Me levanté cansada, aunque también emocionada. Estaba esperanzada. A las 3 de una enrarecida madrugada de domingo (la ley seca entró en vigor a las 6 de la tarde del día anterior y duraría hasta las 6 de la mañana del lunes), me quedé despierta leyendo el cuadernillo de los acuerdos de paz.
En estos, las Farc se comprometían a reconstruir la infraestructura en los territorios más afectados por el conflicto, a participar en programas de reforestación, a celebrar actos conmemorativos en los que se reconocería la responsabilidad colectiva y a pedir perdón a sus víctimas, a contribuir a la búsqueda, ubicación y recuperación de restos, y además a sustituir cultivos de uso ilícito, entre otras responsabilidades comunitarias.
El acuerdo también proveería una oportunidad para otros combatientes de dejar las armas y unirse al proceso de paz, asumiendo las mismas responsabilidades y recibiendo los mismos beneficios que las Farc.
Las cifras financieras me dejaron en estado de shock: el subsidio que le darían a 7.000 guerilleros por cumplir lo pactado (90% del salario mínimo durante 2 años) sería igual a apenas 7 días de guerra. En esencia, lo que esto significaba era que los que apoyaban el ‘No’ en el plebiscito estaban dispuestos a financiar una guerra que le cuesta al país 7.6 billones de pesos al año. La misma que se ha llevado 220.000 vidas, que ha dejado a miles a desplazarse de sus hogares, todo eso en lugar de perdonar a las Farc y de trabajar para establecer una sociedad unida, con más fondos disponibles para vivienda, educación y salud. Y este dinero no solo vendría del cese a las hostilidades, sino de la inversión internacional. La Unión Europea se comprometió a enviar 575 millones de euros para apoyar el posconflicto y para los esfuerzos de paz. Todo este dinero pudo ser usado para la reparación de las víctimas.
Tras leer el acuerdo final, sentí preocupación por los exguerrilleros; aun si todos debemos actuar en pos de reparar los crímenes cometidos y reconstruir lo que hemos destruido, temí que en este proceso de integración los guerrilleros se convirtieran en objeto de escrutinio público y fueran victimizados. Presentí el surgimiento de una nueva clase, una nueva ‘raza’ marginada objeto de discriminación, y a la revolución que esto nos llevaría. Iba a ser difícil y desafiante. Pero la oportunidad de vivirlo puede haberse perdido.
Aunque era un acuerdo imperfecto, era claro para mí que los cuatro años de diálogos fueron bastante fructíferos, que los argumentos eran racionales y justos. Pensaba que como las Farc había firmado el acuerdo, no había forma de que los demás nos opusiéramos.
10 de 268 curules en el Congreso, en las que miembros de las Farc puedan contribuir pero sin voto, para mí representa sacrificio y una gran disposición de su parte para cooperar. Ellos quieren ser tomados en serio como actores políticos. Un gobierno de coalición (al que hoy ni nos acercamos) ofrece a la sociedad más potencial de justicia. Y al decir justicia me refiero a una realidad más justa. Pues ver a sus victimarios sentados en el Congreso no le va a hacer justicia a las víctimas. Sin embargo, ¿no es esto preferible a la violencia? Lo que es más, el prospecto de que las Farc ganen unas elecciones y establezcan una sociedad comunista no es solo improbable, sino bastante lejano. Solo dentro de 10 años tendrían una oportunidad de llegar al Congreso. Y eso si son elegidos.
Con esto en mente, al día siguiente, me dirigí al Colegio San Agustín. Caminé en el sol mientras vendedores de helados hacían sonar sus campanas y la gente desfilaba hacia su puesto de votación con familiares y amigos. Bajé al auditorio en donde grupos de bailarines calentaban. Era una competencia nacional de baile. Lo que al principio parecía una fecha inconveniente, pronto se transformó en un símbolo de fuerza, unidad y de sana competencia. Había tanta energía invertida en cada uno de sus movimientos, eran tan feroces, resilientes y unidos que siempre recibieron un gran apoyo del público. Fue conmovedor. Estos eran jóvenes determinados, urbanos y llenos de espíritu. De camino a El Tiempo me sentía optimista.
El ambiente en la oficina era tenso. Tuve que actualizar la página de los resultados cada dos segundos para no perderme ningún detalle. La diferencia entre los del Sí y los del No era mínima. Más del 62% de los ciudadanos aptos para votar no se presentó a las urnas. Subí la mirada y vi compañeros con las cabezas entre sus manos. No hubo lágrimas, ni groserías, solo desilusión verdadera.
