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Ocurrió a comienzos de 1986. Alemania estaba a 20 grados bajo cero. Me encontraba en Hamburgo y me quedaba el último fin de semana en el país. Tenía que decidir entre conocer París, o el muro de Berlín. Y por fortuna escogí este último, porque la torre Eiffel sigue igualita donde está. En cambio, el muro, felizmente, cayó tres años después. Todavía me acuerdo que hasta se me escurrieron las lágrimas cuando vi por televisión a toda esa gente ayudando a la otra a pasar el muro en un histórico acto de amor, esa fantástica noche del 9 de noviembre de 1989.

Para ir a Berlín en 1986 debía pasar uno la frontera entre las dos alemanias (la Federal, de occidente; y la Democrática, que era comunista). Entraba uno a terrenos de la República Democrática Alemana (comunista), en los cuales había una sola autopista que tenía a lado y lado rollos de alambre de púas, para que a ningún occidental se le ocurriera desviarse del camino.

El bus lo conducía a uno directo a Berlín. Y cuando uno llegaba allá veía cómo esa ciudad, que estaba enclavada dentro de la Alemania oriental (comunista), también estaba dividida en dos: la parte occidental (donde podíamos estar sin restricción) y la oriental (donde no se podía quedar uno tan tranquilo). Cuando los turistas llegaban al muro se podían subir a unos miradores, para ver al otro lado. Y uno sentía allí como si hubiera llegado al propio límite de la libertad.

Mirando hacia el lado oriental uno escuchaba, atrás, el bullicio de una Berlín libre. Se oían la música, el jolgorio, el tañir de las campanas. Y hacia el frente uno veía unos silenciosos edificios abandonados y otra Berlín, que uno la sentía sumida en la tristeza.

Yo pensaba que el muro era eso: un muro. Pero no: eran dos. Uno en el lado occidental, lleno de mensajes de libertad, de dibujos y hasta figuras de Disney que los occidentales colocaban en protesta por aquella arbitraria división de la ciudad.

En la mitad había un callejón, por donde solo podían pasar los guardias alemanes orientales que tenían como función evitar que alguien traspasara esa área. Y al fondo se veía el otro muro, el del lado oriental, de color gris.

Desde unas garitas que quedaban en el centro les tomaban fotos a los turistas que, como yo, nos parábamos en los miradores a apreciar aquel espectáculo de vergüenza para la humanidad. Y en un comienzo, cuando los ciudadanos libres de occidente pintaban el muro con consignas, dibujos, y todo lo que se les ocurriera, los policías de Alemania Oriental ponían unas escaleras del otro lado y, sin traspasar el muro, se dedicaban a pintar otra vez de blanco la pared, para que no se vieran los grafitis. Y otra vez llegaban los occidentales a expresar su rabia y sus deseos de libertad con figuras en el muro. Y otra vez los policías pintaban de blanco. Y así se vivió la guerra del grafiti, que terminó ganando occidente el día en que los alemanes orientales se cansaron de pintar de blanco el muro de Berlín.

De aquella hermosa noche del 9 de noviembre de 1989, recuerdo la imagen de televisión en la que una pareja pasó la frontera por uno de los puestos de control. Lo hicieron con timidez, aún incrédulos. Cuando sus pies estaban del lado occidental de Berlín se miraron y ahí sí lo creyeron y se fusionaron en un abrazo y un beso que repitieron miles y miles de parejas, de hombres, mujeres, niños, jóvenes que no temieron llorar de la felicidad.

Y del lado occidental había otros miles y miles de alemanes occidentales, con letreros de bienvenidos. Todos los ayudaban a subirse al muro, a impulsar sus carros, a pasar por los puestos de control, o por los huecos que empezaron a abrir en el muro de 155 kilómetros. Todos los recibían como a unos hermanos a los que no habían visto desde 28 años atrás.

Lo que no sabía entonces era que Alemania Oriental había desplegado allí a miles de soldados (distintos a la guardia fronteriza), para evitar que sus habitantes salieran hacia la libertad. Y esos soldados nunca se enteraron a tiempo de que, después, ese mismo día, el Gobierno había decidido permitir a sus nacionales salir hacia el exterior. Por eso se interpusieron entre los nacionales y los puestos de frontera, dispuestos a todo. A disparar, si era necesario.

Pero la fuerza de ese pueblo que tenían frente a sí, el amor por su libertad, y la fe inquebrantable de esas miles de almas que estaban decididas a abrazar su sueño de libertad esa misma noche, doblegaron la voluntad y las armas de los uniformados, que, aún sin conocer la decisión de su Gobierno, decidieron bajar los fusiles y dejar que el pueblo decidiera por sí mismo. Aún se ven en los videos los rostros desconcertados de esos militares que, pienso, en el fondo debían tener ese mismo nudo en la garganta, al sentirse partícipes de un hecho histórico que cambiaría el rumbo de las naciones y al saberse libres también, como de hecho lo fueron después.

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