El domingo 8, David Choquehuanca, flamante vicepresidente de Bolivia, dio el discurso de apertura al acto de toma de posesión del Presidente Luis Arce. En tono grave, con profundidad y convicción, el vicepresidente habló de una nueva época, una en la que la energía del ayllu, aquella mítica comunidad andina que todo lo integra, repararía las divisiones y enconos, anteponiendo el “nosotros” al “yo”. Sin embargo, a miles de kilómetros de distancia, descendiendo por las faldas de los apus andinos hasta llegar a la Lima costeña, esa energía no estaba presente. La conspiración parlamentaria para sacar al Presidente Martín Vizcarra del poder estaba sumando adeptos y, finalmente, con 105 votos a favor, 4 en contra y 19 abstenciones, se aprobó la vacancia presidencial por “incapacidad moral”.
La conspiración parlamentaria había encontrado su pretexto en supuestos sobornos recibidos por el presidente Vizcarra en su época de Gobernador de Moquegua, causa que estaba siendo investigada y que él negaba. Muchos califican al acto parlamentario como un “golpe de estado”, pero técnicamente es difícil argumentarlo. La figura de la vacancia presidencial por “incapacidad moral” está en la Constitución. Se la ha usado para fines políticos, indudablemente, pero se cumplió con las formas y se obtuvo una mayoría calificada de mucho más que los 87 votos exigida por el reglamento. Como no había vicepresidente en funciones, la línea de sucesión pasó directamente al presidente del Congreso, Manuel Merino, quién asumió el cargo de Presidente interino hasta las elecciones previstas para abril de 2021 y luego la transmisión de mano al gobierno electo el 28 de julio de ese mismo año.
Los motivos coyunturales de la crisis son múltiples. Quedó evidenciado que los intereses de los parlamentarios entraron en juego, sobre todo en el caso de las reformas previstas para la certificación de las universidades privadas que estaban afectando directamente a líderes parlamentarios importantes. Otros buscaban tener mayor influencia en el Ejecutivo para protegerse de procesos de corrupción en su contra, o para lograr el sobreseimiento de condenas en curso que afectaban a miembros o simpatizantes de sus grupos políticos. Podríamos seguir con la lista de desavenencias de este tipo, pero para la muestra basta un botón.
La protesta está todavía en la calle y habría que observar si se mantiene y crece o si, con el tiempo, se va debilitando. Para muchos de los que están en la calle la conspiración fue una usurpación del poder y el pueblo tiene el derecho a la insurgencia. No se descarta una manifestación creciente de voluntad popular de este tipo, pero no ayuda que el propio Martín Vizcarra no haya interpuesto ninguna causa en contra de la acción parlamentaria y se haya decidido a dejar el palacio sin más. En su discurso de salida había similitudes con el discurso del expresidente paraguayo Fernando Lugo, quién también fue víctima de una conspiración parlamentaria de muy dudosa legitimidad, y también eligió no pelearla.
Perú es quizás uno de los países donde la crisis de la política y el desprestigio del Congreso han llegado a calar más hondo en la opinión pública. El Congreso unicameral diseñado en la Constitución de 1993, en la época fujimorista, ya venía con el sello de acortar el trámite legislativo por considerarlo inútil y engorroso. No tanto por las características conceptuales que fundamentan la existencia de un poder legislativo, sino por la calidad de sus miembros. Ese desprestigio del congresista, alimentado por el comportamiento de muchos de ellos, en detrimento de la responsabilidad y buen trabajo de otros tantos, no ha parado de socavar las bases de la política peruana.
Según el barómetro de las Américas de LAPOP[1], en el bienio 2018-2019 Perú tenía el más alto porcentaje de tolerancia al cierre del congreso de América Latina, con un 58.9 %, muy distante del segundo en esa lista, México, con 28.1 %. Durante el período de Martín Vizcarra, ese proceso se ha venido acrecentando. Su disolución del Congreso fue muy popular y en el referéndum acontecido durante su gestión la mayoría de los peruanos votaron a favor de limitar el mandato de los congresistas a un solo período. En las elecciones congresales extraordinarias del 2020 se dio entrada a lo que podríamos llamar casi como un corso de congresistas, demasiado plural como para ser efectivo. Un Congreso, además, en el que el Ejecutivo no contaba con ningún apoyo político-partidario explícito. Esa fórmula iba a explotar de alguna manera y en algún momento.
Las contradicciones sistémicas parecen evidentes. El Perú sigue siendo una democracia y sigue sustentando la separación de poderes, pero no puede hacerlo sin que haya un Congreso digno, bien organizado, ético y eficaz en el desempeño de sus roles. El camino que tomó Martín Vizcarra, de mantener distancia de un Congreso desprestigiado, era la opción que le quedaba, pero en el largo plazo hay que reparar las bases de la política peruana. Tal reparación pasa, a nuestro modo de ver, por intentar recomponer el sistema de partidos. Los partidos deberían ejercer la función de amalgamar, filtrar candidaturas, establecer marcos programáticos, pautar la acción parlamentaria y mucho más. Nos parece evidente que esto ya llegó a su fin en el Perú. Inclusive, los partidos tradicionales, como Acción Popular del propio Merino, ya no reconocen a sus líderes. La izquierda que apoyaba al Frente Amplio vio cómo sus “representantes” votaron a favor de la vacancia, con la única excepción de Rocio Santiesteban, y ahora toman distancia. ¿Pueden los nuevos movimientos políticos mantener esto en mente para no seguir en el círculo vicioso actual?
El recién nombrado Presidente del Consejo de Ministros, Antero Flores-Aráoz, intenta poner en marcha un gabinete que pueda retomar las riendas de la gestión pública. Una gestión que, de hecho, no tiene tiempo que perder ante la crisis sanitaria y económica. Como telón de fondo de ese proceso hay tres posibles caminos; el del fracaso desatado por pugnas internas en el Congreso, el de la insurgencia que lleva a la caída del actual gobierno o una gestión que de tumbo en tumbo llega a abril y luego a julio. Manuel Merino prometió respetar la fecha de la elección, esa es la clave, lo cumplen o no lo cumplen.
Si llegan a cumplir la promesa de las elecciones, el proceso actual puede tener características similares a la crisis boliviana. Un gobierno interino, debilitado por una legitimidad de origen dudosa, que respeta la promesa de convocar al pueblo a votar y que finalmente pone las cosas de vuelta en el camino correcto. La gran diferencia es que Bolivia tiene el MAS, un partido de masas que logró encausar el voto popular.
[1] Ver https://www.vanderbilt.edu/lapop/peru.php
La politica peruana enfatiza intereses regionales y locales. Esta crisis confirma q es esencial discutir estrategias d pais. La ciudadania apoyaba a Vizcarra mientras los parlamentarios priorizan sus intereses inmediatos. Conformar el Tribunal Constitucional es uno d ellos, por razones mezquinas, no de pais. Podrà alguien llenar el vacío?
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