El martes pasado presenté en este espacio cinco ceremonias olímpicas de los últimos años como un preludio para el inicio de Río 2016. Hoy, disculpándome por no haberles presentado estas cinco ceremonias el día viernes, como lo prometí, les traigo mis cinco ceremonias preferidas.
5. Vancouver 2010
David Atkins, quien como veremos más adelante es el responsable de la maravillosa ceremonia de Sydney, fue el encargado de crear la que es mi ceremonia de inauguración preferida en lo que a Juegos de Invierno se refiere. Si bien la ceremonia tuvo un tono luctuoso debido a la muerte, esa mañana, del luger georgiano Nodar Kumaritashvili en una práctica, la ceremonia siguió como estaba planeado con un minuto de silencio en honor al deportista fallecido y la delegación georgiana, que había planeado no participar en la ceremonia, desfilando rápidamente con la ovación del público para el héroe caído, a quien fue dedicado el evento. Primero, un snowboarder recorre las montañas de Whistler (la sede de montaña de estos juegos) y cruza un grupo de voluntarios que cargan antorchas rojas con la forma de una hoja de arce mientras una voz en off recita los juegos anteriores a Vancouver. El snowboarder, de repente, aparece en el BC Place y cruza los aros olímpicos para aterrizar en la cancha y dar al mundo la bienvenida a la que, hasta hoy, es la ciudad más grande que haya albergado unos Juegos de Invierno. Después del himno canadiense, las cuatro Primeras Naciones en cuyo territorio se organizaron los juegos (Squamish, Musqueam, Lil’wat y Tsleil-Waututh) dieron la bienvenida a los atletas y a los televidentes, tanto en sus idiomas como en inglés y francés, idiomas oficiales del COI y de Canadá. Mientras daban la bienvenida, se alzaron cuatro tótems que extendían sus brazos al mundo y rodeaban un gran tambor cuyo ritmo invitaba a representantes de todas las Primeras Naciones del país, tanto los pueblos indígenas de cada una de las regiones como los inuit que pueblan el ártico norte y los métis, una comunidad de descendientes del primer mestizaje de europeos e indígenas en el este de Canadá. Estas Primeras Naciones fueron, precisamente, las encargadas de acompañar a los atletas que desfilaron a sus puestos en el escenario. Cabe anotar que muchos de ellos, en señal de luto, desfilaron con bandas negras en sus brazos honrando la memoria de Kumaritashvili. Luego, los atletas fueron saludados con Bang the drum, una canción interpretada por las que, posiblemente, sean las dos estrellas canadienses más importantes del pop: Nelly Furtado, nacida en Vancouver, y Bryan Adams, quien ha vivido en la ciudad durante años y escribió la canción para el evento; canción que corresponde a otras canciones compuestas para ceremonias (Nikki Webster, Olivia Newton-John y John Farnham en Sydney, Celine Dion en Atlanta), letras motivacionales mezcladas con pop suave que, sin embargo, fue bien recibido por el público en el BC Place, que golpeaba los pequeños tambores que estaban en sus sillas.
Tan pronto salieron Furtado y Adams del escenario, la voz de Donald Sutherland (The Dirty Dozen, Los juegos del hambre, M*A*S*H, Novecento), que será la conducción del segmento artístico de esta ceremonia, recita fragmentos de escritores y exploradores canadienses mientras da inicio el cambio del escenario a una pista de hielo en la que la nieve es llevada por un chamán que lidera a un grupo de actores representando a los inuit. Se congregan en el escenario para que el chamán golpee el hielo mientras ellos buscan el calor y la luz de la aurora boreal y las constelaciones de los animales guía, para culminar con una enorme marioneta de un oso polar. El hielo se rompe y, mientras los actores salen del escenario, ballenas nadan en el agua descubierta para indicar el paso a otra región de Canadá: el oeste. De las ballenas pasamos a los salmones, que se alzan al techo del escenario y revelan un bosque alrededor del cual un grupo de bailarines danza al sonido del Adagio para cuerdas de Samuel Barber y de Ordinary Miracle de Sarah McLachlan. El bosque se deshace al final del Adagio en una danza de luciérnagas y lluvia, mientras los bailarines se alzan para revelar una luna llena. Del cielo aparece una canoa pequeña tripulada por un violinista cuya sombra, en una alusión a la leyenda quebequesa de La Chasse-galerie (la canoa embrujada) donde unos viajeros hacen un pacto con el diablo para llegar a su destino. El violinista (y su sombra) intentan tocar The Old Ways de la cantante de new-age Loreena McKennitt, canción que deviene en el inicio de un duelo de violinistas en el centro del escenario, quienes están rodeados por un grupo de bailarines de jigs celtas sobre cientos de hojas de arce. Pero el jig toma de repente un giro moderno y se convierte en tap, mientras los violinistas le dejan el centro a Ashley MacIsaac para que haga un duelo con un bailarín de tap al ritmo de su versión folk rock de una canción tradicional del siglo XIX, The Devil in the Kitchen. Ese duelo será el final de esta representación del oriente de Canadá, que se desvanece con el viento que, en pinceladas, representa un cielo que rodea a un niño parado sobre un trigal. Así, la representación se dirige a las praderas del centro de Canadá, donde el niño toca el trigo y gira sobre el escenario para que, cuando toque el piso, aparezca más trigo sobre el cielo, mientras suena Both Sides, Now de Joni Mitchell. Cuando acaba la canción, la lluvia cae sobre el escenario y de ella surge una montaña como la que vimos al principio de la ceremonia. De ella bajan esquiadores y snowboarders que hacen acrobacias representando la travesía de los deportistas y, alrededor, patinadores que corren representando el tráfico nocturno de la ciudad más importante del Pacífico canadiense. La ceremonia termina con una unión de los distintos lugares de Canadá visitados: la montaña de tela cae y aparece el poeta Shane Koyczan recitando fragmentos de su poema «We are more» («Somos más») para, al final, verse rodeado por los mismos voluntarios que hacían la hoja de arce alrededor del snowboarder al principio de la ceremonia. Al final, en medio de los protocolos, uno de los momentos más conmovedores de la ceremonia fue la versión que k.d. lang hizo de la preciosa Hallelujah de Leonard Cohen para simbolizar la paz, representada por cientos de luces que hacían ver al BC Place como un candelabro enorme.
