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En poco más una semana, el legendario Maracanã de Río de Janeiro recibirá a más de 10.000 atletas de todo el mundo y, ante los ojos de miles de millones de personas pendientes de televisores y pantallas, dará inicio a los Juegos Olímpicos. Más allá de las inevitables y claras acusaciones de corrupción que han caído sobre el Comité Olímpico Internacional (basta leer los libros del acucioso periodista escocés Andrew Jennings, el mismo que contribuyó a develar los escándalos de la FIFA), los Olímpicos son un evento maravilloso que permite ver el mundo y, desde ahí, descubrir un país. Y en esa ceremonia inaugural que veremos el viernes 5 de agosto, a cargo del director Fernando Meirelles (Ensayo sobre la ceguera, Ciudad de Dios, El jardinero fiel), seguramente veremos la interpretación que Brasil hace de sí mismo, como lo han hecho durante el último cuarto de siglo las distintas ciudades que han albergado las justas olímpicas en verano e invierno. Como lo puede comprobar cualquier estudiante que haya tenido clase conmigo, me obsesionan esas ceremonias inaugurales. Siento que allí se pueden entender, con una enorme carga emocional involucrada por parte de las ciudades y los países, tanto la idiosincracia como la historia de los lugares que, en un verano, captarán la atención del mundo. Y hoy, en aras de recordar el reto que tendrá Meireles (acompañado de Daniela Thomas y Andrucha Waddington), he decidido hacer un breve escalafón de mis ceremonias olímpicas preferidas, intentando describirlas de la forma más clara posible, por lo cual les pido perdonen la longitud -no acostumbrada- en este post y el siguiente. La primera parte, donde comentaré las cinco últimas en mi escalafón, está en las líneas siguientes. Este viernes daré mis cinco ceremonias preferidas, acompañadas de un breve adelanto de lo que podemos esperar el 5 de agosto.

10. Atlanta 1996
Era una ceremonia de la que se esperaba mucho por lo que significó, como veremos más adelante, su antecesora y por conmemorar el centenario de los Juegos Olímpicos de la era moderna. Tras un llamado al mundo bastante conceptual para mi gusto y una obra musical compuesta por John Williams (La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Superman, Harry Potter), Atlanta escenificó un tributo a la ciudad y al estado de Georgia con un segmento que empezó con un show de porristas, bandas de guerra, bailarines de hip hop, jigs irlandeses y camiones que, tras una compleja y larga coreografía, dio paso a Gladys Knight, «la emperatriz del soul» y nativa de Atlanta, quien cantó la canción oficial del estado de Georgia, la inolvidable «Georgia on my Mind» en una versión suave que, para mí, fue la mejor parte de la ceremonia incluso cuando no llamaron a otro nativo de Georgia que hizo la versión más inolvidable de este tema: Ray Charles. Esta canción abre el segmento central de la ceremonia: un tributo al sur de los Estados Unidos con clásicos como Summertime de George Gershwin, Ol’ Man River de Oscar Hammerstein y When the saints go marching in. Tras el anochecer de luciérnagas y mariposas, el río Mississippi aparece con bagres, southern belles, caballeros sureños y algo de jazz, que se ve interrumpido por la Guerra Civil y el incendio de Atlanta (recordado por muchos gracias a Lo que el viento se llevó) que, tras la muerte y el fuego, revive el espíritu de un Sur al que le debemos mucho de la cultura contemporánea: Robert Johnson, los spirituals negros, las melancólicas canciones de country, y escritores como Mark Twain, William Faulkner, Harper Lee, Flannery O’Connor y John Kennedy Toole; muchos de ellos injustamente olvidados en esta ceremonia. Hubo, como era de esperarse, un breve tributo a los juegos de la antigüedad y a Pierre de Coubertin. Tras el desfile de las naciones, los discursos y la llegada de la bandera olímpica, se presentó un merecido tributo al hijo más ilustre de Atlanta: Martin Luther King que llevó a la llegada de la antorcha olímpica, cargada por Evander Holyfield, Janet Evans y, finalmente, encendida por el gran Muhammad Ali. No fue una ceremonia tan emotiva y dejó de lado buena parte de las enormes contribuciones norteamericanas a la cultura mundial, además de desperdiciar talentos como Knight, Williams y la soprano Jessye Norman. Si, como es muy posible, Los Ángeles gana la organización de los Juegos de 2024 (de lo que, por supuesto, hablaremos aquí), tiene una tarea enorme: hacer una ceremonia y unos Olímpicos que hagan olvidar lo que significó 1996 en la historia de los Juegos.

