. ¿Cuál es la línea que divide la libertad de expresión de un acto delictivo?. Twitter es la muestra de una guerra dialéctica en la que incluso uno de esos personajes, el abogado Jaime Restrepo, claramente comisionado para sabotear e instigar, retó a un duelo al Senador Iván Cepeda. Lo peor es que aquellos que de un lado u otro son los más fieros y venenosos agitadores en muchos casos no han sido víctimas sino meros  peones de los señores de la guerra.

Para que llegue el día en el que veamos cómo se funden los fusiles en un amasijo de chatarra, primero debemos desarmar la palabra y criminalizar, desde el repudio social, el insulto ligero. No existe otra manera de desactivar la confrontación no armada, pero dañina que se vive fuera del campo de batalla. Yo tengo claro que prefiero un país taciturno pero reconciliado como el que recorrí en la zona meridional de África y no un país festivo donde todos viven pensando en cuidarse de una celada.

Por cierto, en Rwanda fueron juzgados los instigadores del genocidio aunque no hayan empuñado un machete. Primero el gobierno Belga por haber creado y acentuado diferencias étnicas inexistentes y sólo funcionales a su modelo colonial, en menor medida a los franceses por lo mismo que en otros conflictos, por su actitud mercenaria, y finalmente políticos y militares Hutus por incitación. La historia los ha dejado a todos y cada uno de ellos en el lugar que le corresponde, muchos en la cárcel. En Colombia deberá pasar lo mismo, por eso es tan importante definir el origen del conflicto, y tendrán mucho que explicar, ya no sólo la insurgencia y las Fuerzas Militares, sino también tendrán mucho que decir la Iglesia Católica y un sector de la clase política que azuzaron la confrontación y enardecieron a una sociedad desesperada e ingenua del embudo al que la estaban dirigiendo. Pero como lo vimos en Rwanda, tiempo al tiempo.

@jc_villamizar

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