Aquel desatroso día llegué temprano a la Catedral Primada de Colombia. Mi misión era la de cubrir para Colprensa lo que ocurriera allí. Desde las escalinatas vi el féretro con el cuerpo de Luis Carlos Galán, que era llevado en hombros desde el Capitolio Nacional hasta el sagrado templo. La gente rompió en llanto. La sangre se me heló. Y entre las lágrimas el pueblo empezó a gritar ‘Galán!, ¡Galán! ¡Galán!
Mi alma estaba con todas esas voces y parecía irse con el espíritu de Galán. La rabia y el dolor no me dejaban pensar. Me dolía Colombia. Inmensamente. Y no era capaz de dar un paso más allá de las escalinatas de la Catedral.
No recuerdo si fue antes o momentos después cuando todas esas miles de voces empezaron a gritar ¡Justicia!, ¡Justicia!, ¡Justicia!, en el preciso instante en que el presidente Virgilio Barco ingresó a la Plaza de Bolívar, por la carrera Séptima, caminando con su gabinete y con parte de su familia.
Ese día el pueblo no solo gritaba una consigna. El pueblo gritaba de dolor. Barco caminó hasta la Catedral y me puse a pensar lo duro que podría ser para un Presidente de la República, caminar en medio de tantas almas adoloridas que le imponían un mandato, que le reclamaban acción, que casi lo acusaban de la tragedia que estaba viviendo Colombia.
A lado y lado de la carrera Séptima, en el sector de la Plaza de Bolívar, se habían dispuesto vallas para que la gente no pasara. Pero cuando Virgilio Barco salió de la Catedral, una anciana lo alcanzó a tomar de las manos y entre sus sollozos le dijo ‘Presidente, por favor, haga justicia. Haga justicia Presidente, por favor’. Yo estaba al lado del Presidente y no alcancé a escuchar que este diera una respuesta. Pero vi su rostro de dolor.
Realmente no me acuerdo qué pasó desde allí con el Presidente. Como que regresó a Palacio. Pero lo que sí se me quedó grabado en la memoria fue el féretro de Galán, navegando entre miles de personas, por toda la carrera Séptima. Literalmente, estaba navegando. Se le veía por encima de todos los hombros, en medio de quienes lo amaron: su familia y su pueblo.
Me sorprendió mucho una pancarta colocada al costado del Palacio de Justicia en la que se señalaba a uno de los grandes caciques electorales de la época, fallecido años después, como asesino de Galán. Y la gente gritaba su nombre a lo largo de la carrera Séptima. Pudieron haberse equivocado de nombre, pero no de intención. El pueblo es sabio y desde el comienzo supo que no solo el narcotráfico estaba detrás. Y empezó a señalar a políticos como culpables, en medio de su pena.
La Carrera Séptima estaba totalmente ‘forrada’ en gente. Yo me adelanté un poco al cortejo fúnebre para poder ver desde la distancia. Los puentes de la calle 26 y el verdor de sus alrededores, bajando desde la Séptima hasta el cementerio central, no se veían. Solo me podía encontrar con rostros infantiles, adolescentes, de ancianos, de payasos, de emboladores, de obreros de construcción que se quitaban sus cascos en señal de homenaje, de hombres y de mujeres que se habían volcado a las calles en paz, a darle su adiós al caudillo. ‘No mataron a un hombre, mataron a un Presidente’, gritaban. ¡Galán!, ¡Galán!, ¡Galán!, se oía y a mí me parecía que a medida que íbamos avanzando, el grito se iba escuchando con mayor angustia.
Llegando al cementerio central, un vacío en el estómago se unió a mi nudo en la garganta. Cuando uno llega allí siente que se va a separar para siempre de ese ser tan querido. Y ese día íbamos a enterrar a un pedazo de Patria. Ese día íbamos a darle el último homenaje al hombre que nos dio la esperanza.
Allí sí apareció la seguridad que nunca hubo en la plaza de Soacha. Y las autoridades solo permitieron el ingreso al cementerio de una parte de los dolientes. Otros millones más sufrían a la par desde sus hogares o desde sus oficinas. Porque ese día, Colombia entera se paralizó.
Me subí a un mausoleo, para ver bien desde allí todo lo que ocurriera. En el centro estaba la familia de Galán. Y fue entonces cuando vi a ese joven adolescente, Juan Manuel Galán, subido en una tarima, despidiendo a su padre, con el alma enlutada pero con un valor y un coraje que ya quisieran tener muchos politiqueros de oficio.