Hubo omisiones en cuanto al talento: sorprendió que no estuvieran involucrados en los Juegos ni el grupo más importante del rock canadiense, Rush, ni la sensación juvenil de ese momento, Justin Bieber. Otra omisión, entendible por su embarazo, fue la de Celine Dion, quien iba a cantar el himno canadiense pero fue reemplazada por la joven Nikki Yanofsky. Pero Atkins juega bien con la cultura canadiense y omite los estereotipos (que, en la ceremonia de clausura, serán aprovechados de forma humorística por William Shatner, Michael J. Fox, Catherine O’Hara y Michael Bublé). Y esa tarea, difícil cuando es necesario crear una ceremonia universal que pueda ser entendida en cualquier lugar del mundo, la logra bastante bien el productor australiano. Otro de sus logros es cambiar el énfasis tradicional de las ceremonias de lo histórico a lo geográfico y resaltar la belleza de cada una de las regiones de Canadá y cómo se unen para formar un tapiz de mosaicos, como lo recitó el poeta Koyczan.
4. Atenas 2004
Los Olímpicos de Atenas fueron mostrados al mundo como el regreso a casa. Esta actitud fue reafirmada, primero, por el fracaso de los Juegos de Atlanta y, en un giro irónico, por el éxito que tuvieron los de Sydney. Concebido por el coreógrafo Dimitris Papaioannou, todo comienza con un escenario cubierto por agua. Mientras los asistentes al Estadio de Atenas, diseñado por el arquitecto español Santiago Calatrava, celebraban el retorno a casa, un grupo de percusionistas imita los latidos del corazón para combinarse, segundos después, con cientos de bouzoukis tocando un zeibekiko (danza tradicional griega) compuesto para la ocasión por el músico griego Stavros Xarchakos. De ahí somos llevados al origen: a la Olimpia antigua donde un percusionista tiene un duelo con otro que está en el Estadio, como una forma de unir el pasado y el presente: un tema que será permanente en la ceremonia. Cuando acaba el duelo, el fuego se alza sobre el «mar» para revelar los anillos, de nuevo con los bouzoukis y la percusión como banda sonora. El fuego se apaga y un niño con una bandera griega navega el «mar» para representar la unión indisoluble entre Grecia y el océano mientras suena la Serenata nocturna de Manos Hatzidakis (parte de la banda sonora de la película Nunca en domingo, que le mereció a Hatzidakis un Oscar a la Mejor banda sonora en 1960) y dar pie al Himno a la libertad, canción nacional griega.
Como es de esperarse, la mitología es un componente fundamental de la ceremonia: primero, y tras la lectura del poema Mythistorema del ganador del Nobel Giorgos Seferis, con un centauro que lanza una flecha al «mar» del que surge una de las primeras figuras que representó al hombre: el rostro de las islas Cícladas del siglo III a.C, sobre el que se reflejan el pentágono de Pitágoras y el átomo prefigurado por Demócrito, y que se descompone para revelar un kouros (hombre joven) del periodo arcaico que, a su vez, se destruye para llevarnos, en segundos, a la Grecia clásica. Antes de que caigan los pedazos de las figuras al mar, y con la Tercera Sinfonía de Gustav Mahler como fondo musical, se alza un cubo donde un hombre camina para simbolizar el triunfo del hombre sobre la naturaleza y los alcances de la ciencia que empezó, como la conocemos en Occidente, en Grecia.
