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Es como si una misma nube negra hubiera empezado a cubrir a persona por persona, ciudad por ciudad, país por país, sin respetar fronteras. Era una nube cargada de dolor, de un inmenso dolor que aún no hemos podido sacar del alma.

En cuestión de minutos esa nube negra empezó a unir también los corazones de colombianos, brasileños, venezolanos, bolivianos, porque los corazones no tienen fronteras. Son unos solos. Aman por igual, lloran por igual, se solidarizan por igual, cuando son buenos, cuando se salen de sus propios cuerpos para abrazar los de los demás, cuando se vuelven tan solidarios que hacen realidad, literalmente, aquello de que todos somos hermanos, sin importar la nacionalidad.

Los colombianos somos chapecoenses. Somos brasileros, venezolanos, bolivianos. Somos una sola nación universal que se acompaña en el dolor. Una sola nación que comparte su alma en un inmenso y estrecho abrazo universal para darnos fortaleza juntos, para decir aquí estamos, para dar una voz de esperanza a los que sufren.

Desde los primeros minutos del accidente del avión en Antioquia, decenas de héroes arrancaron al sitio de la tragedia y lograron rescatar con vida a seis personas. Sin dormir y en medio de la niebla, mantuvieron su labor el tiempo que fue necesario hasta que hallaron el último de los cuerpos.

Llegó el día del partido que iba a enfrentar a los chapecoenses con Atlético Nacional, pero ese día sólo había dolor. Y la hinchada antioqueña, así como muchos otros colombianos doloridos, llenaron el Atanasio Girardot para rendir el más emocionante de los homenajes a sus hermanos del Chapecó.

Allí estaban esa noche Nacional y Chapecó. Solo que esta vez los brasileros lo estaban haciendo desde el cielo. Estaban asistiendo al final de la copa por la que lucharon frenéticamente, pero en espíritu. Y estaban en cada una de las almas de cada uno de los asistentes ese día al estadio, de los millares que quedaron por fuera sin poder entrar, de los millones que seguimos la ceremonia por televisión desde otras ciudades, de corazones rotos de todas las nacionalidades que ese día se sintieron orgullosos de ser chapecoenses, aún sin tener esa nacionalidad.

El himno que no dejaron de cantar saltando los hinchas, hecho para los chapecoenses, nos puso la carne de gallina. Las lágrimas de presentadores, funcionarios, gente del pueblo, jugadores, técnicos, fueron las mismas de personas de todas las condiciones que a través del televisor seguían la señal. En el centro Internacional de Bogotá vi personas llorando al seguir la transmisión. Otros no lo hacían pero expresaban su dolor. Y pensé que eso mismo estaba pasando en cada rincón de Colombia, como en realidad ocurrió.

Cuando habló el canciller de Brasil, el estadio entero aplaudió a rabiar y saltó y cantó a los chapecoenses, cuando el alto funcionario iba diciéndolo lo que le dictaba su corazón. Rompió en llanto agradeciendo a Colombia y nos dimos cuenta de que la solidaridad en una tragedia como estas, ayuda a fortalecer a quienes la sufren y hacen que así como están sumidos en el dolor, también alimenten un poco de tranquilidad al saber que no están solos.

No hay cómo definir ni describir lo que pasó en el Atanasio Girardot. Tampoco lo que pasó en distintas ciudades, como en Bogotá, en el entrenamiento de Millonarios, en donde jugadores, técnicos y asistentes se reunieron en una misa antes de empezar el entrenamiento. Similares acciones hubo en los equipos de todo el mundo.

Un Ejército de miembros de la Fuerza Aérea y de colombianos acompañó los cuerpos en su traslado desde Medicina Legal hasta el aeropuerto, en calles de honor, para que fueran llevados en un avión de la Fuerza Aérea del Brasil.

Allí, antes de subir al aparato, el alcalde de Chapecó saltó de lado a lado de la aeronave, enviando besos con las dos manos, a todos los colombianos que desde sus casas, desde el estadio, desde las calles, desde los medios de comunicación, demostraron su solidaridad con el equipo y con su pueblo.

Las redes sociales fueron escenario de un gigantesco abrazo de amor hacia los chapecoenses, que crecía y crecía a medida que pasaba el tiempo y demostraba lo que sentían esos corazones arrugados de colombianos y extranjeros, ya fuera en español, portugués, inglés o italiano.

Los colombianos demostramos que sabemos querer, que somos solidarios en el dolor, que tenemos un corazón grande y sincero y por ello se nos grabó Chapecó con letras de oro en el alma. Hoy todos somos chapecoenses. Y todos somos ciudadanos del mundo sin fronteras, unidos en el dolor, pero también en la esperanza. Porque mientras conservemos esas almas y esos corazones universales, unidos en el amor, seremos un mundo grande, hermoso, sin odios y sin rencores.

¡Que Dios guarde a nuestros hermanos del Chapecó, a los periodistas, auxiliares y tripulación que hoy están en el cielo. Que los tenga muy cerquita, para que los cubra su manto de amor por siempre!

 

@VargasGalvis

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