Por: @karlalarcn
El cuarto era pequeño, mi mamá lo bautizó como el cuarto de la plancha. Yo estaba tirado en el frío piso de baldosín embolando mis zapatos negros que deberían estar perfectos. A los curas de mi colegio no les gustaba verlos sucios; si a ellos no les gustaba a mis papás tampoco.
Mi familia era Católica, Apostólica y Romana. El colegio de la primaria se llamaba algo así como Sagrado Corazón y hacía poco había iniciado el bachillerato en un colegio dirigido por curas. Siempre tuve algo que ver con la iglesia. Mi familia, según mi mamá, era bendecida por tener a una tía monja y primos con buen prospecto de cura, aunque mi mamá guardaba la fe de que uno de esos fuera yo, por tal motivo me inscribió en un colegio católico y en el coro juvenil de una iglesia. Mi vida se dividía entre ir al colegio en la jornada de la tarde, los sábados a las 3:00 pm ir a la iglesia a ensayar las canciones del domingo y rezar. Los domingos eran para la misa. Solo se podía faltar cuando se estuviera enfermo, dado el caso se compensaría con un día entre semana.
Era algo retraído, tímido y, por qué no decirlo, diferente a los demás. Me gustaba ver cómo el sol se ponía entre las montañas vecinas desde el techo de mi casa, leía muchísimo sobre estrellas y galaxias, me gustaba escribir cuentos e historias. También siempre protestaba porque quería ver un programa que se llamaba Cosmos de un tal doctor Sagan, cosa imposible ya que mi mamá y mis dos hermanas hacían que el único televisor fuera consagrado a las telenovelas.
Mi vida en aquel pueblo era triste y aburrida. Corría el año 1988 y el día que embolaba los zapatos era uno de los primeros días en ese colegio de curas donde solo había hombres. Según mi tía la monja, el estudiar hombres y mujeres en un solo lugar era mejor para gente con desarrollada moral y conciencia, es decir, cuando se tenía cédula. En la misma zona de mi colegio había otros dos más de solo mujeres. Las de un colegio se distinguían por un saco azul claro y las otras por uno azul oscuro.
El año empezó mal. No me interesaba lo que estudiaba, no veía cómo aprenderme fechas, textos y versículos de la biblia me ayudarían en la vida. Fui el alumno modelo en la primaria, mis padres solo buscaban que lo siguiera siendo en el bachillerato aunque para mí era difícil, las clases eran aburridas, gente sin vida enseñándole a unos niños a cómo tenían que vivirla. Prefería escribir o perder la mirada en un ventanal inmenso que daba hacia una calle principal donde podía ver la gente que pasaba.
Era una tarde de febrero, el sol caía por el ventanal que daba a la calle y me despisté viendo a la gente e imaginándome su vida. Algo me llama la atención, dos niñas de aproximadamente mi misma edad bajan por la calle jugando por el andén. Cabello castaño claro, de la misma estatura y de saco azul oscuro. Intento imaginarme su vida, pienso que serán como hermanas y van a su casa después de estudiar en la mañana, se pierden por los ladrillitos del frente y no las vuelvo a ver.
Al día siguiente, el mismo ventanal con diferente clase. Las vuelvo a ver bajando la calle, esta vez en uniforme de educación física, trato de acercarme más a la ventana, pero mi intento es fallido. El profesor de historia me ve, con su vozarrón de costeño me toma del brazo gritándome.
-¿Qué es lo que te pasa gran maricón? –exclamó él mientras toma mi cuaderno, lo enrolla y me abofetea en la cara.
-¡Vete para el rincón y mañana te vienes al colegio con tu acudiente!
A las 6:30 de la tarde, en mi casa, mi papá me empareja la otra mejilla no importando las lágrimas. Era una vergüenza para él tener que ir porque su hijo se portó mal. La cita era en el portón del colegio a la 1:30 pm.
Exactamente a esa hora me encuentro ante el portón del colegio. El profesor nos recibe y le cuenta a mi papá lo sucedido, pero me importa un bledo lo que hablan solo por un motivo, un simple motivo que me ilumina los ojos, las dos niñas del día anterior bajan como siempre por la misma calle. Una de ellas me mira directo a los ojos y me pierdo en los de ella, unos ojos azules como el cielo, una cara de tez blanca y unos labios que sonreían pero en ese instante cambian de expresión por lo que veían:
-Ponga atención a lo que estamos hablando carajo –Replicó mi papá; acto seguido recibo la peor indignación posible para un niño de mi edad… mi papá me asesta dos coscorrones en la cabeza. Me quedo inmóvil sin llorar ante el castigo mientras veo que las dos niñas se asustan, la de ojitos azules me mira con lástima y ambas siguen su camino.
