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Hace tres años me embarqué en uno de los viajes más difíciles e inolvidables de mi vida. Decidí ir a La India, un destino que en ese momento representaba para mí la posibilidad de un despertar espiritual superior y un acercamiento, por qué no, al tan anhelado nirvana. Sin embargo, La India tenía otros planes para mí. Hoy, cuando el programa El Desafío India lleva meses mostrándonos una pequeñísima parte de la realidad de ese país, lo que ha bastado (en lo poco que he visto) para remover mis recuerdos, decido volver a mirar ese pasado y escribir, desde la capacidad de observación que da el tiempo, sobre mi doloroso pero liberador aprendizaje en el país asiático.  Para no extenderme voy a resumirlo en cuatro puntos.

  1. No hay que viajar a La India ni a ningún templo o lugar sagrado para encontrar una luz que ya está en ti. Como dice Jesús en Un Curso de Milagros: “La iluminación es un reconocimiento, no un cambio”. Yo busqué afuera, pensaba que era La India el lugar y me equivoqué. En esa época estaba muy metida en la filosofía y práctica del Kriya Yoga y conocía muy bien la filosofía hinduista, pero al estar allá me frustré. No entendía qué pasaba, por qué me sentía tan mal, por qué no podía conectar con los ritos y dioses del hinduismo. Lejos de acercarme a la paz, el acelerado ritmo de las ciudades indias me angustiaba. Sentía el gran fanatismo de la gente pero no una devoción real. Algo se quebró en mí. Si no lo encuentro aquí, entonces dónde, me preguntaba. Con el paso del tiempo entendí que la luz está en mí y no depende del caos que yo percibo a mí alrededor, ni de un lugar, ni de un maestro ni, mucho menos, de una doctrina. Es eterna, inmutable.
  2. Todo tiene su tiempo y su lugar. En La India era imposible hacer planes. Nunca sabía que iba a pasar al día siguiente. Podía comprar un pasaje de tren sin tener ninguna certeza de que llegaría. Podía esperar dos, diez o 24 horas en la estación. Nada estaba calculado y la gente parecía tranquila, habían aprendido a vivir así. La India me enseñó a soltar el control, a entregarme a la vida, a fluir. No fue fácil, esta lección arrastró mucho estrés, rabia y dolor. A Varanasi, una de mis ciudades preferidas, la tuve que dejar mucho antes de lo que tenía planeado y quería porque el tren que cubría mi ruta decidió salir un día antes de lo esperado. Soltar, aceptar. Nada qué hacer.
  3. En el caos también hay un orden. Los indios han aprendido a funcionar así. Para los ojos occidentales todo es un desastre: el tráfico, la comida, los baños sucios, las calles llenas de animales, los templos abarrotados de gente, pero para ellos es su manera de fluir. La India me enseñó a ser más respetuosa, a abrir más mis ojos, a encontrar la calma y el silencio que flotan en medio del aparente caos.
  4. No hay que pelear con la tensión. Las primeras semanas desconfiaba de todos, pero luego me di cuenta de que para poder estar allá no tenía otra opción: o me abría a la gente y confiaba o no iba a sobrevivir. Mi mente y mi corazón no lo resistirían. Intenté hacerlo y en ocasiones lo logré, pero luego la tensión interior volvía a invadirme. Así que dejé de resistirme a esa tensión, la abracé, la acepté y puede culminar la travesía. La India no fue lo que yo esperaba, pero sí fue todo lo que yo necesitaba en ese momento.

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