Tan pronto las esculturas caen, una pareja enamorada recorre la playa bajo los ojos de Eros, el dios del amor, en una coreografía que mezcla lo sensual, el romanticismo y el mar como elemento que da pie para un segmento que nos hace pasar por la historia de Grecia. Comienza con las imágenes más icónicas de la civilización minoica surgida en Creta hacia el siglo III a.C: encabezados por la diosa de las serpientes hallada en Cnossos, aparecen boxeadores de Santorini, deportistas que saltan toros y sacerdotisas. De Creta salimos a Micenas, donde los primeros rastros de la Grecia arcaica salen a la luz: las mujeres de los frescos y el cobre contrastado con el negro, junto a las figuras de terracota que inspiraron a las mascotas de los Juegos. Y luego llega la Grecia clásica: un pegaso, la democracia, esculturas humanas perfectas, el teatro, el rey Edipo respondiendo la pregunta de la esfinge, personajes de Eurípides y Esquilo, Hércules descabezando a la Hidra de Lerna, Palas Atenea, la protectora de Atenas y de la sabiduría, el Partenón, los filósofos, las Cariátides y la Victoria de Samotracia. Seguido de ella, aparecen los corredores de los Olímpicos antiguos, los lanzadores de jabalina, los luchadores y los lanzadores de disco. Tras ellos, Alejandro Magno anuncia el inicio de la civilización helenística, donde Grecia recibe la influencia de aquellos pueblos conquistados por el rey macedonio. Aparece el cristianismo, y con él la era bizantina y san Jorge conquistando al dragón. Luego los luchadores de la libertad en el siglo XIX, aquellos que enamoraron a Lord Byron y lo llevaron a morir a Missolonghi. Tras la libertad de Grecia del imperio otomano aparecen los Olímpicos de 1896: gimnastas, esgrimistas, atletas y uno en especial: Spyros Louis, el primer ganador de la maratón, a quien la Victoria le tiene destinados los laureles eternos. Junto a él aparece Karagiozis, un personaje del teatro de marionetas que enfrenta la vida de forma picaresca (basta pensar en la rica tradición española con el Lazarillo de Tormes o el Buscón de Quevedo) y se ha convertido en un símbolo del hombre griego. Luego aparece una taverna griega, donde el rebetiko, las luces, la inmejorable comida griega y los licores (ouzo, raki, tsipouro) fluyen en noches largas de alegría, un retablo inspirado en las obras del artista Yannis Tsarouchis. Y Eros, al final, mientras se escucha «O, patria mia» de Aída de Verdi cantada por la gran Maria Callas, se detiene en una mujer embarazada que se desviste y da a luz en medio del mar y las estrellas, con su barriga que se ilumina mientras el estadio se convierte en un cielo iluminado por estrellas que se convierten en la hélice del ADN: la civilización devenida en el origen de la vida. Arte y ciencia juntos. Los latidos del corazón vuelven a escucharse y los restos de las esculturas caídas congregan a los hombres, a todos los que han participado en la ceremonia, alrededor de un cúmulo del que surge un olivo, símbolo de paz y recordatorio del regalo que Atenea le hizo a la ciudad que tiene su nombre: el árbol como símbolo de tierra y alimento, el árbol como señal de paz frente a los caballos de guerra que ofrecía Poseidón.
Alrededor del árbol se congregaron los atletas en el desfile de naciones, amenizado por la mezcla en vivo del holandés DJ Tiësto. Una vez los atletas se acomodaron en sus posiciones, la cantante islandesa Björk cantó Oceania, una canción comisionada por el COI para estos Olímpicos, compuesta por ella y el escritor islandés Sjón y que aparecería, al final de ese año, en su disco Medúlla. Mientras ella cantaba acompañada apenas por una serie de sonidos vocales (como todo Medúlla), una tela azul cubría a los atletas para, al final de la presentación, reflejar un mapa del mundo. Después de los actos protocolarios, el tañir de las campanas y de ramos de olivo acompañó la llegada de la bandera olímpica, junto a la música de Zorba el griego compuesta por Mikis Theodorakis. Al final, tras una coreografía que representó el largo viaje de la antorcha olímpica por el mundo, esta es llevada a su pebetero, diseñado como una rama de olivo, por el campeón de vela Nikos Kaklamanakis.
Papaioannou logró desligarse de los clichés esperables de los mitos griegos y, sin dejarlos de lado (lo que habría sido, cuando menos, estúpido en la cuna de la civilización y del olimpismo), les dio un cariz moderno y una abstracción que la hace deliciosa de ver. La música, que rinde tributo a los ritmos que uno escucha en las calles de Atenas, Heraklion o Salónica y a los dos grandes compositores griegos modernos (Theodorakis y Hatzidakis), junto a la aparición de composiciones de Verdi, Mahler, Shostakovich y Debussy, fue una de las formas que tuvo Papaioannou de jugar con el significado cultural de Grecia, de tal forma que cada uno de los sentidos se convertía en un deseo de experimentación.
