Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Por: @karlalarcn

“…no hay cerveza como la
 del festín de un pobre 
ni placeres como los suyos”

Esta lacónica frase la encontré al leer a G.K Chesterton, y fue tal la fuerza que sentí que esta frase me devolvió en mis recuerdos unos 16 años. Me acordó de algo que cambió mi forma de ver la modernidad y la vida en el campo. Esto paso por allá, un 31 de diciembre que está muy bien guardado en ese espacio del alma donde se apeñuscan los recuerdos.

Señor… y Familia.
Tenemos el agrado de invitarle al matrimonio de
Vicente y Julia
Ceremonia que se llevara a cabo el 31 de diciembre en la iglesia de la vereda… del municipio de Saboyá.

Estás eran las palabras escritas en una tarjeta muy simple que encontré una mañana de esas llenas de sol, cielo azul y alegría decembrina, en la mesa de centro de mi casa.

A la pareja ni la conocía. Por sus apellidos supe que se trataba del hijo del señor que se encargaba de arreglar las plantas de un pequeño jardín que tenía mi mamá en la casa, labor que desempeñaba muy bien ya que su oficio de agricultor lo conocía de sobra así como a su hijo Vicente, el de la invitación, el cual se quedó en una vereda ejerciendo su oficio de campesino.

Eso era lo único que yo sabía de esta gente que era tan ajena a mi vida, a la cual solo a veces saludaba sin saber quiénes eran, mucho menos me importaban sus vidas.

Al ver la palabra ‘familia’ y la fecha del 31 de diciembre, tuve muy claro que ninguno de mi familia iría a ese “ágape” en el campo ya que, como siempre, la noche del 31 de diciembre la íbamos a pasar en la casa de mis abuelos y justo esa noche uno de mis mejores amigos tenía pensado hacer una fiesta en su casa, la cual no pensaba perderme. Solo pasaba una frase por mi cabeza: ¡ni loco voy a ir un 31 de diciembre a una fiesta de campo!

Ese 31 diciembre me levanté tarde, di una vuelta por mi casa sin encontrar a nadie y a eso de las 10 de la mañana mi papá llegó y me dijo algo que me dejó frío:

-Alístese que se tiene que ir a Saboyá al matrimonio del hijo señor que le arregla las matas a su mamá porque nosotros no vamos. Lave el carro, se baña y se va. A las 2 de la tarde sale de acá.

Fueron 5 segundos los que se demoró en dar esas órdenes al mejor estilo militar, 10 minutos yo diciéndole que no y otros 5 segundos para decirme la típica frase que sentenció lo que sería mi último día de ese año:

-¡MIENTRAS VIVA EN ESTE TECHO SE HACE LO QUE YO DIGA!

Y remató con la única parte que se le olvidó porque a todo papá cuando da órdenes se le olvida algo que aunque no es lo más importante está cerca de serlo…

-¡BIEN LAVADO EL CARRO Y SE ME VA CON VESTIDO Y CORBATA PORQUE USTED VA A LLEVAR A LOS NOVIOS!

-¿Queee? ¡Pero papá!

No valió seguirlo por toda la casa. El hombre sacó unas botellas de trago, una olla Imusa de esas que se utilizan para hacer tamales, empaco todo y se fue. Lo de la fiesta de mi amigo no será y no que queda otra que aceptar mi desdichado destino: lavar el carro para perderme en una vereda.

Mediodía y yo lavando el carro con un sol de esos que invitaba a bajar el calor con una cerveza, mis vecinos costeños haciendo un muñeco de año viejo con dos parlantes que sacaron por las ventanas mientras dos vecinas se preguntaban cuál será el menú de la noche, todo esto enmarcado en una calle con muñecos de Navidad pintados en el piso y pasacalles adornando los aires. Esos eran algunos detalles que hacían inolvidable vivir en un pueblo.

Otra ventaja de vivir en un pueblo era tener todo cerca, hasta a los amigos. Mi mejor amiga me llamó en ese momento y cuando le conté que me iba a pasar año nuevo en un matrimonio en una vereda perdida se ofreció a acompañarme.

-¿Está segura? -le pregunté yo.
-Pues sí, no tengo nada que hacer y mi familia no está. ¡Vamos!

Mi mejor amiga era de esas niñas que por ser mejor amiga usted se niega y se mete la idea en la cabeza de que jamás la tocaría. «¡Sería incesto!» De hecho, muchas veces la trataba más como uno de mis compinches que como la mujer de la que todo el mundo hablaba, pues yo no la veía como tal. Recibía calificativos que no bajaban de «está rebuena», hasta el típico «¡preséntemela que está muy linda!».

Todo estaba arreglado, ahora sí era fiesta con paseo y todo porque mi mejor amiga, mi cuasi hermanita venía conmigo.

Eran más de las 2pm cuando pasé en mí “Porsche” Mazda 626 rojo a recoger a mi mejor amiga en su casa. Ella sale como si nos fuéramos a unos 15 años o a una graduación de colegio: tenía puesto un vestido largo de tiritas, el pelo perfectamente arreglado y una sonrisa de rojo perfecto que le salía de una oreja a la otra. Muy dentro de mí no salía del asombro de verla tan hermosa, pero me guardé el pensamiento y solo atiné a soltar una frase:

-Upaaa, súbase pues que vamos tarde.