«Los narcotraficantes no son colombianos», dijo sin inmutarse. Y no dudó un segundo en darle las banderas de su padre a César Gaviria, el hombre en quien Luis Carlos Galán había puesto su confianza recientemente, en un histórico acto de unión liberal con motivo de su campaña.
Cuando Juan Manuel Galán dijo eso, todos miramos a Gaviria. Estaba parado frente a la tumba de Galán, con muchas otras personas a su alrededor. Pero no le alcancé a ver el rostro. Estaba de espaldas a mí. Solo noté que su cabeza estaba inclinada hacia abajo.
Poco a poco el cementerio se fue desocupando. Y los periodistas políticos de la época hicimos lo que teníamos que hacer: montarle guardia a Gaviria, para ver qué respondía a la petición de Juan Manuel. Pero Gaviria no quería hablar del tema. Se le veía bastante golpeado. Entonces nos fuimos caminando con él hasta las puertas del Cementerio Central, en donde ocurrió lo que no nos esperábamos: la gente empezó a gritarle ¡Gaviria, Presidente! Allí ya no había seguridad. Y los escoltas de Gaviria no sé en dónde estaban. No sé siquiera si los tenía. Supongo que sí. Pero el hecho es que él quedó tan sorprendido y nosotros tan asustados, porque vimos que la gente se venía hacia él, que hicimos una cadena humana entre los pocos periodistas que quedábamos y lo llevamos hasta el carro, que estaba al otro lado de la calle. Ese día supimos que el pueblo había hablado.
Y hoy, 20 años después, estamos esperando todavía a que el Estado escuche a ese mismo pueblo cuando pidió a gritos ¡Justicia!, ¡Justicia!, ¡Justicia!
P.D. En pleno furor de campaña, Luis Carlos Galán fue a Colprensa, a finales de julio de 1989 o a comienzos de agosto de ese año, a cumplirnos una cita para hablar de su programa de Gobierno en caso de que fuera elegido (como sin duda iba a serlo) presidente de la República. Ya iba avanzada la charla cuando le pregunté lo que solía preguntarle en aquella época a todo candidato presidencial: ¿Cuál es su propuesta de paz? Galán se me quedó mirando con ansiedad, porque acababan de informarle que en la recepción estaba doña Gloria Pachón, su esposa, para que se fueran a una reunión en el Cinep. Y no le quedaba el tiempo suficiente para responder. Nos dijo que él quería hablar a fondo sobre ese tema y preguntó si podía ir nuevamente a la Agencia para hablar de paz. ‘Mientras tanto les hago un adelanto -dijo-: Colombia necesita una política de emergencia para la juventud». La tesis era muy clara: toda la cantidad de niños que habían nacido en los años 60, eran en ese momento jóvenes. Y ellos necesitaban tener oportunidades. Estudio, trabajo… Había que abrirles oportunidades.
Pactamos que hablaríamos dos semanas después, porque a los pocos días debía ir a Medellín y la semana siguiente iba a hacer un viaje a Venezuela. Al regresar al país iba a una concentración en Soacha y luego nos volvíamos a reunir. Pero llegó el 18 de agosto de 1989. Estábamos en la fiesta de matrimonio de mi mejor amigo, Miguel Ángel Roa, cuando un mesero dijo que había toque de queda porque habían matado a Galán. Corrí desesperadamente a buscar un teléfono y contestó el jefe de Redacción de Colprensa: ¿Es cierto?, le dije sin saludar. Sí, me respondió. En ese momento supe que había cambiado para siempre la historia de Colombia. Que nuestra Patria no sería jamás igual. Como de hecho no lo es.
Ese dia estaba yo jugando un chico de billar, cuando llego el comandante de policia de la ciudad y me dijo: le agradezco si se va a su casa, ya que acaban de matar a Galan. Frente a esos billares, hacia unos meses le habia dicho yo a Galan: soy su paisano y estamos listos para hacer todo lo humano y lo legal para llevarlo a la presidencia. !Cuente con nosotros!. Me fui a mi casa, sin miedo, pero con mucha rabia y llore muchos dias viendo y oyendo lo que le estaba pasando a colombia: mi patria. Hoy pagamos todos los ‘platos rotos’ el el exilio…. pero/// volveremos
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