Esa tarde fingiendo concentración en el tablero, mirando la tiza caer al piso recuerdo que esos ojos ya me habían visto. Esa niña estaba sentada al lado de mi hermana en el examen de admisión que ella presentó para ese colegio. Esos ojitos azules ya me habían mirado.
Pocos días después era la esperada clase de educación física, al profesor solo le importaba el equipo de fútbol del salón y los demás éramos como parias buscando qué hacer. Me junto con dos más que vivían en mí mismo barrio y nos sentamos al borde de la reja a ver la gente. En ese momento, a lo lejos veo a las niñas. Uno de mis compañeros exclama con su voz cambiante y un gallo de por medio:
-Miren, Ana María Rodríguez –exclamó él mirando por debajo de unas gafas culo de botella. Mi otro compañero arrimó su redonda cara a la reja y no se quedó atrás:
-¡Esos ojazos, esa boquita!
Yo no tenía palabras, solo miraba. Nos hacemos atrás de un árbol para verlas pasar. Mis compañeros tienen información vital y quiero saber más de esa niña.
Esa tarde a la salida, caminando los dos me cuentan lo que saben. La niña de los ojitos vive por la calle central de mi barrio, me señalan la casa. Ambas están en primero de bachillerato también y son hermanas. Todo el colegio, desde sexto a noveno la quieren conocer y como era evidente, era nuestra Venus de Milo en ese pueblito de mañanas de frío y tardes de sol con lluvia.
Ya teniendo la información necesaria, un domingo después, empiezo a fraguar un plan. Ese día tenía misa de doce, estaría con el coro juvenil de la iglesia. Después de almorzar haría tareas hasta las 3 pm. A esa hora mis papás nos dejaban salir a los tres hermanos a jugar hasta las 5pm; luego a esa hora, en un acto de liberación y osadía tomaría la Monareta de mi mamá y me iría a rondar su casa. No había Google Street View para ver dónde vivía y la ventaja es que además podría encontrármela.
A las 3:00pm en punto abro la puerta de mi casa y salgo volando en la Monareta, atrás escucho algo como – ¡le voy a contar a mi mamá! Pero no me importa. Me siento blindando ante la cantaleta y los coscorrones.
Su casa era de dos pisos con una reja de madera, el primero tenía una especie de local y en el segundo tenían dos ventanas de marco verde con cortinas de velo, paso una primera vez mirando el frente pero enfocando el rabo del ojo a la cortina, llego al final de la cuadra y quiero dar el giro en U para volver a pasar, no me doy cuenta de que un perro está al lado y se me lanza encima. Uno de los grandes problemas de las Monaretas consistía en que su cadena era muy larga y ante un impulso intempestivo la cadena se saltaba. Eso es lo que ocurre, no controlo la situación y me voy directo al piso. Llego temblando del miedo con la bicicleta rayada en el tenedor, la cadena suelta y mis tenis Hevea raspados en la punta. En la puerta mi mamá me recibe con una pantufla en la mano, al fondo del garaje sentada en la escalera, mi hermana se ríe.
Analizándolo ahora, las consecuencias eran lo de menos, esa fue mi primera aproximación al mundo femenino como hombre. Era la primera vez que sentía la motivación, el impulso o la misma intuición de conocer a alguien, de romper la barrera de no hablarle a una persona que no fuera conocida, de vencer mi timidez y poder entablar una conversación. Me imaginaba que para esa niña, por la imagen aquella de mi papá dándome coscorrones en la puerta del colegio yo sería la encarnación de la lástima, mas no importaba, quería conocerla.
Esa noche estaba en la cama con la rodilla raspada sintiendo algo en mi interior, descubría algo nuevo en mi vida: me gustaba alguien y sentía que estaba enamorado de una niña de ojos azules, de Ana María y haría cualquier cosa para decírselo y entrar en su corazón.
El tiempo en un pueblito es lento, lentísimo, de hecho, no se mide por el reloj. En esa época el tiempo en mi pueblo era marcado por las campanas que llamaban a misa, el paso de un tren de carga, los buses repletos de obreros llevándolos a la misma hora al trabajo, la entrada y salida de estudiantes a los colegios. Sin embargo, los fines de semana se usaba el reloj.
