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Entre mis contactos proliferan quienes endilgan propiedades afrodisíacas, sexuales y místicas, al uso apropiado de las tildes (y de las comas, y de las mayúsculas, etcétera). Acentuar en el lugar correcto es tan sensual como una buena copa de vino, como unos labios carmesí, como un perfume de rosas, como un Buggatti Veyron, proclaman los románticos.
En mi muro de Facebook abundan los ‘memes’ (piezas gráficas en particular) alusivos a la relevancia de la ortografía. Empero, pocos de quienes los comparten gozan de un manejo destacado del idioma. «Es como un gordo criticando a las gordas», asegura un amigo.
La encomiable labor de los activistas de la ‘Orden de la Real Academia’ contrasta con noticias como: «El 60% de escolares del país se raja en comprensión de lectura» o «Los estudiantes colombianos no usan la lectura para aprender» 
 Ello me lleva a cuestionarme, ¿cómo es que una sociedad que no lee afirma que la buena ortografía es sexy? Dejaré esa pregunta para la reflexión de cada uno.
¿Se trata de un legítimo interés por el idioma o una moda, similar a la de lucir gafas enormes en alarde de intelectualidad? Los supuestos paladines del idioma suelen arremeter contra su propia campaña cuando escriben estados al mejor estilo SMS, escudándose en falacias como: ‘Escribir desde el celular es difícil o ‘escribo bien cuando importa’. La ortografía no admite excepciones. Quien la defiende no la elude bajo ninguna circunstancia. 
La sociedad se acostumbró a repetir ideas vagas, fáciles de digerir, pero incongruentes, como ‘la ortografía es sexy’, porque prima la simplificación y, de ser posible, la erotización del mensaje -si no dice sexo, no capta la atención-. Se privilegia, además, la magnificación de lo superfluo y el relego de lo esencial. Siendo lo superfluo la forma y lo esencial el fondo.
¿Es siquiera honesto decir que nos atrae sexualmente la buena ortografía? Como diría la ilustre bloguera Laura Galindono existe hombre que elija las buenas tildes antes que unas buenas tetas. Tampoco creo que exista mujer que elija las buenas comas por encima de unos hermosos ojos verdes o un buen trasero.
Yendo más allá, cabe reflexionar que, si bien la ortografía es síntoma de educación y finura, no implica necesariamente capacidad intelectual. Ni siquiera presupone preparación académica notable (Nota aparte: creo que la línea de pensamiento del que le atribuye atractivo sexual es: pone bien las tildes, ergo es educado, ergo tiene ingresos, ergo sería un buen compañero sentimental’, pero no es del todo acertada, no aplica para todos los casos). Bien nos contaba Fernando Ávila en su columna El lenguaje en EL TIEMPO:
«En Colombia hay un posdoctorado que ofrece la Universidad Santo Tomás. ¿Qué creen ustedes que ven en ese posdoctorado los pocos doctores que después de haber hecho su pregrado, su especialización, su maestría y su doctorado aún tienen alientos de seguir estudiando?

Pues el posdoctorado es en escritura. ¡Sí, señores! Así como lo leen. Después de acumular tanta sabiduría, hay que afinar ese instrumento de divulgación que es la escritura. Perdónenme que lo diga así: ¡al final de todo, hay que aprender a escribir!»
El uso correcto de la ortografía no es sexy, aunque sí es indispensable en aras de la claridad y profundidad del mensaje. Puede incluso ser atractiva intelectualmente, pero eso no es lo mismo que sexy. Es una competencia básica, a la que se le atribuye un carácter sexual impropio. Se está, por lo tanto, banalizando su relevancia.
Así define la RAE la palabra sexy: http://lema.rae.es/drae/?val=sexy
En todo caso, no es difícil aprender y aplicar las reglas básicas del lenguaje -cuestión de práctica-, es complejo concebir mensajes que, más allá de su refinación formal, inciten al acto: mensajes trascendentes. De modo que si la escritura es, en definitiva (para usted), un factor de selección sexual, lo invito a que elija en virtud de las ideas plasmadas, más allá de las reglas ortográficas -porque estas últimas se deberían dar por sentado y si no se cumplen, insisto, son fáciles de aprender-.
Por último, la ortografía es, o debería considerársela, tan básica para la convivencia como bañarse, no algo excepcional.
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