El escritor norteamericano Paul Auster recuerda en un artículo escrito en 1999 («The Best Substitute for War» en Collected Prose. Nueva York: Picador, 2010: 497-500; una versión reducida fue publicada en The New York Times) cómo una de las razones para que, tras la II Guerra Mundial, los países europeos que se habían matado durante siglos dejasen de enfrascarse en guerras intestinas era «el milagro llamado fútbol». Auster, quien siempre ha seguido al béisbol como una de las metáforas más bellas de la historia norteamericana, escribe que «los países ahora luchan sus batallas en el campo de fútbol con ejércitos sustitutos en pantalones cortos». He leído varias veces ese artículo este año: primero con motivo de la Copa América Centenario y la Eurocopa recién finalizada, y hoy pensando que, dentro de unas pocas semanas, Río de Janeiro albergará a delegaciones de 204 países que competirán por 300 medallas en 26 disciplinas.
De hecho, la afirmación de Auster tiene un asidero aún más fuerte: desde el siglo XX, el deporte ha sido el mejor remedio y la mayor exaltación de los nacionalismos. Incluso, se puede afirmar que el deporte competitivo como lo conocemos es el resultado de la necesidad de mostrar la superioridad de una región sobre otra, llámese país, ciudad, estado o departamento. Hace ochenta años esa receta se la inventó, sin ningún recato, Adolf Hitler, quien convirtió los Juegos que habían sido otorgados a Berlín en 1931 (dos años antes de que empezase el III Reich) en una descarada propaganda de la superioridad racial aria. Todo el aparato estético del nazismo entró en acción para apoyar ese deseo del Führer: Albert Speer construyó el Estadio Olímpico de Berlín, Richard Strauss compuso y dirigió las fanfarrias de la ceremonia inaugural donde varias delegaciones saludaron a Hitler con el brazo derecho en alto, y Leni Riefenstahl inventó la transmisión deportiva con su documental Olympia, tanto en el «Festival de las Naciones» como en el «Festival de la Belleza«.
Cuando aparece la Guerra Fría, los norteamericanos y los soviéticos aprovechan la regla, antaño establecida por Pierre de Coubertin, de tener competidores aficionados para convertir los Juegos Olímpicos entre 1952 y 1976 en una guerra ideológica sin armas. Mientras los atletas norteamericanos competían amparados por los veteranos programas deportivos de las universidades, los soviéticos tenían trabajos para las fuerzas armadas rusas que les permitían dedicarse exclusivamente al entrenamiento. Eso fue retratado, desde el punto de vista norteamericano, en la célebre Rocky IV. La escena más diciente de la película es el entrenamiento de los dos competidores: el ya veterano Rocky Balboa y el campeón aficionado Ivan Drago. Balboa entrena en el frío siberiano, siempre apoyado por la naturaleza: cortando troncos, levantando piedras, corriendo en la nieve; Drago, en cambio, tiene detrás toda la tecnología y medicina que el Politburó puso a su disposición, incluyendo (como era práctica común en el deporte del comunismo, o si no pregunten por los pesistas búlgaros o las nadadoras de Alemania Oriental) una industria de dopaje destinada a que Drago establezca la superioridad del comunismo sobre el capitalismo en un ring de boxeo. El punto más bajo de esa competencia fueron los dos boicots olímpicos: primero, Estados Unidos y sus aliados deciden no participar en los Juegos de Moscú en 1980 como forma de protesta a la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética. Cuatro años después, los Olímpicos se celebraban en Los Ángeles y se pagó con la misma moneda por parte del bloque comunista. Volvieron a competir los dos líderes de los Juegos en Seúl, en 1988, pero los vientos de perestroika ya soplaban detrás del Muro de Berlín.
