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Empecé a sospechar que el viaje no iba a ser del todo confortable cuando apenas entramos a una buseta de la Flota San Vicente, a las 4:50 de la tarde del 24 de diciembre, encontramos que no estaban desocupadas las cuatro sillas por las que habíamos pagado. No estaban numeradas, pero faltaban cupos. El conductor, en vez de resolver el problema, nos reclamó porque llevaban 10 minutos esperándonos. Miramos el reloj y eran las 4:50 de la tarde. Miré el tiquete y decía que la hora de salida era a las 4:50 de la tarde. Y a esa hora estábamos dentro de la buseta. Luego entonces estábamos a tiempo.

Como cosa rara, esta buseta llevaba dos ayudantes. Uno vestido con el uniforme y el otro, de particular. El uniformado habilitó un puesto en la parte de adelante, al que se pasó un señor, y nos completaron los cupos.

Las maletas que llevábamos no cabían en el maletero del vehículo. Estaba lleno. Pero los ayudantes nos dijeron que no había problema, que las colocaban en el pasillo de la buseta. Y así fue.

Se inició el viaje, que tenía como destino final a Tocaima. En la salida de la Terminal creí ver que le colocaron a la puerta el sello de seguridad con el que se intenta que los vehículos no recojan más pasajeros. Sin embargo, a pocas cuadras de allí, en la calle 13 con Avenida Boyacá, la puerta se abrió y los ayudantes empezaron a anunciar cupos para Tocaima. Allí se subió una persona que se quedó parada en la primera mitad de la buseta, porque las maletas no la dejaban pasar. ‘Por favor siéntese en la silla de atrás, porque no podemos llevar pasajeros de pie’, le dijo uno de los ayudantes. Ella lo hizo así y se completaron los cupos en las sillas. Un poco más abajo, en la calle 13 con carrera 72, se subió otro señor. Luego uno más frente al restaurante ‘Mi Playita’. En Fontibón se subieron dos más y frente a ‘Yesos La Roca’, otras tres personas. ‘Córranse para atrás, córranse para atrás’, insistía un ayudante. ‘Por dónde, si hay unas maletas ahí’, se quejó una joven. ‘Pase por donde pasaron todos los señores que están ahí atrás’, le contestó de mala manera el auxiliar.

A los que se subieron en el camino e iban de pie les cobraron lo mismo que en la terminal por el pasaje a Tocaima: $11.000. A los de La Mesa, $8.000, ‘¿Con prima?’, pregunto el pasajero. ‘Sin prima’, aclaró el cobrador.

Pasamos los peajes del Río Bogotá y de Mondoñedo y ningún policía dijo nada. En el de Mondoñedo vi a uno de ellos, de tránsito, hablando por radioteléfono, como si estuviera dando instrucciones, pero no vi uno solo que estuviera atento a mirar si los vehículos llevaban sobrecupo o habían violado las cintillas que les colocan en las puertas.

Me preguntaba qué pasaría con esta práctica de llenar buses y encarrar gente si la policía de carreteras dedicara a un solo hombre a detener allí a las busetas y a los buses que llevaran sobrecupo. Y que aparte de la multa que les colocaran, obligaran a bajarse a los pasajeros que están de pie. Con esto ellos también cogerían escarmiento y no volverían a tomar el bus en donde no deben, si saben que los van a bajar en un peaje. Tal vez así se acabaría este problema.

Mucho más adelante, como a hora y media de camino, había un puesto de control de la policía de carreteras. Y como ya era de noche, el conductor lo que hizo fue apagar la luz de la buseta, pasar por el lado de los policías y prenderla luego, cuando los uniformados ya no podían ver las personas de pie.

Pero ahí no pararon las infracciones. Tan pronto como pasamos el peaje de Mondoñedo, dejó de funcionar el aparato que indica a cuántos kilómetros va el vehículo. Había un mensaje de Calaires, la empresa fabricante, que daba dos teléfonos para reclamar: 4288080 y el #767. Para efectos de esta nota, hicimos la prueba en el primer teléfono, el 30 de diciembre, y nadie contestó. En el segundo contestaron de la dirección de tránsito y transporte de Bogotá. Allí explicaron que cuando las personas los llaman, ellos se comunican con el comandante de tránsito de la zona más cercana al sitio por donde está transitando el vehículo, para que lo alcancen y adopten las medidas del caso. Es decir que sí funciona.

El aviso de Calaires incluye un espacio para colocar el nombre de la empresa y otro para el número de tránsito, pero ninguno de los dos estaba escrito.