Mi medida del tiempo eran las 12:30 hora de entrada y la 1:30 hora que pasaba Ana María por el ventanal. No importaba nada más, ni si quiera el recreo. Había días que no la veía, pero los que coincidían mis ojos con su pasar por la ventana eran días de júbilo. Sentía alegría de ver su cara pálida y sus ojos saltones mirando hacia mi colegio; a veces me creaba historietas de niño en la cabeza, como que la salvaría, correría más rápido para buscarla o que sería del equipo de futbol de mi curso, anotaría un gol y se lo dedicaría. Nada de eso pasó. Todo se reducía a los días de educación física, esconder mi timidez detrás del mismo árbol y con la fuerza de mi mente regalarle todo mi amor.
Un tiempo después hago un descubrimiento que me daría más información de la niña de ojitos azules; un compañero lleva al colegio algo que cambio para muchos la forma de conocer a alguien. Fue el nacimiento de las redes sociales en Colombia. ¡EL CHISMÓGRAFO!
El chismógrafo era un cuaderno donde se tenían preguntas básicas y según su orden de llegada al cuaderno se le asignaba a usted un número, escribía su nombre y contestaba a las preguntas. Se podía encontrar preguntas como: ¿Cuándo fue la última vez que lloraste?, ¿Cuál es tu comida favorita?, ¿Qué es lo que primero miras de una persona? La forma de ligar en el chismógrafo era básica, solo necesitaba escribir “me gusta” con su nombre o numero al lado de lo que la persona que le gustaba había escrito y con eso ya podía comenzar. Cuando ese famoso cuaderno llegó a mi colegio su uso era restringido solo para los considerados «machos Alfa”. Un niño escuálido y que no estaba en el equipo de futbol como yo no tenía derecho.
Tuve que pagar 20 pesos para poderlo ver, ella estaba en el cuaderno. Me cobraron un peso por cada minuto y en 20 supe todo lo que necesitaba saber de ella. Yo iba guardando todo en mi memoria. Muchos de los mozalbetes famosos de mi colegio a la pregunta de quién te gusta tenían la misma respuesta: Ana María. Al parecer no tenía opción.
Para la Semana Santa de ese mismo año llega un folleto a mi casa. Era la invitación a una pascua juvenil, sabía que mi mamá me obligaría a ir, pero ella misma se sorprendió al ver que fui yo el que le insistí para poder ir. Sería en el colegio de Ana María.
La mañana del Lunes Santo, movido por el hecho de verla cambié muchos aspectos de mi vida. Empecé a planchar mis pantalones por mi propia cuenta quitándoles la horrenda línea de la mitad que les hacia mi mamá, nunca jamás utilizaría una loción que me regalaron en mi primera comunión que se llamaba “la loción del niño”. Me dejé por primera vez una camisa por fuera y guardaría como trofeo de guerra en mi cara una cortada con una cuchilla de afeitar, eso para mis amigos era un signo de heroísmo. Era una total revolución de las cosas pequeñas.
Ese lunes, entraba al colegio de Ana María una persona nueva. Vestido diferente, con un walkman en las orejas escuchando Miguel Mateos de un casete prestado, me sentía como si me fuera a tragar el mundo. Empezaba la conquista.
Esa misma tarde de vuelta a la casa, con las pilas acabadas del walkman veía como un matoncito de colegio que siempre jugaba con el número 10 en el equipo de futbol del colegio se ofrecía a acompañar a Ana María y su hermana hasta su casa después que los dos compartieron toda la jornada. Ellos avanzaban y yo iba metros atrás, desgraciadamente tendría que seguir la misma ruta viendo como ese niño le hablaba tan amenamente y sin timidez; cuando se reían quería meter la cabeza entre la tierra. Sabía que como era tímido no podría hacer lo mismo. Ese lunes abría la puerta de mi casa derrotado, haciendo ademanes para guardarme la camisa entre el pantalón. Lo peor de todo es que me quedaban 3 días de ver lo mismo. Le cuento lo que pasa a un primo mayor y me dice que para el Miércoles Santo él tiene la forma de jugarme una última chance.
