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Antonio mató al talibán de un golpe en la cabeza cuando el greñudo visitante le dio la espalda. No desaprovechó ese momento. Antonio Silva era un mexicano que había llegado a Afganistán ocho años atrás. Su espíritu aventurero lo llevó a Kabul con el ánimo de abrir un hotel que alojara especialmente a visitantes que hablaban español. La mayoría de sus huéspedes venía de España, y a veces uno que otro latinoamericano se aparecía en esa cofradía hispana del Asia del sur. Uno de ellos fue un argentino, Facundo Bellini, fumador empedernido a quien llamaban Tos. Entre latinoamericanos nadie se salvaba de un apodo, y cuando de viajar se trataba eran los argentinos los que más iban al Medio Oriente.

La salida del ejército americano de Afganistán abrió el camino para que los talibanes retomaran el poder, y ponía en peligro a los extranjeros que en ese momento se convirtieron en objetivo militar. La anarquía reinaba, y en Kabul hordas de barbados guardianes arrasaban con todo lo que se oponía a sus credos. A Antonio se le vino la idea como una ráfaga: «Mato a este hp y lo suplanto. Será mi camuflaje para llegar al aeropuerto», pensó. Fue cuando, pala en mano, asestó el golpe al soldado del nuevo régimen que esa mañana se le apareció en su hotel blandiendo una carabina M4 y exigiendo agua y comida. Ahora se encontraba arrastrando el cadáver de un talibán al sótano de su domicilio. La puesta en escena del mexicano era perfecta, y contaba con el rasgo más importante: una frondosa barba (muy a lo talibán) que el andariego llevaba desde que arribó a Asia. También la ropa y el turbante le encajaron, y un buen manejo del idioma local le ayudarían a moverse entre el caos. Antonio Silva se llamaba ahora Abdul-Ghafar.

Cargando un rifle de asalto M4, Abdul-Ghafar ya hacía parte de un grupo de talibanes que patrullaba las calles de un Kabul fuera de control. En una esquina se tropezaron con una mujer que protestaba por la llegada del nuevo orden.

—De qué tonterías habla esta estúpida mujer—dijo el jefe del grupo talibán llamado Esmail—. Dizque derechos y libertades.

Con el ceño fruncido, Esmail le lanzó una mirada a Abdul-Ghafar.

—Mátala—le ordenó.

Un viento helado corrió por el cuerpo de Abdul-Ghafar, pero mantuvo su compostura. Tomó a la mujer por un brazo y la llevó a una casa abandonada. Al entrar, el nuevo militante puso su dedo índice sobre su espeso bigote. La mujer detuvo su llanto y se echó a un rincón. Después de hacer dos disparos, el “verdugo” salió raudo y se unió al piquete que ya había avanzado unos metros. Los impactos de bala quedaron marcados en el techo de una habitación, y todavía retumbaban en los oídos de una mujer que ahora lloraba sin parar.

El aeropuerto era un pandemonio con gente intentando rebasar una inmensa pared de cemento y alcanzar la pista de despegue donde se encontraban los aviones americanos. Ante semejante panorama, la impotencia diluía la esperanza de escape que Antonio abrigaba. Pensaba también que su mascarada en cualquier momento se descubriría. Al otro lado de la pared, se oían gritos, llantos de niños, alabanzas y una pertinaz tos, que Antonio reconoció.

—¡ Jueputa, ese es Tos ! —exclamó.

TOS, TOS, FACUNDO BELLINI, ¿ME OYES? —gritó el mexicano.

Unos pocos segundos pasaron antes de oírse un grito de respuesta.

— TE OIGO —respondió Facundo—. ¿QUIÉN ERES?

—SOY ANTONIO SILVA, EL DEL HOTEL HISPANO DE KABUL.

—¡QUÉ! ¿ANTONIO? ¿Chihuahua? —preguntó Facundo.

—EL MISMO—respondió Antonio—. AHORA FINJO COMO ENEMIGO. ES UNA LARGA HISTORIA. AYÚDAME A PASAR. HABLA CON ALGUIEN.

Su voz temblaba, alguien le podría entender, pero tenía plena confianza en el segundo camuflaje: su lengua nativa. Un airado Esmail lo confrontó

¿QUÉ CARAJO DICES Y QUÉ IDIOMA ES ESE?  

—El idioma es español —respondió Abdul-Ghafar—. Hay muchos hispanos impíos al otro lado, les estoy diciendo que ellos y los gringos se irán al mismísimo infierno.

Esmail asintió con una sonrisa de gozo.

—Muy bien —dijo el jefe talibán—. Diles también que no habrá rincón en el mundo donde puedan esconderse, y que el brazo del castigo es largo e implacable.

Abdul-Ghafar acató la orden y comenzó a declamar Riqueza de Gabriela Mistral. Fue lo primero que se le vino a la mente.

TENGO LA DICHA FIEL

Y LA DICHA PERDIDA:

LA UNA COMO ROSA,

LA OTRA COMO ESPINA.

DE LO QUE ME ROBARON

NO FUI DESPOSEÍDA:

TENGO LA DICHA FIEL

Y LA DICHA PERDIDA.

Esmail volvió a asentir con la misma sonrisa de contento.

La respuesta de Facundo se hacía eterna, pero después de unos minutos se oyó la voz del argentino.

—OÍME, ANTONIO dijo Tos—YA ESTÁ TODO ARREGLADO. MIRÁ CON DISIMULO A TU DERECHA, A CINCUENTA METROS DE DONDE ESTÁS HAY UN PUNTO ROJO EN LA PARTE BAJA DE LA PARED. ES UNA PUERTA. SE ABRIRÁ POR TRES SEGUNDOS EN DIEZ MINUTOS.

—¿Qué dicen? —preguntó Esmail.

—Babosadas —respondió el mexicano.

En cinco minutos, Abdul-Ghafar estaba frente al punto rojo. La puerta se abrió, y el “talibán” dio un salto a la libertad.

 

Marcelino Torrecilla Navarro

Abu Dhabi, Emiratos Árabes

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Docente universitario en el area de la enseñanza de idiomas (Inglés y Español) y sus usos en contextos multiculturales. Contando historias de un Medio Oriente (ir)real. Residente en los Emiratos Árabes Unidos

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