Es una lástima que la venganza y el resentimiento hayan podido frenarnos una vez más. Es una lástima que la amargura pueda más que la esperanza. Es una lástima que no podamos estar de acuerdo en que no estamos de acuerdo, pero hacerlo sin las armas. La violencia que han tenido que padecer tantos se convirtió para muchos simpatizantes del ‘No’ en un argumento para rechazar el acuerdo. Es posible que con su voto esta violencia no termine.
Sin importar quién tiene la razón, la paz es a lo que todos dicen apuntar. El hecho de que un grupo tan violento y poderoso como las Farc haya aceptado dejar las armas es un sacrificio enorme. Imagínese vivir en la selva y fuera de la sociedad durante 10 años, imagínese pelear durante todo este tiempo por una causa en la que usted cree. Imagine que su compromiso tanto a sus propias convicciones como a la paz para su país lo lleva a dejar las armas, dejar su vida y su relativa libertad, a integrarse en la misma sociedad contra la que ha luchado, a arriesgarse a que lo hagan un lado, lo humillen, lo juzguen. Hay tantos peligros. Hay tantos riesgos. Pero las Farc y el Gobierno estaban dispuestos a asumirlos. Algunos incluso estaban dispuestos a declararse culpables y a ser juzgados.
El problema que muchos tuvieron con el acuerdo era la falta de beneficios para las víctimas. Percibían el acuerdo como una clara victoria para las Farc y el Gobierno, mas no para los más afectados. No obstante, no es verdad que no iba a haber reparación. El Centro Internacional para la Justicia Transicional, la ONU y Noruega, entre otros, iban a enviar su ayuda. No, pudo no haber funcionado es verdad, pero después de 52 años de guerra qué más hay por hacer además de intentar.
Le hubiera implorado a las personas que pensaran en el país que le dejan a sus hijos. Entiendo que muchos le teman a lo que han denominado el castrochavismo, pero, ¿y por eso prefieren que sus hijos crezcan en la misma guerra que ellos padecieron? Que la guerrilla más antigua del planeta se desmovilizara hubiera significado progreso.
Ver a los del ‘No’ festejar me descorazonó. Puedo entender, hasta cierto punto, la satisfacción o el alivio que pudieron sentir, pero festejar porque el país sigue sumido en un estado de hostilidad y inestabilidad es algo que encuentro terriblemente frustrante y amargo.
El perdón significa cierre y aceptación. Es potente y constructivo. Pero el público ha escogido lo contrario, ha escogido aferrarse al dolor. Me parece a mí una especie de auto-tortura. La auto-tortura de todo un país. Bojayá votó ‘Sí’, Pradera votó ‘Sí’, Briceño votó ‘Sí’, Tibú votó ‘Sí’. En Uribe, un municipio al sur de Meta, considerada por muchos como el corazón del conflicto, 93.56% votó ‘Sí’. En Chocó más de 79% de los ciudadanos votaron también a favor. Que estas regiones que han sido tan afectadas por el conflicto busquen terminar la guerra me llena de esperanza. Si ellos están listos para perdón y seguir adelante, entonces todos los demás lo estamos.
Desafortundamente todavía no estamos en posconflicto. Hay esperanza en una generación nueva llena de sueños más grandes y más importantes que la venganza y el limbo.
Aunque creo que el plebiscito falló, tal como lo sucedió en Inglaterra el pasado junio, todavía creo que los cuatro años de negociaciones no serán en vano, y que estos esfuerzos han hecho que el país se una más en tratar de entender cómo reparar las heridas y construir una nación.
Es más fácil lidiar con la decepción que con la rabia. Hay menos rabia entre las Farc, más poder en el gobierno y más divisiones emocionales en la opinión pública. Si el ‘Sí’ hubiera ganado, es probable que la violencia hubiera vuelto, y que Santos hubiera tenido que buscar cómo complacer a una nación hostil y dividida. Esperemos que continúe negociando para que algún día este país pueda, finalmente, dar un paso hacia la luz.
En Colombia no hay guerra sino guerrilla
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Soñar no cuesta nada, pero ver que el sueño no se cumple cuesta mucho. Es mejor tener los pies sobre la tierra y aceptar que la vida es dura. Este no es el Paraíso. Ni lo será nunca.
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Autora del Blog
Seria bueno que escribiera una columna que hable de la diferencia entre una Guerra y un conflicto armado sobre dimensionar el problema con la intención de causar temor y caos en la población es una estrategia fallida que no les funcionó a los del SI , seguir remachando con el cuento de la guerra es inconveniente, aquí lo que hay son 6000 desadaptados obsoletos que se quedaron sin argumentos contra 46 MM de Colombianos de bien.
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Qué bonito
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Contundente
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[…] Lea la versión traducida aquí. […]
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