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Foto de Denis Larkin

A propósito del día del trabajo, quise recordar cómo fue que empezó mi vida laboral. Seguramente, como la de muchos de ustedes, sin tener idea de lo que estaba haciendo o de lo que podía esperar, pero con la convicción y la dicha de tener un pago a cambio.

Mi primer trabajo lo conseguí a los 16 años. Llegaron las vacaciones de diciembre y me encantaba la idea de trabajar por unas semanas para ahorrar algo de dinero antes de que se terminara el año. Casualmente, unos buenos amigos de la familia tenían un restaurante muy cerca de la calle 99 con 11, en pleno centro corporativo del barrio El Chicó, en Bogotá, y su cercanía me valió como referencia suficiente para asegurar un empleo como mesera.

Recuerdo lo emocionada que estaba con la idea de tener que tomar transporte público yo sola, ponerme el delantal rojo, el gorrito de navidad y tener que cumplir un horario algunos días a la semana. El día se me iba en asegurarme de que las mesas estuvieran listas para las personas que iban a almorzar allí y, por supuesto, en tomar ordenes, sonreír y ser lo más amable posible.

Mirando hacia atrás, puedo ver que esta experiencia me enseñó a entender el concepto de trabajo desde una perspectiva sencilla y sin apasionamientos. El trabajo, como un acuerdo entre dos partes, en el cual existe un intercambio de tiempo y habilidades por dinero. Creo que, en esa época, tal vez por mi edad, nunca pensé que el trabajo tuviera que hacerme feliz, que tuviera que coincidir con la pasión de mi vida o que fuera la escalera para mi realización. En esa época, simplemente quería algo extra de dinero ¡y al final de las vacaciones lo conseguí!

A medida que fui creciendo, empecé a experimentar la presión social, la carga que imparten las instituciones y nuestra cultura, convenciéndome de que era solo a través del trabajo como psicóloga que lograría desarrollarme como persona, acceder al éxito económico y al estatus social. ¡El solo hecho de vivir de acuerdo a esas expectativas ya implicaba un trabajo de tiempo completo!

Pero bueno, y ¿qué pasaría si no llegaba a ser la número uno de mi empresa? o ¿qué pasaría si no trabajaba en el área de lo que había estudiado? o ¿qué pasaría si decidiera empezar mi vida en otro lugar y decidiera reinventarme? Bueno, pasaron muchas cosas, me descubrí desde otras perspectivas, pero, sobre todo, se abrió un mundo de posibilidades.

No hay duda de que existe un sentimiento de orgullo y logro cuando nos desarrollamos en un área y nos convertimos en expertos, sin embargo, también es evidente que estamos condicionados por nuestra cultura, y tenemos creencias profundamente arraigadas que pueden hacer daño y generar crisis innecesarias. Creencias que no nos permiten cuestionar esas “verdades” que hemos apropiado, porque nuestros padres, instituciones o la tradición así mismo nos las han inculcado. Recuerden, ¡está bien romper el molde!

He visto a muchas personas atravesando crisis importantes a lo largo de su vida profesional, porque han pretendido que el trabajo sea la única base desde la cual construyen su identidad, están distraídos cumpliendo las expectativas de otros. Si tu trabajo, lo que haces, es el único referente de quién eres como individuo, piénsalo otra vez, pues estoy segura de que eres mucho más que lo que haces esas cuarenta horas a la semana, eres mucho más que ese título profesional o el nombre del cargo que llevas.

En simples palabras, tú no eres tú trabajo, él es tu aliado, es un medio para un fin.

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