¿Y hoy? El deporte se encarga de esas tensiones entre regiones. No se puede explicar de otra manera el fervor casi religioso que encarna el Barcelona en Cataluña, más aún cuando se acerca, dos veces al año, el Clásico con el Real Madrid. O cómo, en 2011, indios y paquistaníes reencarnaron su eterno conflicto por el Punjab y Cachemira en una semifinal del Mundial de Cricket que, por la suerte, ocurrió en Mohali, a 200 kilómetros de la frontera, siempre amenazada por las armas de ambos lados, entre India y Pakistán. Incluso en el pacífico y tranquilo ajedrez, que un ajedrecista armenio y uno azerí jueguen (el ejemplo más reciente, Levon Aronian contra Teimour Radjabov) abrirá las heridas del conflicto inacabado de Nagorno-Karabaj. Y los ejemplos sobran: el duelo Inglaterra-Argentina en el mundial de México cuatro años después de la Guerra de las Malvinas, o en Francia cuando Irán y Estados Unidos jugaron un partido de grupos, o los duelos Alemania-Polonia, Inglaterra-Francia, Inglaterra-Alemania.
Entonces, ¿qué función tienen los deportes en el mundo contemporáneo? Pierre de Coubertin, el fundador del movimiento olímpico moderno, escribió a finales del siglo XIX que «las guerras surgen porque las naciones no se comprenden unas a otras. No tendremos paz hasta que los prejuicios que hoy separan las distintas razas sean sobrepasados. Para llegar a esta meta, ¿qué mejor forma hay que llevar a la juventud de todos los países, periódicamente, a competir junta por pruebas amigables de fuerza muscular y agilidad?». Tal vez la apreciación de Coubertin haya sido exagerada e idealista, pero ha logrado, de cierta forma, su objetivo. En algunos casos, se ha presentado con formas lamentables que reafirman ese chauvinismo propio de las naciones: basta pensar en el dopaje de los atletas pertenecientes al bloque soviético en los ochenta, en la industria del dopaje contemporánea en Rusia, en la permanente prohibición de competir con atletas israelíes que pervive en la Irán de los ayatolás Jomeini y Jamenei o en cómo países que mueren de hambre como Cuba, Venezuela y Corea del Norte invierten, como si fueran criadores que buscan tener el mejor caballo en la exposición, en tener deportistas envidiables que más adelante serán útiles como propósitos de propaganda (verbigracia, PDVSA financiando deportes costosos como el automovilismo -Pastor Maldonado, Milka Duno- y el golf -Jhonattan Vegas-). Pero, y ahí se me sale el idealista que todos tenemos dentro, ¿acaso eso no es preferible que ver diarios de soldados contando la muerte que los rodea al pelear contra otro país? Y esa paz, que en cada ceremonia inaugural es honrada con las venerables palomas blancas, es posiblemente el logro más grande que tienen los deportes hoy en día. Como, lamentablemente, lo recordó el «remember Sarajevo» que Thor Heyerdahl y Liv Ullmann llevaban en la ceremonia de clausura de los Olímpicos de Invierno de Lillehammer en 1994, tal vez no haya treguas como las hubo en la Grecia antigua, pero los deportes cumplen la misma labor.
Voyeur: Ya que hablamos de Olímpicos, quiero hacer una denuncia pública a todos los medios del país. Una parte del componente cultural de los Juegos de Río es la competencia por los afiches oficiales de los Juegos. El nombre «afiche» desorienta un poco: en realidad hablamos de una tradición que inició en los Juegos de Munich de 1972, donde artistas como David Hockney, Oskar Kokoschka, Victor Vasarely, Eduardo Chillida o Hundertwasser hicieron una serie de obras de arte para conmemorar el espíritu olímpico. Cuarenta años después, Londres revivió estos afiches con artistas como Tracey Emin, Martin Creed, Chris Ofili y Rachel Whiteread. Para Río de Janeiro, ayer se revelaron los resultados del concurso que llevó a doce artistas brasileños a diseñar sus afiches. Adicionalmente, hubo una artista extranjera que creó su afiche oficial: la antioqueña Olga de Amaral. ¿Apareció algo en los medios nacionales? Sólo una nota de EFE reproducida por La W y Terra. Preocupa sobremanera que esta noticia pase desapercibida, más aún con la enorme visibilidad que la reconocida artista antioqueña, si bien ya tiene gracias a su talento, nunca dejará de merecer.
En los oídos: And I Will Kiss (Underworld ft. Dame Evelyn Glennie)
De hecho es antioqueña: Olga Ceballos de Amaral.
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Lo reseñaron en ESPN pero dijeron que era bogotana la artista
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