9. Lillehammer 1994
A diferencia de gran parte de las ceremonias olímpicas, esta se hizo no en un estadio sino en la pista de esquí de la pequeña población noruega. En un momento donde los Juegos de Invierno eran el adelanto de los Olímpicos de Verano, Lillehammer es el primer evento que se hace no en año olímpico sino entre olimpiadas, dando a los Juegos de Invierno una característica propia gracias a que tienen su año. La ceremonia empezó con un llamado a la paz y un recuerdo de la guerra que, en ese entonces, vivía la antigua Yugoslavia, sobre todo Sarajevo (donde diez años antes se habían hecho los Olímpicos de invierno) y que tiene especial resonancia viniendo de un país que siempre ha estado comprometido con la paz. Este llamado estuvo a cargo de la actriz Liv Ullmann, una de las actrices preferidas del director sueco Ingmar Bergman, y del explorador Thor Heyerdahl, recordado por sus expediciones en balsas primitivas (Kon-Tiki, Ra II y Tigris) que demostraron la posibilidad de comunicación por parte de civlilizaciones antiguas. De ahí, los noruegos decidieron mostrar todos los aspectos de su cultura: cantos ceremoniales de la región ártica de Laponia iniciaron una especie de fiesta popular donde las tradiciones y el folclor del país estuvieron siempre acompañados con la música de Edvard Grieg. Luego se dio la que, posiblemente, sea la interpretación más bonita del Himno Olímpico, a cargo de la soprano Sissel Kyrkjebø, quien saltó en ese momento a la fama mundial, incluyendo su aparición en la música incidental de Titanic y frecuentes actuaciones junto a Plácido Domingo. Tan pronto dejó de sonar la voz de Sissel, un corno anunció el momento más dramático: el esquiador Stein Gruben saltó de la rampa cargando la larga antorcha olímpica y, tras aterrizar rodeado de las banderas de los países participantes, pasó la antorcha a quien la encendería, el príncipe Haakon, hoy rey de Noruega. Después de ese momento, la ceremonia tomó de nuevo el tono popular y de cuento de hadas contado por Ullmann y Heyerdahl, quienes dieron el paso a los bailarines que, como si fueran deidades de la naturaleza en la mitología nórdica, daban a luz huevos que mostraban el mundo y que empollaban la paz, esa misma con la que había empezado la austera y colorida ceremonia en Lillehammer. Una ceremonia más bella de lo que muchos esperarían, sin ser tan espectacular.