Ahí no iban a parar las sorpresas. Cuando llegamos a La Mesa se bajaron varios pasajeros y se subieron más de 10, entre estos una señora con una niña de brazos y otra con un perrito blanco. Todos tenían que ver con las maletas del centro, que no los dejaban pasar, por lo que hacían todo tipo de suertes para ir al fondo del vehículo.

Cuando llegamos a La Mesa había un trancón de la madona. Entonces el conductor tomó una calle paralela y bajó por allí. Yo veía que se reía y que decía cosas, pero no sabía con quién lo hacía. Luego vi por el retrovisor que estaba hablando por celular mientras manejaba.

En Anapoima se bajó la señora del perro y se subió un joven con un equipo de sonido empacado en una caja grande que le llevaba de regalo de Navidad a su madre. Como la buseta estaba llena, tuvo que colocar la caja pegada a los asientos que daban frente a la puerta. La otra parte de la caja llegaba hasta el segundo escalón para entrar al vehículo. En ese escalón iba parado el muchacho y detrás de él iban otros dos, cada uno con morral a la espalda. Y detrás de ellos, el ayudante se aferro a cada lado de la puerta y quedó como bandera ondeante, con su cuerpo hacia afuera. ‘Hay que se me salga uno de esos muchachos, por que ¡no!’, dijo un alegre ciudadano que logró alcanzar una silla de las de adelante. ‘Se le va a abrir esa caja, parce’, le dijo otro joven, de unos 15 años, al que llevaba el equipo. Parecía que entre todos se conocían, por la jovialidad entre ellos, pero viajaban por separado, a lugares distintos.

También en Anapoima se habían bajado una señora con su hija, que iban sentadas en el espacio de la puerta que divide a los pasajeros del conductor. El ayudante sin uniforme, que era el que cobraba y el que decía cuánto valía el pasaje, les ayudó a bajar un carro grande que llevaban y luego sacó dos bicicletas que iban en el maletero. Ahí entendí por qué no había espacio para nuestras maletas en el baúl. El auxiliar sin uniforme se quedó con la señora, la niña, el carro y las bicicletas. El otro ayudante se despidió muy familiarmente y subió a la buseta, a continuar con su labor. Más tarde, por una charla que tuvieron con un pasajero, entendí que ellos nos iban a dejar en Tocaima y se regresaban a Anapoima a pasar la Navidad con su familia.

Cuando llegamos a Tocaima, hacia las 7:30 de la noche, el conductor iba a entrar directamente al pueblo para dejarnos en la plaza principal, pero alguien lo llamó y le avisó que ‘la policía está molestando’, según le dijo a su ayudante. Decidieron entonces tomar la vía hasta la terminal, como debe ser. Sin embargo, no entraron a este sino que siguieron derecho, para entrar a la plaza principal por la parte de abajo, haciéndole el quite a los agentes de policía.

Un poco antes, cuando pasaban por la terminal, se detuvieron y les avisaron, a cuatro de los pasajeros, que la buseta no iba hasta Girardot y que debían hacer transbordo a otra que estaba al lado. Ellos obedecieron sin chistar. Y con ellos se bajó otro señor, con su maleta, y no me alcanzó a oír cuando le dije que esperara porque todavía no habíamos llegado al pueblo ni habíamos entrado a la terminal. Un metro más adelante el señor se volvió a subir, cuando se dio cuenta de que no estaba donde pensaba.

Cuando llegamos a la plaza principal, el conductor se detuvo en una esquina del parque y dio por terminado el recorrido. Nos bajamos y traté de identificar el vehículo, pero no se entendía si decía ‘Flota 2190’ o ‘Flota 2490’.

Terminó ahí la odisea de la buseta de las infracciones. Y me quedé pensando si es que no hay alguien que de verdad le ponga ‘tate quieto’ a los violadores de normas de tránsito en carretera.

Por lo que me dicen, el panorama que acabo de narrar es más común de lo que se cree. Los conductores siguen haciendo lo que quieren en las vías del país y no hay una acción contundente por parte del Estado.

Por ejemplo, en otra buseta de la misma empresa, en la que me regresé, los pasajeros se quejaban de que el dueño del vehículo mandó poner dos asientos más a un lado, con lo que desapareció el pasillo. Quienes van a pasar por allí deben hacerlo de medio lado. Una persona gorda no cabría. Y los pasajeros se preguntaban por dónde podrían salir en caso de accidente.

Para encontrar un problema de estos solo hace falta que una autoridad haga una inspección. A simple vista lo vería. Como vería que varios asientos tienen brazos rotos. Pero estos son los mejores ejemplos de que en Colombia no hay seriedad en aquello de proteger al pasajero. La superintendencia de Transporte no funciona. La policía no da abasto y, en muchas partes, está mal organizada. Así las cosas, ¿quién será el mago que le ponga el ‘tate quieto’ a los transportadores?

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