3. Barcelona 1992
Esta ceremonia cambió todo. Hasta 1992, las ceremonias eran simples coreografías masivas, bien deportivas (la demostración de taekwondo en Seúl) o de baile (las danzas típicas de la URSS en Moscú o la coreografía diseñada por Fred Astaire y Michael Jackson en Los Ángeles). Pero la fanfarria compuesta y dirigida por Carles Santos fue el preámbulo para la conversión de las ceremonias de apertura en pequeñas obras de teatro y en lo que, sin duda, podemos considerar el espectáculo más grande del mundo. Flores y pájaros forman, inspirados en las Ramblas barcelonesas, el saludo más simple y honesto del idioma español: Hola. Tras una coreografía que forma el símbolo de los juegos de Barcelona y la entrada de los dignatarios, dos reconocidos cantantes catalanes, Montserrat Caballé y José Carreras, dan la bienvenida al mundo cantando Benvinguts en catalán y castellano mientras un grupo de bailarines hacen cinco rondas de sardana, el baile típico de Cataluña, que forman los anillos olímpicos y luego forman un corazón como símbolo de amistad. El baile da paso a «Tierra de pasión»: primero, 360 miembros de bandas de cada región de España cruzan las gradas del estadio en un golpe de tambores que lleva a los vientos que entran tocando «Los españoles se divierten en la calle», quinto movimiento de la Música nocturna de las calles de Madrid, compuesta en 1780 por el italiano Luigi Boccherini. Al tiempo, aparecen representaciones del arte y la literatura españolas: molinos de viento, Quijotes, figuras goyescas, figuras salidas de los cuadros de Picasso y Miró, la Sagrada Familia de Gaudí y las Meninas de Velásquez, todo ello cortesía del artista Javier Mariscal. Los miembros de las bandas forman un círculo mientras un grupo de bailaoras andaluzas aguardan, al sonido de Te quiero morena cantado por Plácido Domingo que da paso a la bailaora Cristina Hoyos, quien entra al círculo en un caballo andaluz rodeada por las bailaoras que la esperaban. Las sevillanas y el ritmo de las bailaoras tienen el centro del Estadio Olímpico de Montjuïc para que Hoyos, na de las bailaoras y coreógrafas más prestigiosas de España, aparezca en el escenario principal y baile, sola, al ritmo de las bulerías y las palmas. Cuando Hoyos termina, es recogida por el mismo caballo que la trajo al escenario y entra el canario Alfredo Kraus, uno de los tenores líricos más subvalorados del siglo XX, quien canta una canción popular, Del cabello más sutil. Bandas y bailaoras se retiran con otro fragmento del quinteto de Boccherini, la «Retirada».
El siguiente segmento, «El Mar Mediterráneo», fue concebido por la compañía teatral catalana La Fura dels Baus y comienza con la llegada del sol al campo de Montjuïc. Con la soberbia banda sonora compuesta y dirigida por Ryuichi Sakamoto (El renacido, El último emperador, Tacones lejanos), se representa una carrera donde Hércules (una marioneta gigante con apariencia robótica) compite con otros atletas para llegar a la meta rodeada por una gigante corona de olivo y separar una columna que representa los dos pilares que el héroe mitológico puso para indicar el límite del Mar Mediterráneo y el Atlántico, el límite entre el mundo conocido y las tierras ignotas. De las columnas brota un estrecho arroyo que se convierte en el enorme mare nostrum romano, aguas que cubren el estadio salvo un lingote de acero que representa los barcos que cruzaban el mar en la Antigüedad. El barco se ve asediado por monstruos marinos y comienza una batalla naval entre los marinos, los monstruos y los buitres que acechan los cadáveres. Tras la confrontación, los navegantes llegan a puerto, donde el sol los espera y ellos, guiados por un faro, fundan un asentamiento que, más adelante, se convertirá en la ciudad de Barcelona. Tras el desfile de las naciones y los actos protocolarios, el piragüista Herminio Meléndez llega al Estadio Olímpico con la antorcha olímpica, que luego será entregada a Epi, figura del baloncesto español, medalla de plata en Los Ángeles 1984 y líder del equipo blaugrana de baloncesto. Epi encenderá la flecha del arquero paralímpico Antonio Rebollo, quien será el encargado de crear una de las imágenes más inolvidables de la historia de los Juegos Olímpicos, acompañada por la música de Angelo Badalamenti (Blue Velvet, Twin Peaks, Mulholland Drive): Rebollo apunta el fuego al pebetero expectante en los techos de Montjuïc y, en una sincronización perfecta, la caída de la flecha enciende el fuego que brillará durante dos semanas en la capital catalana. Al final de la ceremonia, se ofrece una gala operática con la participación de Caballé, Carreras y Domingo, junto a otros tres grandes cantantes españoles: Teresa Berganza, Giacomo Aragall y Joan Pons, que termina con la «Oda a la alegría» de Beethoven. Al principio, parecería una ceremonia habitual: coreografía de flores, algo de baile y bandas. Pero el segmento del Mar Mediterráneo, donde lo mítico se confundió con los colores, los sonidos de la mente de Sakamoto y una estética profundamente moderna, se convirtió en el estándar para todas las ceremonias olímpicas posteriores.