8. Turín 2006
Esta ceremonia mereció mucha más difusión en estas latitudes, sin duda. Empezó con el sonido de un yunque golpeado por el gimnasta Jury Chechi, que dio paso a un homenaje a las dos grandes tradiciones económicas del Piamonte y del norte de Italia en general: la industria pesada y los lácteos, la primera con una coreografía de patinadores que respondían al ritmo del yunque y al fuego que se alzaba en el escenario, y la segunda con un divertido baile al son de la obertura de La gazza ladra de Gioacchino Rossini. Tras la llegada de la bandera italiana por parte de Carla Bruni luciendo un diseño de Giorgio Armani, al ritmo de Amarcord (banda sonora de la película de Federico Fellini) se hizo una coreografía de acróbatas que, primero en el escenario y luego en el aire, hicieron una figura de esquiador y luego los cinco aros olímpicos. Luego, y una vez instalados los atletas en sus puestos, inició la parte artística de la ceremonia. Inició con el primer signo de una cultura «italiana»: Dante Aligheri abriendo un enorme volumen de su Comedia que desencadena con el ritmo de los tambores y las banderas que durante siglos han animado los palios y las fiestas de los pueblos italianos para llevar al público a los orígenes del Renacimiento italiano, con homenajes a Giuseppe Arcimboldo y a la Florencia de los Médici para terminar en un homenaje que mezcla al príncipe Pier Francesco Orsini Bomarzo (inmortalizado por los argentinos Manuel Mujica Laínez en su novela y Alberto Ginastera en su ópera), a Vivaldi y Claudio Monteverdi para terminar en un festín barroco cuyo clímax está en la modelo checa Eva Herzigova saliendo, como la Venus de Botticelli, de una concha. El sol y la luna, dibujados como si hubieran salido de un pincel renacentista, dan paso al futurismo del siglo XX, representado por la célebre escultura Formas únicas de continuidad en el espacio de Umberto Boccioni y por una coreografía que mezcló fuego, el maestro de ceremonias de un circo (motivo que se repetiría en la clausura, junto al Carnaval de Venecia y la obra de Fellini), artes marciales y la velocidad que para el fundador del Futurismo, Filippo Tomasso Marinetti, era más bella que la Victoria de Samotracia. Precisamente esa velocidad fue homenajeada con un broche de oro sorpresivo para todos los que vieron la ceremonia: de repente, el sonido de los pits se oía en medio del silencio y el vacío, con el célebre equipo Ferrari armando en segundos uno de los autos del cavallino rampante en la Fórmula Uno para que su piloto de pruebas, Luca Badoer, hiciese algunos trucos en el escenario convertido en pista. Y después de la parte más floja de la ceremonia (un poema de Yoko Ono y la inevitable Imagine cantada por Peter Gabriel), y como final tras el encendido del fuego, un momento inolvidable: tras una enorme cortina una orquesta dirigida por Leone Magiera daba los primeros acordes del aria «Nessum dorma» de Turandot, cantada por Luciano Pavarotti en su última aparición pública. Turín fue, sin duda, la mejor ceremonia de invierno hasta entonces, sobre todo tras dos flojos momentos en Salt Lake City y la horrible ceremonia de Nagano. Resultó ser una evolución que continuaría en Olímpicos de Invierno siguientes.

7. Beijing 2008
Zhang Yimou (Héroe, La casa de las dagas voladoras) convirtió la ceremonia de Beijing en un homenaje a los Cuatro Grandes Inventos chinos: el compás, la pólvora, el papel y la imprenta. Apoyado por un equipo compuesto por, entre otros, la diseñadora japonesa Eiko Ishioka («Cocoon» de Björk y el vestuario ganador del Oscar en Drácula de Francis Ford Coppola), Ang Lee (Life of Pi, Brokeback Mountain), el coreógrafo del ejército chino Zhang Jigang y el compositor Tan Dun (El tigre y el dragón, Héroe), Zhang logró condensar milenios de historia china en momentos inolvidables para quien lo vio en vivo en la mañana del ocho de agosto de 2008. Un reloj de sol indica que es hora de empezar la ceremonia: 2008 percusionistas, perfectamente sincronizados, tocan tambores de bronce que forman los segundos faltantes para el inicio en una imagen memorable (tanto, que fue parodiada por South Park en The China Probrem) que luego llevó a los percusionistas a una mezcla de ritmo, artes marciales y la recitación de una Analecta de Confucio que reza «Amigos han venido desde muy lejos, ¡cuán felices somos!». La pólvora no paró de estar presente en la ceremonia pero el papel, en un rollo LED que parecía estar recién hecho por un maestro artesano, fue el encargado de contar la historia china. Primero, un grupo de bailarines dibujaba en la hoja movimientos similares a los de la tinta que, luego, revelan un paisaje. Luego, el papel se convirtió en moldes de imprenta que daban paso a una coreografía que representaba a los discípulos de Confucio que no sólo recitaban fragmentos de éste, sino de otros libros fundamentales en la filosofía china como el Tao-Te Ching de Lao Tsé y El arte de la guerra de Sun Tzu. Mientras tanto, los moldes de imprenta se movían coordinados por casi 400 voluntarios para representar la larga y compleja historia de los caracteres chinos, desde las primeras inscripciones en bronce del año 800 antes de Cristo hasta el chino moderno, para luego terminar en una reconstrucción de la Muralla China con flores de durazno.

