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El tío de Caliche, Antonio, vivía en un barrio que quedaba en las afueras de la ciudad, en una vía que comunicaba a la capital del departamento con otros municipios del norte.  El barrio no era muy grande, tenía unas tres o cuatro calles y estaba rodeado de fincas, unas de recreo y otras agrícolas.  La carretera principal casi bordeaba un río que cruzaba por el pequeño valle.

Caliche visitaba a su tío con alguna frecuencia siempre acompañado de otros familiares, pero esta vez iría solo, la idea era quedarse un par de días. Antonio vivía con su familia en una casa aledaña a la de sus suegros.  La mayoría de las viviendas del barrio tenían patio y solar. Eran casas de un solo piso, de adobe, con techos de teja.  Era un barrio tranquilo donde todos se conocían.

 

Calle de un barrio

Imagen 1.  Calle de un barrio, tomada de unsplash

Caliche organizó su morral en el que acomodó un par de mudas de ropa y se despidió de su madre:

—Mamá, la bendición. Ya me voy para donde el tío Antonio.

—Mijo, mucho cuidado con los carros. Recuerde coger el otro bus en el paradero del centro y me saluda a su tío —le dijo su mamá echándole la bendición, y le entregó una chuspa de papel con panes y rosquillas.

Caliche miró el paquete con cierta extrañeza.

—Uno no puede llegar a donde lo invitan con las manos vacías.  Ahora apúrele para que no llegue muy tarde.

Caliche salió rápidamente y luego de una hora llegó a donde su tío.  Allí lo recibieron con los brazos abiertos y lo llevaron al cuarto de visitas para que dejara su morral y se acomodara. El cuarto quedaba al fondo de la casa, cerca de la cocina, y más atrás estaba el solar.  Se respiraba olor a campo, el sector era muy tranquilo, había mucha vegetación.  Tan pronto dejó sus cosas lo invitaron a tomar una bebida, le prestaron el teléfono de la sala y llamó a su mamá para avisar que había llegado bien. Luego almorzaron.

Pasó la tarde yendo de un lugar a otro. Lo llevaron a la casa de los suegros del tío, un lugar que tenía un extenso terreno en donde había un corral de gallinas y una marranera. También había allí varios árboles de naranja y mango. Era como estar en una finca.

Imagen 2. Teléfono fijo

Imagen 2.  Teléfono fijo, tomada de unsplash

Llega la noche

A eso de las 7:30 p.m. sirvieron la comida y cenaron todos juntos, incluidos los suegros y cuñados de Antonio.  Al finalizar, sacaron un par de mecedoras y unas sillas para la acera. La noche estaba fresca, se sentía pasar la brisa y algunos jóvenes del barrio se acercaron y empezaron a contar sucesos y anécdotas ocurridas en el sector.

—A veces empieza a ventear muy fuerte y algunas ramas de los árboles chocan con los cables eléctricos y ocasionan que se vaya la luz —dijo Paula, la esposa del tío.

—Por eso tenemos velas, un par de encendedores y fósforos que están en la mesita del Cristo, en la cocina y en la mesa de noche de nuestra habitación.  Te lo cuento por si los llegas a necesitar. No te asustes si de repente se va la luz.

—¡Ojo! En la mesa del Cristo hay una botella con agua, no te la vayas a tomar, es “agua bendita” —dijo sonriendo.

Efectivamente, en un rincón de la sala había una mesita de color negro, redonda, con un mantel blanco, y sobre este un crucifijo grande de unos 50 o 60 centímetros de alto con un Cristo tallado en madera. Decían que el crucifijo pertenecía a la familia desde finales de 1800, y que era de origen español y milagroso. Todos le tenían mucha devoción y, periódicamente, lo rotaban entre los hermanos, aunque generalmente permanecía en la casa de la abuela, donde vivían dos tías.

Sonidos nocturnos

Ya entrada la noche sirvieron café y chocolate; les ofrecieron pan, galletas, tostadas, y continuaron con su amena conversación.  Se escucharon entonces algunos ladridos y unos cantos de aves nocturnas. Y Caliche, que no era muy valiente en la noche, miró con desconcierto al tío.

—Tranquilo mijo, esos son sonidos nocturnos. Muchos son de pequeñas ranas que suenan muy fuerte, otros de grillos y cigarras. Estamos casi en el campo —contestó Antonio al verle la cara.

—¿O será la Bruja del Palmar? ¿O el Mohan del río viejo? —dijo con sorna Beto, mirando de reojo a Caliche.

—¿En serio? —exclamó tímidamente Caliche.

—¡De verdad! Dicen que la Bruja del Palmar sale de noche y con sus largas uñas se aferra a los árboles y espía a la gente.  Le gusta desorientar a los ‘pelaos’ como vos y, en algunas ocasiones, los agarra y les llena el cuello de moretones.

—Solo le gustan los muchachos de menos de veinte —afirmó una de las mujeres presentes.

Caliche los miraba desorientado, pensando que se estaban burlando de él y que soltarían la carcajada en cualquier momento, pero nada, todos seguían muy serios. Sopló de nuevo la brisa.

— Les cuento. Creo que es en Tolima o en Huila donde hay un pueblo en el que las brujas, al atardecer, se convierten en piscos, o sea en pavos, y se pasan de árbol en árbol… —habló don Pacho con mucha naturalidad. Todos estaban atentos.