2. Sydney 2000
Después del traspiés que significó Atlanta, Sydney tenía el reto de volver a dar brillo a los Olímpicos. Y en la ceremonia inaugural dio precisamente ese preludio. Con una historia sencilla, David Atkins y Ric Birch crearon una preciosa y sentimental oda a la isla continente. Primero, un jinete entró al estadio y lideró, al ritmo de la música de la película The Man from Snowy River (basada en la obra del poeta campesino e icono de la cultura australiana Banjo Paterson), a otros 120 caballos Australian Stockhorse, en un homenaje a la tradición campesina del outback. Luego, el saludo al mundo fue desplegado en una pintura infantil que evocaba el Harbour Bridge de Sydney con el saludo coloquial australiano: G’day. Tras el himno nacional australiano, los caballos se retiraron del escenario y dieron paso a la ceremonia como tal. Una niña, interpretada por Nikki Webster, se queda dormida en una de las tantas playas australianas. Su sueño empieza con la Gran Barrera de Coral, la misma que todos recordamos en Buscando a Nemo. Peces y criaturas marinas, junto a nadadores que buceaban cerca a los corales, acompañaban a la niña en su sueño bajo el mar. Luego, la niña se ve rodeada por un grupo de aborígenes, cuyo líder la acompañará en su recorrido por los mitos, los bailes y la música que, desde tiempo inmemorial, han creado y acompañado la vida de los primeros habitantes de Australia. De repente, el sol se alza sobre la isla y tragafuegos representan los habituales incendios forestales que preparan la tierra para el renacimiento de la flora típica del país sobre el que la niña se alza para observar la danza de luces. Luego, llega a Australia la flota británica comandada por James Cook para representar los primeros europeos que conquistaron la isla. Cook da la señal para que un enorme caballo de metal, un jig irlandés y cientos de actores representando al bandido Ned Kelly (según la interpretación que de él hizo el pintor más importante de Australia, Sidney Nolan) y a los europeos que habitarían los campos australianos sirvan de alegoría a la industria y el crecimiento de la nación, representados en el acero y el metal que domina esta parte de la ceremonia y pasa de ser barcos, tubos y engranajes a construir una de las tantas granjas que abundan en el campo australiano. De las ovejas-cajas salen habitantes típicos de los suburbios australianos que, mientras pasean con sus máquinas cortadoras de césped, forman los inevitables cinco anillos olímpicos. Luego, el ritmo de la música indica la llegada de los inmigrantes de cada rincón del mundo: africanos con ídolos, decoraciones geométricas y bailes; asiáticos encabezados por dos dragones chinos y seguidos por dioses hinduístas, coreografías inspiradas en Bollywood y parasoles; danzas celtas y ballet combinándose con figuras modernistas para simbolizar los inmigrantes europeos; la Estatua de la Libertad y ritmos latinos y brasileños que recuerdan a América y el haka de los All Blacks neozelandeses como símbolo de los habitantes de Oceanía. Estos inmigrantes de los cinco continentes forman, primero, el mapa de Australia con sus carrozas, y después, tras una canción interpretada por la pequeña Nikki Webster (sí, otra de esas canciones románticas típicas de ceremonias inaugurales), forman la Cruz del Sur. Tras la canción, el bailarín y actor australiano de ascendencia colombiana Adam García (Coyote Ugly, Dancing with the Stars, Doctor Who) empieza a bailar tap en una plataforma metálica. Alrededor de él, algunos camiones utilizados en los campos se parquean en círculo para convertirse en rampas donde otros bailarines, que llegan por las gradas del Australia Stadium, seguirán el ritmo marcado por García. Alrededor de los bailarines, otros voluntarios golpean el acero con pulidoras para crear chispas mientras que grúas se alzan sobre los bailarines y en el escenario el tap continúa sobre láminas de acero. Al final, el guía aborigen y Nikki Webster se alzan sobre el escenario para ver cómo el Harbour Bridge que había aparecido al inicio de la ceremonia vuelve a protagonizarla, esta vez con un mensaje simbólico para los australianos: «Eternity» (eternidad), un graffiti dibujado en tiza por el soldado analfabeto y luego cristiano devoto Arthur Stace durante más de treinta años en las calles de Sydney. Una enorme banda de guerra sería la encargada de recibir a los atletas, quienes luego verían actuaciones de Olivia Newton-John y John Farnham, Vanessa Amorosi y Tina Arena, para al final recibir la antorcha olímpica que, en esta última etapa de su relevo, sería cargada por las mujeres más importantes del olimpismo australiano como un tributo a los cien años de la llegada de la mujer a las justas. En otro gesto de importancia política, la encargada de encender el pebetero sería Cathy Freeman, atleta de ascendencia aborigen y a la postre campeona de los 400 metros planos en ese mismo estadio.
David Atkins amplió en Sydney lo empezado en Barcelona: historias que hagan alegoría de una nación y de sus habitantes, que aprovechen su idiosincracia, sus orígenes, sus pueblos originarios y sus mitos. El aporte de Atkins, de hecho, es darle una idea de futuro a las ceremonias: que no sólo sean un recuerdo de la historia sino un manifiesto de la sociedad imaginada, mensaje que resonaría con más fuerza en unos Olímpicos realizados en pleno año 2000.
1. Londres 2012
Una ceremonia perfecta. Así de simple. El guion de Frank Cottrell Boyce (Chitty Chitty Bang Bang, 24 Hour Party People, Doctor Who) fue llevado a la cancha del Estadio Olímpico de Londres por Danny Boyle (Trainspotting, Slumdog Millionaire, 127 horas) quien, a pesar de tener tras de sí una de las ceremonias más espectaculares de los últimos años, logró darle al mundo la que es, sin duda, la mejor ceremonia jamás hecha para unos Juegos Olímpicos.