Tres horas y media después, cuando la sonrisa de mi amiga se perdió en el camino, después de pasar por muchos pueblos siguiendo un librito de título Rutas Turísticas de Colombia -el GPS de la época- y con mí “Porsche” convertido en un Mazda simplón lleno de tierra, encontramos la vereda.

Pensábamos que la vereda sería solo casas a medio caer, calles destapadas pero no, la sorpresa fue grande al ver unas casas muy humildes pero bonitas, así como la iglesia y con lo que se necesita para un lugar como estos: un panadero y una tiendita que vendía lo necesario.

Todo era humilde, pero había un algo que nos llamaba la atención. Era como si la misma simplicidad y la humildad nos regalara una bienvenida cordial, buena vibra y un sentimiento de paz difícil de entender.

Mija, llegó el hijo de don Gerardito con la novia, dijo un señor que nos abrió la puerta.
Déntrelos mijo, que sigan.
-Siga sumercé y siéntase como en su casa.

Nos reíamos con mi amiga de que pensaran que éramos novios y entramos por un pasillo súper largo que daba a un patio o solar grandísimo adornado con plantas de todos los colores, los rayos del sol que caían a raudales y unos invitados que se encontraban ya departiendo, acomodados en sillitas de madera. Nos presentaron a todos como el hijo de don Gerardito y la novia, de hecho, ninguno supo nuestros nombres.

La mamá de Vicente coge a mi amiga de la mano, le dice que si quiere ir a ver a la novia que está a 3 casas de allí, y yo me quedo con los hombres, todos mayores de 45 años que me ofrecen una “amarga” (cerveza). Me siento en una de esas butacas y me presentan a don Celedonio, es el abuelo que tiene 77 años, un hombre con una lucidez impresionante, lo escucho y me siento como si se abriera un libro completo de historia de Colombia, esa historia perdida en las montañas.

La historia de su vida es la misma que la de muchos colombianos que vivieron la violencia bipartidista, la violencia guerrillera. Oírlo hablar con tanta serenidad, con tanta sencillez es recibir una lección de historia de alguien que la vivió.

Ya en mi tercera cerveza y escuchando todo aquello, tenía alguna idea de la vida de los 9 hombres que estaban allí y de sus familias. Nos dicen que es la hora de salir, el novio se va a pie y yo fui por la novia.

Salgo y veo el carro adornado con unas rosas en las puertas, cosa que hizo mi amiga con otras dos mujeres de la familia. Cuando íbamos por la novia, mi amiga lo describió de tal manera que mejor no se podía:

-Hay tanta sencillez que abruma y viven tan felices con poco que da envidia.

Finalmente llegué a la iglesia con la novia, la cual lucía como cualquier novia, nada que envidiarle a alguna bogotana. Empieza la misa y me piden que sea el fotógrafo oficial del evento.

La iglesia era típica de pueblo pequeño sin señales particulares, donde su “propietario” era un curita que parecía sacado de una fábula: pequeño, barriga alimentada por gallina de campo y demás cosas ofrecidas por sus “contribuyentes”, con unos 70 abriles encima y sin ganas de moverse de su reino.

Después de la misa, llevé a la pareja con destino a la casa donde estábamos antes y en donde está planeada la fiesta. Unas 30 personas iban llegando cada una con su regalo, todas arregladas para la ocasión. Se notaba que todos se conocían entre sí y parecían una sola familia, todos sentados alrededor del solar y en el centro una mesa pequeña con una torta de dos pisos adornada con una figura de parejita. Al parecer, todo había sido obra del señor panadero de la vereda especialmente para el matrimonio.

Haga clic acá para escuchar la canción.

“- Que vivan los novios, viva la alegría
que yo viviré ahora con la negra mía,
pues con mi negrita yo seré feliz,
allá en la casita, donde me espera mi porvenir”

 

Esa fue la canción típica que se usa para los matrimonios de la región. Sonó en vez del tan trillado Danubio Azul de Johan Strauss, el cual es usado en Colombia para matrimonios, 15 años, consultorios médicos y todo lo que requiera un tono de mal llamada “distinción”.

Viendo bailar a esa pareja, viendo ese lugar, viendo los invitados, me sentía en total paz, en un verdadero ambiente familiar. Pensaba en cuan felices eran los novios así como los que estaban ahí, sin esa opulencia propia que se ve en la ciudad en un acto de estos, donde en vez de ser partícipes de un acto de unión del amor de dos personas, solo vemos gente alrededor para criticar, donde la hipocresía rampante va de lado a lado con la tonta apariencia y el tener que fingir para proyectar lo que no se es.

-¡Que bailen! -dijeron todos.
-Sí, hágalos salir. Vicente, coja a la señorita y sumercé Julia, agarre al hijo de don Gerardito.