Tras un segmento de ópera china con marionetas rodeadas de actores representando a los soldados de terracota de Xian, una bailarina se sube al rollo de papel para representar, rodeada de diplomáticos, el impacto de la Ruta de la Seda para fomentar el comercio entre China y el resto de Asia y, como lo demostró Marco Polo, Europa. Parte de ese intercambio se dio en el siglo XV, cuando el eunuco Zheng He recorrió el Océano Índico y llegó no sólo a los puertos de toda Asia, sino a la costa oriental de África. Ese viaje es representado por marineros que mueven remos dibujados con los barcos de Zheng. El canto de la ópera de Beijing da pie para que las concubinas, los músicos y los pintores lleguen al escenario, representando el esplendor de las dinastías de los últimos mil años, hasta 1908 cuando cae el imperio y se establece la república. La llegada de la República Popular China y de la modernidad se muestra de una forma casi imperceptible para la audiencia: Lang Lang, el pianista chino más reconocido del mundo, toca la Cantata del Río Amarillo, compuesta por Xian Xinghai en medio de la guerra entre China y Japón en 1939 y símbolo de la Revolución China (tanto, que Mao Zedong estuvo en su premiere) mientras las luces de cientos de acróbatas que forman una paloma de la paz, el río Amarillo y el Estadio Olímpico de Beijing rodean al pianista.

Para finalizar, maestros de tai-chi rodean a niños que dibujan un paisaje similar al del principio de la ceremonia, ambos simbolizando el compromiso de cuidar una naturaleza y una tierra que se vería rodeada, luego, por los taikonautas chinos. A pesar de haber sido una ceremonia estéticamente maravillosa y llena de historia, no pude evitar la impresión de esos eventos masivos que organizaba el comunismo para mostar su poderío (por ejemplo, el Arirang en Corea del Norte). La disciplina casi militar de las coreografías y del espectáculo en general me pareció fría, incluso cuando los niños eran llevados al escenario para suavizar un poco lo dura que podría verse la ceremonia en algunos momentos. Igual, fue inolvidable y obligó a que Londres, como veremos el viernes, sacara las mejores cartas posibles para hacer la mejor ceremonia de la historia de los Juegos Olímpicos.