Mi primo de 16 años tenía toda la experiencia que yo necesitaba. De la tienda de su mamá toma “prestados” cien pesos, vamos a una tienda y compramos una credencial. Una tarjeta en plástico de grande como una tarjeta de crédito. Tenía un perro llamado Giordano con el hocico gacho y las orejas que le dan al piso y en una mano una rosa. En la parte de abajo se leía una frase que decía:
Te regalo mi corazón en esta flor.
Mi primo me dice que la moda era untarle a la tarjeta un poco de perfume. Él utiliza una loción llamada Ted Lapidus, que no era más que un fermento concentrado que en dosis bajas era aceptable, pero en una alta concentración hacia estornudar hasta un perro. Mi primo insiste en que debe ser esparcido el perfume en la tarjeta así como una flor sin tallo que tomamos también prestada del un jardín de la casa.
Ese día me escapo con mi primo antes que Ana María llegue a su casa, me lleva en los conos de una bicicleta de Cros que tenía. Llegamos a la casa de Ana María, sabíamos que ella estaría llegando en 5 minutos. Dejamos la credencial con la flor en la entrada, todo listo para el enamoramiento y la sorpresa. Nos escondemos en el jardín de enfrente.
La espera era interminable, la gente pasaba y veía el pequeño regalo con inquietud. De repente, el mismo perro que me ataco el día de la Monareta se acerca, huele la flor y la tarjeta; mi primo me dice:
-Pelao, recé para que ese marica perro no nos joda la tarjeta.
De repente el perro con el hocico tumba la credencial y la flor, las corre a un extremo de la puerta, alza la pata y sin clemencia dispara una ráfaga de orines sobre el regalo. Súbitamente el regalo de cien pesos infestado de perfume queda botado en el piso, ya nadie lo mira, mis ojos vidriosos ven como Ana María abre el portón y entra a la casa sin ni siquiera mirar al extremo de la puerta. Mi primo creyó saber lo que fallo,
-Pelao, se me fue la mano en el perfume.
Después de esa Semana Santa pasaron los días, seguía viéndola por el ventanal siempre con una sonrisa en mi cara. Unos meses después, me cambiaron de salón y en vez de ventana, mi nuevo compañero de estudio era un muro en la parte de atrás del salón donde quedaron escritas sus iniciales AM. En el colegio se corrió la voz que ella tenía novio, vi alguna que otra pelea por ella, los novios que le asignaban eran conocidos por su dinero o por ser los bravucones del colegio así que me mantuve mudo siempre que me preguntaban si me gustaba alguna niña.
Viví en ese barrio por muchos años, la vi crecer, vi cómo se convertía en la mujer más linda de esos tiempos en mi pueblo. Ella era la novia que todos querían y eso hizo que perdiera todo interés en ella, no volví a acercarme aunque sabía que era mucho más inteligente, interesante y bella de lo que cualquier adolescente pensaba.
Los años nos hicieron mayores, la vida nos cambió. Algún día dejé de ser el niño callado y retraído, algún día no volví a saber de ella y algún día, cuando vuelva a mi barrio espero recordar ese tiempo, esos años del paso de niño a joven, recordaré sus ojos azules como el cielo. Si la llego a ver, si eso pasa, tal vez ese día no me importará decirle hola, tal vez preguntarle por su vida y si hay tiempo, contarle esta historia.
Twitter: @karlalarcn
Hermoso y gracioso relato !
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Entretenido y evocador relato. Me recuerda mi infancia, en donde mi retraimiento y timidez, que arrastré hasta bien entrada la adolescencia, me impidieron confesar mi admiración y gusto a más de una niña/joven, y mi júbilo era suficientemente grande cuando simplemente lograba tropezármelas o encontrárme «coincidencialmente» cerca de ellas.
Me parece que esta historia ya la había referido anteriormente para un día San Valentín. Un saludo.
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Me encanta leer tus historias y relatos. Siempre estoy a la espera de leerlos. Gracias por regalarme este grato momento.
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Hermoso relato lleno de inocencia!
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Que relato tan bonito y lleno de inocencia!
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Hacía mucho no leía algo tan bonito. La vida misma en pocas líneas… y con evocaciones sencillas que nos transportan a esa época (los zapatos Hevea, la credencial de Giordano, la Monareta con foto… Muchas gracias por regalarme un momento tan emotivo
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Linda historia muy bien contada. Un error: «…había otros dos más de solas mujeres». Debe leerse «…había otros dos más de solo mujeres». Seguirá eliminando mis comentarios?
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Muchas gracias por su comentario don Gustavo y gracias por su oportuna corrección.
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