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Este fin de semana los titulares de los principales diarios europeos hacían eco de las palabras del Papa Francisco: «Vergüenza», dijeron. Se referían a la muerte de hasta 400 inmigrantes africanos, en su mayoría eritreos y somalíes, que naufragaron en las aguas de la isla italiana de Lampedusa. Sería el peor naufragio de inmigrantes en el Mediterráneo hasta hoy.
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Cada vez que una tragedia como esta llega a la prensa internacional se abre el debate sobre cómo abordar el problema de la inmigración ilegal en Europa. Las políticas públicas, las mafias, las arduas condiciones del viaje, las historias de los sobrevivientes y las acusaciones y recriminaciones mutuas se suceden una vez más. Los ojos del mundo vuelven a ponerse, aunque solo de forma breve, sobre Somalia, Mali, Sudán, Chad, Níger, y demás países de origen de muchas de estas víctimas. Pero siempre hay un gran ausente: Eritrea.
Contrario a su vecina al sur – Somalia -, Eritrea no ocupa ningún titular en Occidente. Tampoco vive en medio de una guerra civil, ni alberga bandas de piratas o grupos terroristas islámicos que hacen de Somalia un invitado recurrente de la prensa internacional. Pero Eritrea vive su propia tragedia e igual que Somalia, vive una situación catastrófica que lleva a que cada año cientos de miles de personas arriesguen sus vidas atravesando mares y desiertos buscando escapar del país.
«African North-Korea»
Hace solo diez años Eritrea celebraba su décimo aniversario como nación. Era un país joven con una sociedad igualitaria y multiétnica y su reciente independencia de Etiopía auguraba cierta prosperidad. Hoy es uno de los países más aislados del mundo. Algo así como la Corea del Norte del África.
Después de conducir a su país a través de una horrible guerra civil contra Etiopía, Isaías Afewerki era visto como el líder indiscutible de la nación. Pero como suele suceder, en solo veinte años Afewerki pasó de ser un héroe nacional a un tirano déspota y cruel. La Seguridad Nacional se volvió su obsesión y en su nombre creó una férrea dictadura.
Como en una versión africana de Corea del Norte, Afewerki ha logrado sellar herméticamente su territorio y mantiene a toda la población en pie de guerra permanente. Exterminó cualquier forma de oposición política, expulsó a los extranjeros (incluidas las organizaciones humanitarias) y organizó un vasto ejército para hacer frente a invasiones extranjeras, reales o imaginadas.
El servicio militar en Eritrea es obligatorio e indefinido y los reclutas duran años obligados a realizar trabajos forzosos en la construcción o en la minería. Para miles de eritreos la única forma de evadir el servicio militar es huir.
En lo económico, la estatización de la industria, los servicios y la agricultura ha llevado al país a la ruina – Según el índice de Desarrollo Humano de la ONU, Eritrea es el séptimo país menos desarrollado del mundo -. La corrupción es rampante y la inflación demoledora. La ONU calcula que hasta dos tercios de la población está desnutrida y un kilo de carne en las tiendas oficiales puede costar hasta una cuarta parte de un salario medio mensual. En teoría, solo se puede acudir a este tipo de tiendas pues comprar en el mercado negro constituye un delito que se paga con cárcel.
Al igual que en Corea del Norte, en Eritrea es imposible saber con seguridad qué está pasando. Los hombres menores de 52 años y las mujeres menores de 47 tienen prohibido salir del país y Reporteros sin Fronteras clasifica al país como el peor lugar del mundo para ejercer el periodismo, más bajo incluso que en el régimen de Pyongyang. 
La sociedad vive en un estado de paranoia colectiva, no solo por el temor que promueve el gobierno de una «inminente» invasión de Etiopía, sino también por el sistema de espionaje masivo que se ha instaurado: hay espías entre vecinos, entre las familias, entre profesores y estudiantes, entre los soldados y sus comandantes, todos dispuestos a informar cualquier disidencia o crítica al gobierno. A menudo estas acusaciones terminan con duras penas de cárcel y desapariciones. Nadie habla, nadie critica, nadie cuestiona.
En años recientes, el delirio del Presidente Isaías Afewerki ha llegado a niveles de paranoia absurdos; para poder mantener esa guerra sicológica que le permita seguir en pie de guerra, ha revivido el conflicto militar con Etiopía, se ha inventado otro con su vecino Djibouti y hasta ha sido acusado de fomentar milicias terroristas en Somalia. 
Pero a diferencia de Corea del Norte, Eritrea no tiene armas nucleares ni constituye una amenaza directa a potencias mundiales de la talla de Japón, Corea del Sur o Estados Unidos. Es por esto que no acapara los titulares de su contraparte asiática. Eritrea es y seguirá siendo la gran desconocida de África y su principal producto de exportación seguirán siendo jóvenes desesperados que se lanzan a la muerte a las arenas del Sahara o a las aguas del Mediterráneo. 

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