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La paz de Colombia en el auditorio de una universidad del sur de Bogotá; las sillas cómodas, música instrumental de fondo. Una excombatiente, Liliana Ríos, con su bebé recién nacida entre los brazos y una toga arropándole el cuerpo y un birrete engalanando su peinado recogido. Prom 2019 en una banda blanca que le atraviesa el pecho, ocupando el espacio que dejó la correa de un fusil, y una sonrisa insurgente, grande, que se apodera de su rostro.
En una escena una vida que inicia, la de una persona de apenas meses, inocente; y otra que se reinicia, como si apenas todo comenzara. Un exjefe guerrillero, Rodrigo Granda, con un traje color vino finamente planchado y unos zapatos de punta brillantes, y una paloma blanca, pequeñita -como la reconciliación nacional-, abrochada al blazer. Qué lejos están los camuflados y las botas de caucho. Son ahora distantes recuerdos las órdenes militares, los balazos, los bombardeos. Hoy, 22 de sus camaradas obtienen el título de bachilleres académicos y reciben el aplauso de un excomandante.
Las familias orgullosas de ver al frente a una de las suyas logrando, ganando algo, y no con la agonía de la incertidumbre de una guerra que no eligieron. No hay guerrilleros ni sicarios en este lugar. Son colombianos, con su país como abrigo, con la ilusión en un diploma de bachiller que aprietan más fuerte que a cualquier carabina helada de miedo, de lluvia en algún monte oculto.
Noruegos como turistas, interesados en el país que visitan y admiran, y que parecen más interesados en la armonía de Colombia que sus propios dirigentes.
No hay riesgo de bombardeo a mucho pesar de los que se burlan de esta graduación, que es vida nueva, que es otra opción, que es una paz que algunos desprecian. Yo prefiero verlos acá, con su toga, su birrete, su alegría y orgullo, aunque otros quisieran 80 veces al guerrillero en armas.
Óscar Murillo Mojica