6. Sochi 2014
Cuando, en la clausura de Vancouver 2010, la delegación rusa mostró a Valery Gergiev dirigiendo una orquesta en Moscú y a la soprano Maria Guleghina cantando las Danzas polovetsianas de Alexander Borodin, los que seguimos las ceremonias olímpicas nos dimos cuenta de que ese sería el sino de la apertura en Sochi: profundamente clásico. Para empezar, el director creativo Konstantin Ernst nos muestra al personaje que será nuestra perspectiva para entender Rusia en esta ceremonia: Lyubov («amor» en ruso), una niña de diez años que nos guiará, primero, por el alfabeto cirílico. Al mejor estilo de los libros infantiles, usa imágenes para ilustrar las letras, pero esta vez no es «G de gato» o «V de vaca», sino personajes célebres de la historia rusa como Catalina la Grande, Dostoievski, Eisenstein, Chagall, Chéjov y Tsiolkovsky, así como inventos rusos como la tabla periódica, el Sputnik y el helicóptero. Ese alfabeto nos lleva a vivir un sueño de Lyubov donde recorre algunos de los paisajes de Rusia, desde el lago Baikal hasta las estepas siberianas, los desiertos del sur y las nieves eternas del Ártico, todo ello con el sonido de las Danzas polovetsianas ya mencionadas. Al final de esta primera parte, ocurre el recordado episodio en el que uno de los copos de nieve que iba a abrirse para revelar los cinco anillos olímpicos no se abrió y terminó siendo una oportunidad de burla en la ceremonia de clausura. Tan pronto entran los atletas y tras la llegada de las mascotas con la música de la serie animada soviética Nu, pogodi!, un video muestra cómo los distintos pueblos y momentos históricos de Rusia construyeron el Estadio Olímpico de Sochi: los griegos que cruzaron el Mar Negro, los eslavos, los cosacos, los arquitectos llevados por Pedro el Grande desde Francia, la Rusia antes de la Revolución, los obreros que construyeron la Unión Soviética y los responsables de la Rusia moderna. Luego, una troika de caballos carga el sol al ritmo de la Consagración de la primavera para dar pie a una ballena que rompe el hielo del océano y carga junto a sí la catedral de San Basilio y el Kremlin moscovita. De repente, el silencio invade el estadio para ser roto por los militares que simbolizaron la modernización de Rusia a cargo de Pedro el Grande, representado por la sombra del jinete de bronce de San Petersburgo (inmortalizado por el poema de Alexander Pushkin), ciudad que se dibuja en el escenario por el que marchan los soldados que, más adelante, serán los invitados al primer baile de Natasha Rostova, uno de los personajes principales de La guerra y la paz de Tolstoi. Como es de esperarse, los bailarines en esta escena no son otros sino los de los ballets más prestigiosos de Rusia: el Bolshoi de Moscú y el Kirov y el Marinsky de San Petersburgo. Pero el invierno y la incertidumbre caen sobre los bailarines: ha llegado la Revolución de Octubre, representada por la vanguardia artística (Malevich, Kandinsky), el sonido de la industrialización soviética y la música de ¡Tiempo, adelante!, una película de 1965. Esta vanguardia se ve interrumpida en la ceremonia por el silencio y la oscuridad: es la II Guerra Mundial, la Gran Guerra. Pero de esta Guerra surgen los planos de las ciudades soviéticas: se diseña una calle por la que pasan en un desfile, al mejor estilo de las paradas en las épocas del comunismo, algunos personajes. Cosmonautas que cargan el nombre de Yuri Gagarin, jóvenes pioneros, estudiantes, obreros, deportistas que darán gloria a la Unión Soviética en Moscú 1980, stilyagi contraculturales de los setenta, trabajadores, pilotos, el coro del Ejército Rojo y parejas que construyen familias para la gloria de la Madre Rusia, a la sombra del Trabajador y la mujer del kolkhoz de Vera Mukhina y de los edificios más importantes de Moscú, hasta que Lyubov se despide de nosotros alzando vuelo en un enorme globo rojo. Salvo Londres, Sochi tuvo la mejor selección musical de cualquier ceremonia olímpica. Compositores como Igor Stravinsky (mi preferido en la música clásica), Georgi Sviridov, Alfred Schnittke, Piotr Ilyich Tchaikovsky y Aram Khachaturian compartieron el sonido con un clásico del rock soviético como Kino, cantantes populares como el azerí Muslim Magomayev, grupos contemporáneos como Lube y t.A.t.U, bandas sonoras de películas y series soviéticas e incluso con Eduard Khil, recordado por el Trololó que hace algunos años hizo furor en las redes sociales. Si bien es notoria la glorificación que hacen allí del pasado soviético (inevitable, por supuesto) y no pocos guiños a la Rusia contemporánea del temible Vladimir Putin, la música me hace ver esta ceremonia con cada vez más frecuencia.

En la segunda parte mis cinco preferidas: Atenas 2004, Vancouver 2010, Barcelona 1992, Sydney 2000 y Londres 2012.

Voyeur: Tras una impugnación hecha por el profesor Renán Vega quien, como recordarán, me entuteló por la entrada «Disparos en el pie» en abril del presente año, el fallo proferido por el Juzgado 54 Penal del Circuito de Bogotá fue declarado nulo por el Juzgado 25. Me vi obligado a presentar de nuevo la defensa ante la tutela del profesor Vega, esta vez ante el Juzgado Quinto que falló, nuevamente, a mi favor frente a este intento de censurar la opinión divergente y que revela errores de escritura e investigación por parte de Vega, tal y como lo han sentenciado en fallos a favor de La Silla Vacía y Semana. Quiero agradecer, de nuevo, el compromiso que tiene la Casa Editorial El Tiempo para respetar las opiniones de sus blogueros a toda costa, así como las voces de apoyo de muchas personas ante el deseo de una persona de limitar, al mejor estilo de los países del socialismo del siglo XXI, el derecho de las personas a expresar críticas al pensamiento de izquierda y a sus errores. Al respecto, mi amigo David Osorio en su blog De Avanzada hace un excelente resumen de la situación y de la necesidad de proteger la prensa de personajes que quieren imponer una hegemonía, como Renán Vega Cantor.

En los oídos: Close to the Edge (Yes)

@tropicalia115

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