Creo que ese mandato de la mamá fue para hacernos sentir parte de la fiesta y también, necesitaban de alguien para reírse y qué mejor que dos jovenzuelos venidos de la ciudad. Y cumplimos nuestro deber, yo me movía como lavadora dañada sin poder saber para donde me llevaba Julia y mi amiga, iba y venía entre tanta vuelta que le deba Vicente.

En ese momento, entre tantas vueltas, en cada una de ellas los ojos de mi amiga y los míos se entrelazaron también en un baile donde las palabras eran incómodas y era mejor dejarlo todo al brillo que nos salían de los ojos y lo que ellos querían decir. A partir de ahí, dejé de mirar a mi amiga como un compinche más. Algo surgió para darle paso a un sentimiento parecido a un volador estallando en el cielo corto de manera intempestiva.

Después del primer bailoteo, llego el pedazo de torta con el cual el panadero demostró todas sus habilidades. Unas cervezas después empezó la fiesta.  Todo el mundo se gozaba la música viejita de diciembre colombiano, se escuchaban voladores que estallaban en una noche súper estrellada que junto con los faroles pequeños de la casa y el olor a campo invitaba a quedarse.

Dejé a mi amiga bailando y me fui a la cocina, donde ollas y ollas de comida hacían fila para disfrute de los comensales. Gallina campesina, ajiaco, cocido boyacense, buñuelos, natilla y la infaltable chicha eran parte del menú del cual yo y el cura disfrutamos hasta más no poder.

Faltaba muy poco tiempo para finalizar el año. Vi a mi amiga sentada y la invité a bailar. La tomé lentamente de la mano,luego de la cintura y sin pensar en lo que sonaba nos abrazamos los dos pensando en esos momentos anteriores donde nuestras miradas se cruzaron. Nos preguntamos qué pasó y la respuesta de ambos nos dibujó una sonrisa: ni idea. Me pregunto cuándo fue que la dejé de ver como la mujer que era y la convertí en uno más de mis amigos. Ella estaba sola pero siempre quejándose de lo mal que le iba en las relaciones sentimentales y yo en una situación igual donde no nos dábamos cuenta de que lo que buscábamos en alguien los dos lo teníamos.

Vicente y Julia paran la música, la gente se agolpa en la sala, faltan 5 minutos para las doce. Don Celedonio pide que nos tomemos de la mano, hace una oración, pide salud y bienestar para cada uno de los presentes. Nos regalan a cada uno 12 uvas, empieza el conteo regresivo y se escucha un grito de feliz año donde todo el mundo se abraza, se ven algunas lágrimas por los que en ese año que termina partieron. Muchos voltean a mirar y ven a una pareja venida de la ciudad, dos muchachos citadinos, fundidos en un beso que al parecer se debían hacia ya mucho tiempo el uno al otro, un beso con alevosía, lleno de sentimiento y por qué no decirlo, impregnado de la pasión que dos seres se demostraban después de años de convivir sin reparar en cuánto se querían el uno al otro, atisbando que vendría un nuevo año de miradas diferentes, sentimientos encontrados y de reconocer que tenían lo que el otro buscaba.

La fiesta y la comida, un muñeco de año viejo quemándose en la calle se veía por la ventana, los niños corrían por la casa mientras que los grandes bailábamos, todos pasándola bien y algunos como yo, sin cambiar a la pareja que encontró desde principios de ese nuevo año.

Eran ya las 4 de la mañana y nos retiramos a dormir en un cuarto que nos acomodaron para descansar unas horas. Por primera y única vez, compartí una cama con ella. Un tierno abrazo y una ruana nos envolvieron mientras los luceros, el viento frío y los animales a lo lejos nos daban la bienvenida a un año que se dejaba ver lleno de cosas buenas y oportunidades.

Salimos de la vereda a las 10 de la mañana después de un caldo con costilla que nos sentó muy bien. Ya de regreso a la ciudad pensábamos en todo lo que paso, en lo bien que estuvo todo, en cómo disfrutamos por unas horas de la simplicidad de la vida hecha felicidad, con personas que eran pobres económicamente pero felices infinitamente. Solo se tenían a ellos y sus manos para trabajar y salir adelante.

No se necesita de cosas para vivir, se necesita vivir la vida simplemente para ser feliz. Cada vez que sienta que la modernidad y la monotonía me quieran meter de cabeza y hundirme, me acordaré de toda esa familia, de Julia y Vicente, de don Celedonio y sus clases de historia. Pienso que algunas veces quisiera estar allá en ese solar, sentado tomándome una “amarga” con él y su familia para tocar y sentir esa parte de Colombia que está guardada para todo el que quiera descubrirla.

Julia y Vicente siguen viviendo en la vereda y tienen ya varios hijo. El abuelo murió así como el papá de Vicente.

De lo que se pasó entre mi amiga y yo, solo queda un recuerdo que se guardó entre los dos y esas montañas. La ilusión de esa noche, el beso de feliz año y las historias que vinieron después se fueron para siempre una mañana de septiembre de ese año. Un cáncer me quitó un amor sincero, pero me regaló un ángel en el cielo.

Twitter: @karlalarcn

Compartir post