Una placa de piedra, titulada «Isles of Wonder», indica el inicio de la ceremonia y del río Támesis, que guiará a los espectadores hasta el estadio Olímpico. En el camino vemos a los personajes de El viento en los sauces de Kenneth Grahame, las amapolas que recuerdan a los muertos de las guerras, una mano similar a las de Monty Python en su serie y los remeros de Oxford y Cambridge. De repente, entramos a Londres: el cerdo de Animals de Pink Floyd vuela al lado de la estación de Battersea y las campanas del Big Ben dan paso a God Save the Queen de Sex Pistols y a una panorámica de Londres que recuerda a la eterna telenovela EastEnders. La cámara se mete en el río y nos lleva al Tube, con la inconfundible guitarra de London Calling de The Clash y el «mind the gap» que todo aquel que haya viajado en el metro de Londres recuerda. Tras el caos de los túneles de Londres con la música de Edward Elgar y Lily Allen, Map of the Problematique de Muse nos lleva al estadio, donde el conteo final empieza para que Bradley Wiggins, recientemente coronado campeón del Tour de Francia, toque la campana que da inicio al espectáculo. Mientras pequeños globos aerostáticos que cargan anillos olímpicos suben a la atmósfera, cuatro coros cantan himnos no oficiales de las cuatro naciones que componen el Reino Unido: Jerusalem de William Blake para Inglaterra, Londonderry Air para Irlanda del Norte desde el Giant’s Causeway, Flower of Scotland en el Castillo de Edimburgo y Bread of Heaven desde la playa galesa de Rhossili, intercalados con imágenes de los cuatro equipos de rugby británicos. Paralelamente, se mostraba la Inglaterra rural y placentera: juegos de cricket, bailes, cultivos de trigo y animales. Sin embargo, la tranquilidad se pierde cuando llegan, en carruajes, industriales y empresarios encabezados por el ingeniero Isambard Kingdom Brunel, interpretado por el actor y director Kenneth Branagh (Hamlet, Harry Potter y la cámara secreta, Thor). Brunel recitó en ese momento, a los pies de una montaña que evocaba la Glastonbury donde se ocultó el rey Arturo, un fragmento de La tempestad de William Shakespeare. Una larga percusión y un grito se encargaron de dar inicio a la Revolución Industrial. Encabezados por la percusionista sorda Evelyn Glennie, los voluntarios se encargarán de darle paso a cientos de obreros, mineros y trabajadores que cambiarán el paisaje bucólico por una enorme industria, llamada «Pandemonium» en honor al Paraíso perdido de John Milton. La granja y el verde desaparecen y en su lugar un mapa de Londres es el espacio donde una fundidora de acero, chimeneas, telares y motores de vapor crean el nuevo paisaje urbano. De repente, todo se detiene y las cámaras enfocan las amapolas y los soldados jóvenes como un tributo a los cientos de muertos en las dos guerras mundiales, ante lo cual el público, sin ningún tipo de indicación, se paró en respeto mientras las pantallas mostraban los batallones de pals (amigos) que murieron juntos en la I Guerra Mundial. Así mismo, junto a la industrialización vienen los derechos civiles y los lamentos: mientras que algunos de los personajes parecen salidos de novelas de Charles Dickens, aparecen los cambios sociales que trajo la nueva etapa de la humanidad: las sufragistas que demandaban derechos políticos, los sindicalistas que exigían mejores condiciones de trabajo en la Marcha de Jarrow, inmigrantes del Caribe, de África y Asia, los filántropos pearly kings, soldados pensionados del Hospital de Chelsea y los Beatles en la era del Sgt. Pepper. Al final, todos esos grupos observan cómo de esa industria se alza un anillo que, junto a otros cuatro ubicados en las esquinas del Estadio Olímpico de Londres, forman el símbolo de los Juegos.
Luego, Daniel Craig retoma su papel de James Bond para acompañar a la reina Isabel II en su camino de Buckingham al este de Londres. Tras recibir los elogios del pueblo con la música de Händel, la reina y Bond, evocando los escapes del 007, se lanzan del helicóptero que los transporta para aterrizar en el Estadio con el aplauso de todo el público asistente. Después del himno cantado por un coro de niños sordos y oyentes, el tercer segmento de la noche sería un tributo al sistema de salud británico (el NHS) y a la literatura infantil. Con la actuación de niños y personal del NHS, se describe una noche en uno de sus hospitales, el Great Ormond Street Hospital. Tras el sueño, aparece la autora de la saga de Harry Potter, J.K. Rowling, leyendo Peter Pan. Cuando acaban las palabras de Rowling y Barrie, aparecen algunos de los villanos más importantes de la literatura infantil británica: el Capitán Garfio, Lord Voldemort, Cruella de Vil, la Reina de Corazones y el Child Catcher, todos acompañados de la música de Tubular Bells de Mike Oldfield. ¿Y quién puede vencer a los enemigos del sueño de los niños? Por supuesto, cientos de Mary Poppins que descienden del cielo en sus paraguas y llevan a los niños a dormir en paz nuevamente. Cuando acaba este segmento, aparece Simon Rattle, director de la Filarmónica de Berlín, quien tocará Carrozas de fuego de Vangelis en un tributo a la industria fílmica británica. Pero uno de sus miembros es bastante conocido por el mundo: Rowan Atkinson, quien retoma rasgos de su popular personaje de Mr. Bean al tocar un sintetizador y quedarse dormido para aparecer, en un sueño, superando a Eric Liddell y Harold Abrahams en la célebre carrera por la playa de St Andrews que apareció en la película británica ganadora del Oscar.
