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Desde la terraza de la casa donde me estoy quedando puedo ver cinco minaretes y una buena parte de la medina. A la izquierda, un hotel cinco estrellas en lo alto de la montaña y las tumbas merinidas y hacia el frente, muy en el fondo, la sombra de algunas montañas. Mientras escribo esto, las nubes se ciernen sobre éstas y se siente un viento agradable para alivianar la temperatura a la que alcanzamos a llegar: 46°C que, en Pereira, la ciudad donde nací, serían considerados insoportables.

Vuelvo a revisar mis notas para saber por dónde empezar y no puedo creer que ya completé una semana en este país. Marruecos, destino al que quería volver desde hace cinco años, será mi hogar por tres meses, durante los cuales haré voluntariados y viajaré por algunas de sus ciudades.

Pero este texto es sobre primeras veces: sobre esa primera vez que sales a hacer las compras como un local, la primera vez que oyes el llamado a la oración, la primera vez que estás en un sitio con temperaturas de más de cuarenta grados y muchas otras primeras veces.

Desde el aeropuerto en España se empieza a sentir el cambio de culturas. La ropa, el idioma, los olores: todo es diferente a pesar de estar tan cerca – un vuelo de máximo dos horas. Tengo suerte al contar con un contacto directo en este país que me ayudó a tomar muchas decisiones. Dónde cambiar dinero, que SIM comprar, como llegar de una ciudad a otra… ese tipo de contactos que solo se logran a través de los viajes y que pueden ser de tanta ayuda.

En el tren de Marrakech a Fez me tocaron varias experiencias que me prepararon para abrir la mente e incrementar mi conocimiento sobre la cultura marroquí. Una señora sin número de asiento que pelea con todos los que llegan a quitarla, una pelea entre familias por otro asiento, una señora que ve videos sin audífonos mientras todos duermen. Un poco de caos entre todo lo bello que tiene este país y que me prepara para todas las experiencias que vienen.

Llego a Fez a las cinco de la tarde y lo primero que hay que hacer es regatear para que no le cobren a uno el triple por un recorrido en taxi. Desde la estación a la medina puede costar un promedio de 25 dirhams, y te deja cerca de una de las catorce puertas o la zona que más cerca quede de tu hospedaje. La mía es Äin Zlatin, un parqueadero en remodelación donde tres señores y un burro me dan la bienvenida. De ahí debo caminar hacia Dar Naima, la casa de huéspedes donde me quedaré los primeros quince días de voluntariado.

Hanane me recibe con los brazos abiertos y se deja abrazar después de menos de una hora de conocernos. Es la dueña de la casa, tiene cuarenta y tres años y cuatro hijos. Estoy aquí para enseñarle español, pues está ansiosa y feliz de empezar a recibir más turistas después de la pandemia. La segunda tarde de estar juntas me invita con ella a hacer las compras. Vamos a uno de los zocos de la Medina, uno no tan turístico y me sorprende como resaltan los colores vivos de las verduras y frutas sobre las paredes cafés y la manera de negociar animales y especias entre los locales. Aunque estoy perdida en la traducción, entre sonrisas y las pocas palabras en árabe que sé, logro entablar una pequeña interacción con más de un vendedor de la Medina.

El llamado a la oración suena cinco veces en el día. Las que suenan temprano, usualmente a las cuatro de la mañana, no las siento, por lo profundo que he dormido en el lugar donde me estoy quedando. Las de la tarde, cuando empiezan a llamar desde los diferentes minaretes, suena a combinación de voces y gemidos. Las cinco torres, casi todas pintadas con blanco y verde, tienen parlantes en sus cuatro lados y sobresalen sobre las terrazas de las casas dentro de la Medina.

Dentro de este laberinto de callejones que conocemos como Medina, predominan los colores cálidos. Sin embargo, al salir hacia la zona más nueva de la ciudad, podemos encontrar varios jardines que sirven como punto de encuentro para locales, pero también como sitio para refrescarse entre tanto calor que hace. Aunque veo mucho verde, no se siente como si estuviera rodeada de él. El viento sigue siendo caliente y el polvo que revolotea a nuestro alrededor alcanza ojos y nariz de cuanto caminante encuentra.

A diferencia del idioma en Suecia, que sonaba tierno y amigable, el árabe marroquí suena como si una pelea fuera a empezar en cualquier momento. Es indispensable aprender “la la” (no, no), “salam” (saludo) y “shukran” (gracias) para tener una caminata tranquila y, mi recomendación para terminar este texto es que, si es la primera vez que visitas este increíble país, llegues con la mente abierta y entiendas que, al ser tú el visitante, debes adaptarte un poco a sus costumbres y formas de ver la vida, esos sí, sin dejar de lado tu forma de ser.

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