—Entonces, se meten en los solares de las casas y ponen mucho cuidado a la conversación de las personas que están por allí.  Al día siguiente van y cuentan lo que escucharon y ahí se forma el chisme.

—A veces hay peloteras porque los implicados dicen “Esto lo hablamos solo los dos, no había nadie más. Vos fuiste el que contaste”“No, yo no dije nada, fuiste vos”, en tanto, la bruja está muerta de la risa al armar tremendo avispero—contó gesticulando don Pacho.

Continuaron hablando del tema por un rato más entre risas y chanzas, y luego se fueron despidiendo. Iban a dormir, aunque muchos se quedaron pensativos e inquietos con aquellos relatos de brujas.

A dormir

Caliche se fue a su habitación un poco intranquilo por lo que había escuchado, se acostó y se echó encima la manta. Dejó prendido el bombillo.

Entró su tío y le dijo:

—En ese escaparate hay una cobija y una almohada por si necesitas.  Si alguna cosa, en la noche nos puedes llamar que nuestro cuarto queda al lado.

—Algo más, el suiche del bombillo está junto a la puerta, pero también lo puedes apagar desde el mismo foco con la cadenita que tiene el “benjamín”.

Él miró donde le señalaba el tío y vio la cuerda eléctrica con el bombillo que bajaba casi sobre la cama.  Solo tendría que pararse y apagar o prender, aunque realmente prefería tener la luz encendida.  El tío le deseó una buena noche y al salir apagó el bombillo.

Imagen 3. Bombilla encendida

Imagen 3.  Bombilla encendida, tomada de pixabay

El insomnio

Caliche cerró los ojos e intentó dormir, pero escuchaba el sonido de las hojas, del viento y de los animales nocturnos.  Trataba de imaginar situaciones fantasiosas llenas de cosas buenas que lo ayudaran a conciliar el sueño, pero su mente lo llevaba a  pensar en los cuentos de brujas.  Cambió de posición como mil veces y nada que se podía dormir.  Entreabría los ojos y veía sombras extrañas, figuras que lo hacían especular sobre la realidad. El tiempo se hacía eterno.  Empezó a angustiarse, a tensionarse, sintió que sudaba, le dio sed, realmente estaba atemorizado.  Decidió llamarlos.

—Tío… Paula.

Luego de un momento no escuchó respuesta alguna.  Volvió a llamarlos con mayor vigor.  Entonces escuchó:

—Humm, si… ¿Caliche? ¿Qué pasa? —era la voz de Paula.

—Es que no me siento bien y no me he podido dormir.

En esas Antonio se despertó y Paula le contó lo que ocurría.

—¿Qué sientes?

—La verdad, estoy sudando y muy nervioso…

—¿Será por los cuentos de la bruja?

Tosió un poco —… —dijo muerto de la pena.

—Mijo, prenda la luz y trate de ir hasta la cocina, tómese un vaso de agua.  Paula ya va para allá.

Paula y Antonio ya estaban sentados sobre la cama, habían encendido la luz, se miraron y esbozaron una sonrisa.

De repente se escuchó:

—Aayyy ay, ay. …—era un grito desgarrador.

—Ay, ay, ay, me cogió, esta hijuemadre me agarró …—se quejaba Caliche.

Antonio se paró inmediatamente, se puso pálido, con estupor dijo en voz baja:

—¡Mija! ¡Lo agarró la bruja! —mientras Paula lo miraba incrédula.

—¡Ya vamos! —gritó Antonio.

—Ay, ay, ay.

Salieron corriendo de la habitación, Paula recogió el crucifijo y el agua bendita, Antonio tomó lo primero que encontró: un martillo y una escoba de barrer.

Sigilosamente llegaron a la habitación. Antonio se acercó a la puerta, la abrió lentamente y sin pensarlo dos veces metió rápidamente su mano con el Crucifijo por delante mientras rezaban un padrenuestro, luego se asomó Paula echando agua bendita a diestra y siniestra, se vislumbraba una figura sentada en la cama. Antonio, al ver que Paula ingresaba al cuarto, la siguió, alzó el crucifijo, encendió la luz sin soltar el martillo y la escoba. Miraron alrededor y solo vieron a su sobrino.

Caliche miraba su brazo y sollozaba.  Se acercaron.

—¿Cómo estás?

—Será bien…—balbuceada Caliche.

—¿Te agarró muy duro?

—Sí, durísimo… en la mano, sentí un corrientazo por todo el cuerpo, me encalambró todo.

Lo miraron desconcertados, su respiración era entrecortada, le revisaron los brazos, el pecho y el cuello. Todo estaba bien, no tenía moretones; luego le dieron un vaso de agua.

—¿Cómo pasó?

—Cuando me dijeron que prendiera la luz, me levante y estiré la mano tanteando, buscando dónde estaba el bombillo.  Lo logré tocar y ahí fue cuando me agarró.

—Creí que me iba a desmayar, ahí mismo grité.

—¿La alcanzaste a ver?

—¿A quién?

—A la Bruja del Palmar.

—¿A la bruja?  Nooo, no la vi —Caliche se ruborizó y entró en pánico.

—Como les dije, asustado alcé la mano en la oscuridad… —comentó temblando —me parece que alcancé a tocar el soquete del foco y ahí fue cuando me cogió la hijuemadre luz.

FIN.

 

Relato anterior.

Una jornada de cine con Marcelino

 

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