El siguiente segmento, mi preferido de la ceremonia, nos lleva a otras dos revoluciones hermanas que surgieron en las islas británicas a través de la historia de amor entre Frankie (nombrado por la banda Frankie Goes to Hollywood) y June (cuyo nombre sale de la protagonista de la película A Matter of Life and Death): primero, la revolución cultural que significó la cultura popular. Frankie y June se preparan para salir en una noche típica de Londres y, en medio del tumulto del Tube, con la música de Eric Clapton, The Jam, Sugababes y OMD, June pierde su celular y Frankie lo encuentra. Mientras aparecían fragmentos de películas de Charles Chaplin y Ken Loach y sonaba el TARDIS del Doctor Who, canciones de The Rolling Stones, The Beatles, The Kinks, The Who, David Bowie, Queen y Led Zeppelin recordaron la importancia del rock, mientras Sex Pistols simbolizaron el ascenso del punk en las clases obreras británicas y The Specials dieron un merecido tributo al ska. New Order y Happy Mondays sirvieron para recordar la Madchester de los 80, y la escena de los raves de los 90 se vio homenajeada con The Prodigy y Underworld mientras escenas de Trainspotting y The Full Monty aparecían en el estadio. Cuando Frankie y June se encuentran, y mientras aparecen fragmentos de Slumdog Millionaire y Cuatro matrimonios y un entierro, se besan con Song 2 de Blur. Ya novios, y tras aparecer besos como los de Guillermo de Cambridge y Kate Middleton, Romeo y Julieta y el beso de dos mujeres en la telenovela Brookside (que fue, en muchos países del mundo, el primer beso de dos mujeres transmitido en televisión), Frankie y June organizan una fiesta donde Dizzee Rascal, el principal exponente del grime (hip hop británico), canta su éxito Bonkers y canciones de Muse, Amy Winehouse, Tinie Tempah y A.R. Rahman suenan. Al final, la revolución hermana se revela: Tim Berners-Lee, el creador de la World Wide Web que ha cambiado nuestras vidas (y permite que, entre otras cosas, estas palabras sean leídas por ustedes en este momento), publica un trino que aparece en las pantallas del estadio. Tras un resumen del relevo olímpico por el Reino Unido y la aparición de David Beckham conduciendo un bote por el Támesis, se rinde un tributo a los que no pudieron estar en la ceremonia. Un día después de que Londres recibió los Juegos de 2012, el 7 de julio de 2005, cuatro terroristas se detonaron en el Tube y en un bus que hacía su recorrido habitual, dejando 56 muertos y más de 700 heridos. En su honor, Emeli Sandé cantó el himno Abide with Me (célebre por ser uno de los que tocó la banda del Titanic mientras el barco se hundía) mientras el bailarín Akram Khan encabezaba una coreografía abstracta sobre la mortalidad.
Tras la entrada de los atletas al ritmo de canciones de Chemical Brothers, U2, Bee Gees, Oasis, Adele y con el equipo británico entrando con «Heroes» de David Bowie, Arctic Monkeys tocó I Bet You Look Good on the Dancefloor y Come Together de los Beatles, esta última con ciclistas alados que representaban las palomas de la paz. Por último, y una vez finalizados los actos protocolarios, un grupo de jóvenes nominados por los atletas más representativos del Reino Unido encendieron el pebetero mientras sonaba Caliban’s Dream, canción compuesta para el evento y tocada por Alex Trimble (Two Door Cinema Club), Evelyn Glennie y el coro que cantó Jerusalem en el estadio, para dar paso a un montaje pirotécnico con Eclipse de Pink Floyd y Hey Jude tocada, en vivo, por Paul McCartney.
La idea de las dos revoluciones resulta una forma, cuando menos, interesante de reafirmar la importancia capital que ha tenido la cultura y la historia británica para el mundo. Rick Smith, coordinador musical de la ceremonia y la mitad del dúo de música electrónica Underworld, hizo un trabajo impecable en su curaduría. Lamentablemente, debido a cuestiones de tiempo, hubo canciones que se vieron cortadas (M.I.A., Coldplay, Franz Ferdinand, Radiohead, Kaiser Chiefs y Duran Duran, entre otros) y algunos segmentos fueron editados en el último minuto. Pero, más allá de la impecable banda sonora, Isles of Wonder fue un espectáculo en cada uno de sus detalles. Intrincados homenajes a la cultura británica confundidos en momentos de uno o dos segundos, una historia que atrapaba en el silencio cortado por la música y, en el fondo, un mensaje clave: el mundo moderno sería imposible de concebir sin los dos cambios que nacieron en el Reino Unido.
¿Y Río?
Como les conté el martes pasado, la ceremonia del próximo viernes será dirigida por Fernando Meirelles, Andrucha Waddington y Daniela Thomas. Ellos, cuentan los medios brasileños, se han rodeado de escritores, músicos e intelectuales para hacer una «síntesis de la cultura popular brasileña» y contar desde ahí, según EBC, «la historia del pueblo brasileño con un énfasis en cómo se formó la población a partir de la migración y la mezcla de varios pueblos». Habrá ritmos como el funk, la samba y el maracatu, todo ello escenificado en una favela, en las aceras de las playas de Río y en la selva del Amazonas.
Se sabe que aparecerá la actriz Fernanda Montenegro, nominada al Oscar por su papel en Central do Brasil, acompañada por la reconocida actriz británica Judi Dench (M en las películas de James Bond, Chocolate, Nine, Shakespeare in Love), declamando un poema de Carlos Drummond de Andrade, «La flor y la náusea«. También se sabe que estará la modelo Gisele Bündchen, uno de los ángeles más recordados de Victoria’s Secret, y Lea T., modelo transgénero hija del futbolista Toninho Cerezo y figura de Givenchy y Benetton. En cuanto a música sabemos que estarán, entre otros, Caetano Veloso y Gilberto Gil haciendo un dúo con la joven cantante Anitta, y la legendaria Elza Soares, recordada no sólo por su talento sino por ser la esposa del gran jugador Garrincha.
No se sabe, como siempre ocurre, quién encenderá el pebetero olímpico, pero algunos medios en Brasil sugieren que será Pelé, sin duda el deportista brasileño más conocido en el mundo aunque, personalmente, tendría más mérito olímpico que deportistas como los regatistas Robert Scheidt y Torben Grael, el jinete Rodrigo Pessoa, el voleibolista Giba, el atleta Joaquim Cruz o el nadador César Cielo hicieran esa labor. Y por último, la situación política: teniendo en cuenta la crisis política suscitada por la destitución y las acusaciones de corrupción hacia Dilma Rousseff y su antecesor Lula da Silva, el presidente interino Michel Temer será quien declare abiertos los Juegos. Aun cuando el Comité Organizador invitó a Dilma y a Lula a las ceremonias, tal y como invitó a los demás presidentes brasileños vivos, los dos líderes del Partido de los Trabajadores se rehusaron. Sin embargo, junto a Temer estarán, entre otros, presidentes como Juan Manuel Santos, François Hollande y Mauricio Macri, primeros ministros como Matteo Renzi y el secretario general de las Naciones Unidas, Ban-Ki Moon.
No sé si el viernes veamos un esfuerzo que supere lo que hizo Londres, pero estamos seguros en Todas las almas que veremos una historia inolvidable. Este resumen (un poco largo, perdonen de nuevo) es un preámbulo para todo lo que nos espera desde mañana, cuando los equipos de fútbol femenino den la patada inicial a los Juegos de la XXXI Olimpiada. Los primeros en Sudamérica.
Voyeur: Lecciones de coherencia rápidas. Cuando el hondureño Manuel Zelaya fue destituido, la izquierda latinoamericana gritó iracunda. Lo mismo ocurrió con Fernando Lugo en Paraguay y, más recientemente, con Dilma Rousseff. A cada rato vemos cómo a Mauricio Macri le critica la izquierda el haber sacado a su país de Telesur, medida justa si un accionista está en contra del rumbo editorial que toma un canal. ¿Y dónde están nuestras repetidoras de las opiniones «progresistas» al ver la crisis que ocurre en Nicaragua? Aplaudiendo como focas al corrupto Daniel Ortega y a su siniestra esposa, la poetisa Rosario Murillo, mientras convierten a su país en su feudo personal como si fueran una reencarnación de los temibles Somoza.
En los oídos: País tropical/Areré/Taj Mahal (Ivete Sangalo)
De hecho no los olvidé. Están en el séptimo lugar de mi top 10, publicado la semana pasada. ¿Por qué los puse en un lugar tan bajo, comparativamente? Primero, me pareció profundamente militarizada (no resulta casual que el coreógrafo en jefe, Zhang Jigang, sea también teniente general del ejército chino) y me recordó, en algunos momentos, las fiestas organizadas por la dictadura norcoreana. Segundo, me pareció supremamente costosa en comparación con otras: mientras Londres costó 27 millones de libras, la de Beijing costó 65 millones. Y por último, siento que el eje narrativo de Beijing no fue tan claro, como sí lo fue el de Londres con su énfasis en las revoluciones industrial y tecnológica. Y en ese sentido, meter dentro de un eje claro la cantidad enorme de referencias musicales, literarias, históricas y artísticas que tuvo esta ceremonia fue un logro magistral de Danny Boyle, Frank Cottrell-Boyce y Stephen Daldry. Tanto, que no pocos medios de comunicación la compararon favorablemente con la de Beijing. Tal vez haya sido menos espectacular en su ejecución (menos pólvora, menos vestidos suntuosos, menos efectos especiales) pero fue mucho más íntima, más narrativa, más cercana a una sensibilidad nacional. Un saludo!
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Amigo respeto tu opinión. Pero no sé si se te olvidaron los JO 2008, que fue algo que dejó a medio mundo anonadado. De hecho son considerados por la opinión general como los mejores en su apertura. Francamente discrepo de tu top, de hecho la de Londres me pareció tan aburrida, que me sorprendió tanto verla en el primer lugar según tu concepto. Saludos!!
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